SAN PÍO X
1904-1914 d.C.



    Nacido en una familia pobre, humilde y numerosa, Giuseppe Melchiorre Sarto vino al mundo el 2 de junio de 1835 en Riese, Italia. Desde pequeño se mostró muy afanoso para los estudios, siendo esa inquietud la que le llevaría a aprovechar muy bien la enseñanza del catecismo. Por entonces, y desde que ayudaba al párroco como monaguillo, el travieso "Beppi" ya les decía a sus padres una frase que reiteraría con frecuencia: «quiero ser sacerdote». Con el tiempo este deseo que experimentó desde niño no haría más que afianzarse y madurar en un ardiente anhelo de responder al prístino llamado del Señor.

   Así pues, en 1850 ingresaba al seminario de Padua, para ser ordenado sacerdote del Señor el 18 de septiembre de 1858. Su primera labor pastoral la realizó en la parroquia de Tómbolo-Salzano, distinguiéndose —además de su gran caridad para con los necesitados— por sus ardorosas prédicas. Por ellas el padre Giuseppe atraía a muchas "ovejas descarriadas" hacia el rebaño del Señor. Sus oyentes percibían el especial ardor de su corazón cuando hablaba de la Eucaristía, o la delicadeza y ternura cuando hablaba de la Virgen Madre, o recibían también sus paternales correcciones cuando se veía en la obligación de reprender con firmeza ciertas faltas o errores que deformaban la vida de caridad que debían llevar entre sí.

   Ya desde el inicio de su sacerdocio Giuseppe daba muestras de ser un verdadero hombre de Dios. El fuerte deseo de hacer del Señor Jesús el centro de su propia vida y de la de aquellos que habían sido puestos bajo su cuidado pastoral, le llevaba a darlo todo y darse todo él a los demás. Ningún sacrificio era muy grande para él cuando la caridad así se lo requería.

   Luego de trabajar en Treviso (1875 a 1884) como canciller y como director espiritual del seminario, el padre Sarto sería ordenado Obispo para la diócesis de Mantua. Como Obispo se distinguiría también —y de modo ejemplar— por la práctica de la caridad.

   En 1893, León XIII le concedió el capelo cardenalicio y lo trasladó a Venecia. Al igual que en Tómbolo-Salzano, en Treviso y en Mantua luego, el ahora Patriarca de Venecia daría muestras de ser un celoso pastor y laborioso "jornalero" en la viña del Señor. En ningún momento cambió su modo de ser: siempre sencillo, siempre muy humilde, siempre ejemplar en cuanto a la caridad. Es más, a mayor "dignidad" dentro de la Iglesia (primero como obispo, luego como cardenal), mayor era el celo con el que se esmeraba en la práctica de las virtudes cristianas, especialmente en el humilde servicio para con quienes necesitasen —de una o de otra forma— de su pastoral caridad.

   Al tránsito de León XIII, acaecido el 20 de julio de 1903, el Cardenal Giuseppe Sarto sería el nuevo elegido por el Espíritu Santo para guiar la barca de Pedro.

 Cuentan los hagiógrafos que, cuando al tercer día de Cónclave ninguno de los Cardenales alcanzaba aún la mayoría necesaria para su elección, el Cardenal Sarto hizo lo imposible —dicen que lloraba como un niño— por disuadir a los Cardenales electores de que no le tomasen en cuenta, cuando cada vez más miradas empezaron a volverse hacia este sencillo "Cardenal rural" (como le gustaba decir de sí mismo). Así pues, repentinamente lo imprevisto e inesperado —¡para él y para todos!— comenzaba a vislumbrarse en el horizonte: la posibilidad —para él "el peligro"— de ser él el elegido para suceder a León XIII en la Cátedra de Pedro.

   Muchos, incluso aquellos que hasta entonces no le habían conocido aún muy bien, comprendieron que detrás de la sencillez y sincera humildad de este hombre —que tanto se negaba a la posibilidad por sentirse tan indigno— se hallaba una enorme potencia sobrenatural, así que, dóciles a las mociones del Espíritu divino, terminaron dándole a él su voto.

