PÍO VI
1775-1799 d.C.
El pontificado
de Juan Angel Braschi empezó en las mejores condiciones posibles. Era
un hombre hábil, inteligente, simpático y de bella presencia,
al que Goethe, que se encontraba en Roma, definía como "la más
bella, la más prestigiosa figura humana".
En 1778 Catalina de Rusia, protectora de los
jesuitas, obtuvo del Papa un permiso secreto acerca de la continuación
de la vida legal de la Compañía en Rusia. Meses después,
el rey Gustavo III de Suecia visitó al soberano Pontífice y
firmó un edicto por el que se reconocía la libertad de culto
para los católicos en su reino. En 1776 los Estados Unidos de América
habían proclamado su independencia y conseguían del Papa el
nombramiento de monseñor Carroll, amigo de Washington, como obispo
de Baltimore. Ya en 1775, Pío VI publicó una Bula en la que
atacaba las doctrinas filosóficas en boga, consciente del peligro que
amenazaba a la Iglesia y a la sociedad.
La libertad, tal como la proclamaban los ilustrados,
los discípulos de Rousseau sobre todo, estaba destinada a deshacer
los lazos que unían a los hombres, en vez de estrecharles decía
el Papa. La Enciclopedia, publicada entre 1751 y 1772, concentraba en sus
páginas todas las ideas del siglo revolucionario: la crítica
más dura de la monarquía, el ateísmo, el sensualismo
filosófico lanzado por los ingleses, el elogio del siglo XVIII, considerado
como el siglo de las luces y del progreso; el liberalismo económico,
la crítica de la civilización y el elogio del buen salvaje,
símbolo de una pretendida libertad natural que garantiza a los hombres
la libertad absoluta y la igualdad; el estudio detallado de las técnicas,
que habían empezado a desarrollarse en los países occidentales.
La Enciclopedia era un espejo del mundo, y
también un índice doctrinario en el que pululaban los principios
que tendían a organizar el mundo según las normas completamente
opuestas a los principios de la Iglesia, y por supuesto, de la monarquía.
El dogma de la voluntad general, expresado por Rousseau en sus libros, significando
la consciente adhesión de cada hombre a las leyes que rigen la vida
de todos los ciudadanos, se transformó poco a poco en el ideal de todos
los círculos revolucionarios. Escritores y artistas habían preparado,
desde fines del siglo XVIII, esta atmósfera revulocionaria.
"La República de las letras (escribe
Pierre Gaxotte), que era en 1720 una alegoría, es una realidad en
1775". Benjamín Franklin se encontraba en París y organizaba
las actividades de la masonería, estableciendo en 1780, la supremacía
del Gran Oriente. La "Logia de las Nueve Hermanas" (las nueve musas) era
frecuentada por Voltaire, Helvetius, Lalande, Condorcet, Chamfort. La futura
revolución de 1789 sería la obra exclusiva de los intelectuales,
enciclopedistas y discípulos de Rousseau, de las logias enardecidas
por el triunfo de la libertad en los Estados Unidos, y también de
los círculos eclesiásticos y monárquicos, que no supieron
oponerse a sus contrincantes. La ciencia coronaba el esfuerzo y las ilusiones
de los ilustrados, con la fe que inspiraba a todos y con las promesas que
lógicamente se relacionaban con sus avances. La religión aparecía
como una reminiscencia del pasado, destinada a caer por sí sola.
En Austria, donde reinaba José II,
la situación no era más brillante. El soberano, influido por
los nuevos ideales del siglo, había tomado una serie de medidas directamente
ofensivas con respecto a la Iglesia. Había suprimido procesiones, limitando
el número de las mismas; prohibido a los monjes el contacto con sus
superiores extranjeros, sometido la publicación de las Bulas al placet
imperial. Pío VI realizó
un viaje a Viena para tratar de arreglar las cosas. Fue bien recibido, pero
no logró cambiar nada. Todos los conflictos provocados por la actitud
de José II, por las medidas que Catalina tomaba en Rusia a favor de
los jesuitas, por el gran duque de Toscana y por el rey de Nápoles,
se perdieron en el gran estallido de la revolución.
La "Declaración de los derechos del
hombre y del ciudadano" fue votada el 26 de agosto de 1789 por la Asamblea
Constituyente y fue la base doctrinal de todas las medidas que las autoridades
tomaron contra la Iglesia y la religión. La revolución era
una religión en sí misma, formada, como ha dicho Chesterton,
por "verdades cristianas enloquecidas", y no podía tolerar igual que
el comunismo siglo y medio más tarde, otra religión rival a
su lado. El "Derecho divino de las multitudes" sustituía el "derecho
de los reyes". El 2 de noviembre de 1789 los bienes eclesiásticos
eran confiscados en beneficio de la nación. El 13 de febrero de 1790
eran suprimidos los conventos y las Órdenes religiosas. Los monjes
recibían una pensión. La Iglesia era nacionalizada y dejaba
de depender de Roma. Los sacerdotes eran obligados a jurar la Constitución
civil. El Papa amenazó con excomulgar a los que no abjuraban el juramento.
