PÍO VII
1800-1823 d.C.



   Su nombre de nacimiento era Conte Barnaba Chiaramonti Coronati Ghini, al que añadió el de Gregorio cuando profesó como monje. Era hijo del conde Scipione Chiaramonti y de su esposa la condesa Giovanna Coronati Ghini.

   Estudió en el Collegio dei Nobili de Rávena y en 1758 ingresó en el monasterio de Santa Maria del Monte perteneciente a la congregación de Montecassino de la Orden de los Benedictinos. En 1773 fue nombrado confesor del papa Pío VI y abad del monasterio romano de San Pablo extra muros.

   A la muerte de Pío VI (1799), la situación en que se encontraba Roma no permitió que se reuniera en aquella ciudad el cónclave que había de designar a su sucesor. Se congregaron los cardenales en Venecia. El cardenal Frantisek de Paola Hrzán z Harras, del título de S. Girolamo degli Schiavoni y camarlengo, presentó el veto del emperador Francisco II contra Carlo Bellisomi, cardenal del título de S. Maria della Pace y arzobispo-obispo de Cesena, y contra Hyacinthe Sigismond Gerdil, cardenal del título de S. Cecilia y prefecto de la Congregación de Propaganda Fide, pero ello no parece que afectara a la formación de una mayoría. Chiaramonti fue elegido el día 14 de marzo de 1800 y una semana después y en la misma VeneciaSanta Maria ad Martyres.

   Unos meses antes de que Pío VII resultara elegido, en noviembre de 1799, Napoleón Bonaparte se hacía con la magistratura de primer cónsul de Francia tras haber derrocado al Directorio mediante un golpe de estado. Las futuras relaciones entre los Estados Pontificios y Francia quedaban desde entonces en manos de estos dos hombres.

   El nuevo papa no albergaba una preconcebida indisposición hacia Napoleón ni se mostraba beligerante contra el orden político que el régimen francés pretendía instaurar en los países de su órbita. Cuando era sólo obispo de Imola y el ejército francés penetró en los estados del norte de Italia y Napoleón creó con ellos la República Cisalpina, Chiaramonti aconsejó no resistir al poderoso invasor y predicó el sometimiento a los recientes señores. Su famosa homilía del día de Navidad de 1797 es clara en este sentido: el futuro papa hace en ella profesión de fe en los enunciados democráticos del nuevo gobierno y mantiene que una constitución de esta tendencia política no está en contradicción con los principios de la iglesia cristiana. Tampoco Napoleón siguió las tendencias anticlericales de las primeras fases de la revolución. En su pragmatismo político tuvo bien presente que las creencias religiosas estaban muy enraizadas en el pueblo francés y que era provechoso para sus designios mantener una amistosa relación con los poderes eclesiásticos, en especial con el papa de Roma.

   Cabía, pues, esperar un entendimiento entre ambas jerarquías. Se produjo, en efecto, y quedó plasmado en el Concordato que Francia y la Santa Sede firmaron en 1801. El papa había regresado a Roma y había vuelto a ocupar su trono en ella. De allí partió en 1804 hacia París para oficiar la coronación como emperador de Napoleón I; el pontífice se limitó a ungirlo, pues fue el propio Napoleón quien se coronó a sí mismo, seguramente recordando y no queriendo que se repitiesen las circunstancias en que fue investido emperador Carlomagno mil años antes. Las aspiraciones del nuevo emperador eran demasiado ambiciosas como para supeditarlas a una buena armonía con el príncipe de la iglesia, por lo que la aparente avenencia entre ellos feneció tan pronto como la rígida postura papal supuso un estorbo en la estrategia imperial del Bonaparte. Fue, de un lado, la negativa de Pío VII en 1806 a sumarse al bloqueo contra Inglaterra que Napoleón quería imponer a las naciones continentales y, de otro, la resistencia del papa ante la permanente tentativa del emperador de controlar la iglesia francesa lo que provocó la violenta reacción de éste. En 1809 se adueñó de los Estados Pontificios, los incorporó al imperio francés y retuvo a Pío VII como prisionero en Savona. Más tarde lo llevó deportado a Francia donde quedó reducido a cautiverio en Fontainebleau.

   En marzo de 1814, tras una serie de fracasos militares cosechados por las armas imperiales y poco antes de que Napoleón se viera obligado a abdicar, el papa fue puesto en libertad. Pudo regresar a Roma y hacerse cargo del gobierno de los territorios de pertenencia eclesiástica. El Congreso de Viena de 1815 del que surgió la reordenación de la Europa postnapoleónica ratificó la existencia de los estados pontificios bajo jurisdicción de los papas, si bien aquéllos se vieron ligeramente mermados en una pequeña franja de terreno que permaneció en poder de Austria. Aun al propio Pío VII, que había dado muestras de comprensión de las fórmulas democráticas de gobierno, le pareció que su aplicación a terceros países podía constituir un régimen aceptable pero que en el caso de los estados de la iglesia era ir demasiado lejos. Derogó la mayor parte de las disposiciones legislativas aprobadas durante el periodo de ocupación francesa, si bien, como rasgo de modernidad y porque los tiempos que corrían así lo demandaban, mantuvo en la Constitución con la que dotó a sus estados la supresión de los derechos feudales de la nobleza.

   Falleció en Roma el 20 de agosto de 1823 y fue sepultado en las grutas vaticanas.

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(Samuel Miranda)