   El Cardenal Sarto, luego de esta votación, se supo incuestionablemente llamado y elegido por Dios mismo: con docilidad, aceptó su evidente designio —expresado por la votación del colegio Cardenalicio reunido en Cónclave—, y pronunció estas palabras: «Acepto el Pontificado como una cruz. Y porque los Papas que han sufrido por la Iglesia en los últimos tiempos se llamaron Pío, escojo este nombre».

   Al pronunciar su "sí", lleno de la humilde consciencia de su propia pequeñez e insignificancia, el Cardenal Giuseppe Sarto respondía decidida y fielmente al llamado que Dios le hacía. Desde ahora, como Papa, su vida estaría plenamente asociada al sacrificio del Señor en la Cruz, y él —asociándose amorosamente a su Cruz— manifestaba su total disposición para servir y guiar al rebaño del Señor hacia los pastos abundantes de la Vida verdadera. Su más hondo anhelo, aquél que como un fuego abrasaba su corazón, quedaría expresado en la frase-consigna de instaurarlo todo en Cristo: «¡Omnia instaurare in Christo!». Ése era el celo que consumía su corazón, celo que le impulsaba a querer «llevar todo el mundo al Señor». Con este fuego interior buscaría, pues, avivar también el ardor de muchos de los corazones de los hijos e hijas de la Iglesia, para, de este modo, llevar la luz y el calor del Señor al mundo entero.

  Su "programa pontificio" no buscaba ser otro que el del Buen Pastor: empeñado seriamente en alimentar, guiar y custodiar al humano rebaño que el Señor le encomendaba, así como buscar a las ovejas perdidas para atraerlas hacia el redil de Cristo.

   En este sentido su primera encíclica nos da una muy clara idea de lo que el santo Papa buscaría desarrollar a lo largo de todo su pontificado:

  E supremi apostolatus cathedra... eran las primeras palabras de esta "encíclica programática", en la que comenzaba compartiendo los temores que le acometieron ante la posibilidad de ser elegido como el próximo timonel de la Barca de Pedro. El no se consideraba sino un indigno sucesor de un Pontífice que 26 años había gobernado a la Iglesia con extraordinaria sabiduría, prudencia y pastoral solicitud: León XIII.

  Una vez elegido, no le cabía duda alguna de que el Señor le pedía a él sostener firmemente el timón de la barca de Pedro, en medio de una época que se presentaba como muy difícil. En la mencionada encíclica su diagnóstico aparecerá muy preciso y certero: «Nuestro mundo sufre un mal: la lejanía de Dios. Los hombres se han alejado de Dios, han prescindido de Él en el ordenamiento político y social. Todo lo demás son claras consecuencias de esa postura».

 Considerando estas cosas, el Santo Padre lanza entonces su programa. En él recuerda a todos, como hombre de Dios que es, que su misión es sobre todo la de apacentar el rebaño de Cristo y la de hacer que todos los hombres se vuelvan al Señor, en quien se encuentra el único principio válido para todo proyecto de convivencia social, ya que Él, en última instancia, es el único principio de vida y reconciliación para el mismo ser humano. Sentada esta sólida base, proclamó nuevamente en esta encíclica la santidad del matrimonio, alentó a la educación cristiana de los niños, exigió la justicia de las relaciones sociales, hizo recordar su responsabilidad de servicio a quienes gobiernan, etc.

   La fuerza con la que S.S. Pío X quería contar para esta monumental tarea de instaurarlo todo en Cristo era la fuerza de la santidad de la Iglesia, que debía brillar en cada uno de sus miembros. Por eso llamó a ser colaboradores suyos, en primer término, a los hermanos en el sacerdocio: sobre todo en ellos —por ser "otros Cristos"— debía resplandecer fulgurante la llama de la santidad. Llamados a servir al Señor con una inefable vocación, habían de ser ellos los primeros en llenarse de la fuerza del Espíritu divino, pues "nadie da lo que no tiene", ¿y cómo podrían ellos, los especialmente elegidos para esa misión, instaurarlo todo en Cristo si no era el suyo un corazón como el corazón sacerdotal del Señor Jesús, ardiente en el amor y en la caridad para con los hermanos? Sólo con una vida santa podrían sus sacerdotes ser portadores de la Buena Nueva del Señor Jesús para todo su Pueblo santo.