El Nuncio abandonó París en
1791. La monarquía cayó en 1792. En Roma estallaron disturbios,
fomentados por el enviado del agente francés en Nápoles, cierto
Basesville, que fue asesinado en 1793, y proclamado en seguida mártir
de la libertad. Los estados pontificios se transformaron en el último
refugio de los perseguidos por la revolución, eclesiásticos
y laicos. En 1796, el Directorio, que había sucedido a la Convención,
lanzó al general Napoleón Bonaparte sobre Italia. Después
de haber vencido a los generales del reino de Cerdeña, Napoléon
entró en Bolonia, donde firmó un armisticio con el Papa, el
23 de junio de 1796. La República francesa ocupaba los territorios
de Bolonia y Ferrara.
El novelista Ricardo Bacchelli ha descrito
en su libro "El molino en el Po" los abusos que las tropas francesas y los
jacobinos locales desencadenaron sobre aquellas regiones. En 1797, Pío
VI tuvo que firmar el tratado de
Tolentino. El Papa cedía a Francia Aviñon y otras provincias
y se comprometía a pagar cuarenta y seis millones de escudos. El Papa,
la corte y las grandes familias romanas se deshicieron del oro que poseían
para pagar la deuda de guerra. Después del tratado de Campo Formio,
impuesto a los austriacos vencidos, Francia fundaba en el norte de Italia
la República Cisalpina, que controlaba, en realidad, toda la Península,
hasta las fronteras con el reino de las Dos Sicilias. Se produjeron desórdenes
en varias ciudades y también Roma, donde la población, enfurecida
por los abusos de los ocupantes, obligó a los franceses a retirarse
al palacio de la embajada de Francia.
El general Duohot fue alcanzado por una bala
y murió. Como represalia, el embajador abandonó Roma, y las
tropas francesas, bajo el mando del general Berthier, la ocuparon algunos
días después. El 10 de febrero de 1798, los franceses izaban
la bandera tricolor, símbolo de sus conquistas ideológicas y
militares, en la torre del castillo Sant'Angelo. La "cuestión romana"
quedaba planteada, es decir, la cuestion de saber si, para el ejercicio de
su misión espiritual, el poder temporal era necesario para la Iglesia.
En otras palabras, si el Papa necesitaba de tantos territorios para cumplir
con su mandato espiritual en el mundo. La cuestión romana llenaría
con sus polémicas todo el siglo XIX.
El 15 de febrero de 1798, una comisión
jacobina firmaba un documento por el que se proclamaba la independencia y
la soberanía del pueblo romano. El general Cervoni, gobernador militar
de Roma, comunicaba al Papa Pío VI
su cese como soberano temporal. Un gobierno compuesto por siete cónsules
se había encargado del gobierno de la nueva República romana.
Tropas bajo el mando del general Haller ocuparon el Vaticano y exigieron al
Papa la evacuación del palacio en un plazo de tres días. Para
evitar violencias, el Papa, casi moribundo, abandonó Roma y se dirigió
hacia Siena. La pequeña corte fugitiva pensaba exiliarse en Portugal
o en Malta. Bajo la presión del Directorio, que amenazaba a cualquier
gobierno dispuesto a recibir al Papa, la corte se retiró en la cartuja
de Ema, cerca de Florencia, desde donde el Pontífice fue trasladado
a Valence, en el sur de Francia, bajo la vigilancia de las tropas francesas.
El 29 de agosto de 1799, después de
haber perdonado a sus enemigos y bendecido a la humanidad, Pío VI falleció,
rodeado por los pocos fieles que quedaban a su alrededor. Sus restos mortales
fueron trasladados a Roma y enterrados en las grutas vaticanas. El Peregrinus
apostolicus de la profecía de Malaquías, víctima de la
revolución, terminaba su vida en el destierro. La República
romana cayó un año más tarde, después de la retirada
de las tropas francesas. Los territorios situados entre Pesaro y Roma pasaron
a formar parte del Imperio austríaco. Pero esta situación tampoco
logró asentarse. La República en Francia había terminado,
y Napoleón empezaba su carrera el 9 de noviembre de 1799. Un nuevo
y dramático periodo iba a enfrentar al emperador con el Papa. El
emperador, esta vez, no era de sangre alemana, sino latina, y su trono se
alzaba en la orilla del Sena.
Pío VI fue un Papa respetable, a pesar
de sus errores, de los que el más grave fue el nepotismo, vuelto a
su pleno auge con el nombramiento de cardenal de su sobrino Romualdo Onesti
Braschi, por el cual hizo construir, en un tiempo de estrechez económica,
el fastuoso palacio Braschi de la Piazza Navona, en Roma. Una de las grandes
realizaciones de su pontificado fue la bonificación y saneamiento
del llamado "agro pontino", región pantanosa situada cerca de Roma,
que poco benefició al pueblo, ya que la tierra saneada era regalada
por el Papa a sus familiares. Goethe se encontraba en Roma en aquel tiempo
anterior al estallido de la revolución, y escribía su "Viaje
a Italia". Tambén residía en Roma la pintora alemana Angélica
Kaufmann, el filósofo Herder, la príncesa Ana María de
Weimar.
De las impresiones registradas por aquella
vanguardia alemana de artistas y escritores, iba a brotar el amor de los
futuros románticos alemanes por Italia, sus bellezas arquitectónicas,
sus recuerdos de la antiguedad y sus inconfundibles paisajes. Canova y David
trabajaron en Roma en el mismo periodo. Fue Canova el escultor que construyó
un mausoleo para Pío VI después
de la muerte del martirizado Pontífice.