   Recordará entonces que es competencia de los Obispos, como principales y últimos responsables, el formar este clero santo. ¡Este era un asunto de la mayor importancia!, y por ello los seminarios debían ser para sus Obispos como "la niña de sus ojos": ellos deben mostrar un juicio certero para aceptar solamente a quienes serán aptos para cumplir con perpetua fidelidad las exigencias de la vocación sacerdotal; han de brindarles una preparación intelectual seria; han de educar a sus sacerdotes para que su prédica constituya un verdadero alimento para los feligreses, y para que sean capaces de llevar adelante una catequesis seria para alejar la ignorancia religiosa de los hijos de la Iglesia; han de enseñarles —con el ejemplo— a vivir una caridad pastoral sin límites; han de educarlos en el amor a una observante disciplina; y como fundamento de todo, han de habituarlos a llevar una sólida y profunda vida espiritual.

   El Santo Padre, para esta gran tarea de renovación en Cristo, fijó sus ojos asimismo en los seglares comprometidos: siempre fieles a sus obispos, los exhortaba a trabajar por los intereses de la Iglesia, a ser para todos un ejemplo de vida santa llevada en medio de sus cotidianos afanes.

   La fuerte preocupación del Papa por la santidad de todos los miembros de la Iglesia es lo que le llevaría a impulsar algunas reformas al interior de la misma.

   Ya hemos hablado de la honda preocupación que sentía el Santo Pontífice por la santidad de los sacerdotes. Él mismo, con el ejemplo, se esforzó porque los clérigos cumpliesen cuidadosamente con las obligaciones propias de su estado, respondiendo de la mejor manera posible al don recibido de lo Alto, por la imposición de manos del Obispo. El sentido del deber y el ardiente amor al Señor debían llevarles a asumir con radical amor y fidelidad sus responsabilidades, y ése precisamente era el testimonio que él mismo daba a los clérigos. A esta preocupación se debió la reforma de los seminarios, así como la institución de numerosas bibliotecas eclesiásticas.

   Es conocido el gran amor por la música sagrada que desde niño acompañaba al Santo Padre, cosa que se manifestó también inmediatamente en su pontificado: famoso es el Motu proprio que firmaba ya a los tres meses de su elección. En él daba a conocer algunas normas que renovaban la música eclesiástica. Su Santidad Pío X promovió, asimismo, la reforma de la liturgia de las horas.

   Su gran amor a la Eucaristía y la conciencia del valor de la Presencia Real del Señor Jesús en el Santísimo Sacramento le llevaron a permitir la comunión diaria a todos los fieles, así como a cambiar la costumbre de la primera comunión: en adelante los niños podría recibir el Santísimo Sacramento cuando tuviesen ya uso de razón, a partir de los 7 años.

   En 1905 la Sagrada Congregación del Concilio abría las puertas a la Comunión frecuente. La razón de esta disposición, promovida por el Santo Padre, la encontramos en estas palabras: «La finalidad primera de la Santa Eucaristía no es garantizar el honor y la reverencia debidos al Señor, ni que el Sacramento sea premio a la virtud, sino que los fieles, unidos a Dios por la Comunión, puedan encontrar en ella fuerza para vencer las pasiones carnales, para purificarse de los pecados cotidianos y para evitar tantas caídas a que está sujeta la fragilidad humana».

   Cuando niño Guiseppe había experimentado el gran beneficio de nutrir la fe —por medio de una buena enseñanza del catecismo— con las verdades reveladas y confiadas a la Iglesia para su custodia e interpretación. Sólo de este modo la persona, encendido el corazón en la verdad divina, podría vivir de acuerdo a ella en su vida cotidiana. Así, pues, como sacerdote, como obispo y luego como Papa, hizo todo lo posible por impulsar la enseñanza del Catecismo y por mantener la pureza de la doctrina. Bien sabía el Santo Padre que apartar la ignorancia religiosa era el inicio del camino para recuperar la fe que en muchos se iba debilitando y perdiendo incluso.

   Siempre apacentando la grey del Señor y velando por la pureza de la doctrina cristiana, S.S. San Pío X debió actuar con firmeza ante el modernismo. Importante en este sentido es la publicación del decreto Lamentabili (julio de 1907) por el que condenaba numerosas tesis exegéticas y dogmáticas —influenciadas por aquella herejía de moda—, y su encíclica Pascendi (septiembre de 1907) por la que condenaba otras tesis modernistas.

   Cuando era obispo en Mantua, Sarto ya se había manifestado como un jurista de peso. Por entonces publicó diversos artículos sobre la materia. En Venecia, como Patriarca, fundó en aquella diócesis una Facultad de Derecho. Elegido Papa, vio la necesidad y conveniencia de elaborar una nueva codificación de las leyes canónicas, adecuada a las circunstancias concretas que por entonces se vivían. Esta labor monumental, a la que daría impulso a pocos meses de iniciado su pontificado, hallaría su culminación recién el año 1917, bajo el pontificado de Benedicto XV.

   Su gran celo por difundir el Evangelio de Jesucristo a los que aún no lo conocían le llevó a dar un gran impulso a la actividad misionera de la Iglesia. En esta misma línea, incentivó la formación de seminarios regionales.

   Entre otras iniciativas el Papa Pío X impulsó una reforma de la curia romana, encomendó la revisión de la Vulgata a los benedictinos (1907), fundó el Pontificio Instituto Bíblico en Roma (1909) y dio inicio a la publicación de la llamada Acta Apostolicae Sedis (1909), que aún hoy es la publicación oficial que trae los documentos pontificios.

   Durante su pontificado se consuma en Francia (1905) la separación de Iglesia y Estado. Éste sería un capítulo muy doloroso para el Santo Padre. Sin transigir en lo más mínimo ante las presiones de un Estado que quería subyugar a la Iglesia de Cristo, alentó a sus pastores y demás fieles franceses a no temer ser despojados de todos sus bienes y derechos. El Papa sufrió mucho por esta nueva persecución desatada contra la "hija predilecta", la Iglesia de Francia, y se conmovió hondamente por la respuesta de fiel adhesión de los obispos.

   Años después aquél mal ejemplo sería seguido: en España (1910) y en Portugal (1911) también se daría la definitiva separación entre la Iglesia y el Estado.

  San Pío X anhelaba la paz mundial, y sabía que sólo en Cristo ésta podía ser verdadera y duradera. Fue su más ardiente deseo el ayudar a evitar la primera gran guerra europea, que él veía venir con tanta claridad: mucho tiempo atrás, había predicho que estallaría en 1914. «Gustoso daría mi vida, si con ello pudiera conseguir la paz en Europa», había manifestado en una oportunidad.

   El 2 de agosto de 1914, ante el inminente estallido de la guerra, el Santo Padre instaba —en un escrito dirigido a los católicos de todo el mundo, y como un último y denodado esfuerzo por obtener el don de la paz— a poner los ojos en Cristo el Señor, Príncipe de la Paz, y a suplicarle insistentemente por la paz mundial.

   Humilde, muy humilde era aquel Papa que en su "Testamento espiritual" dejaría escrito a sus hijos e hijas: «Nací pobre, he vivido pobre, muero pobre». Se trataba, ciertamente, de una pobreza que iba más allá de lo puramente material: Giuseppe Sarto, dentro de los designios Divinos elegido sucesor de Pedro para gobernar la Iglesia del Señor, jamás se aferró a seguridad humana alguna, viviendo el desprendimiento en grado heroico, apoyado siempre en una total confianza en la Providencia divina.

   A no pocos edificó su admirable testimonio de caridad y de amor al prójimo. Cuando a su puerta tocaba alguien que necesitaba de su ayuda, renunciaba incluso a lo que él necesitaba para alimentarse: su magnanimidad no tenía límites.

   Sobrio y frugal en las comidas; amante de la limpieza y del orden; sencillo en sus vestidos; para nada amigo de recibir aplausos: así se mostró siempre Guiseppe, primero como presbítero, luego como Obispo y Cardenal, y también como Sucesor del Apóstol Pedro.

   Algunos sostienen que por la extrema modestia que mostraba se difundió la idea de que San Pío X, si bien era un hombre santo, era poco inteligente o no estaba muy bien preparado: hablaba siempre tan convencido de su propia insignificancia, de su falta de preparación, de su "condición rural", que muchos llegaron a tomarlo en serio. Sin embargo, la evidencia histórica muestra que la realidad estaba muy distante de aquella falsa idea.

   El seminario de Padua conoció en Guiseppe a un joven bien dotado y muy aprovechado en los estudios: fue el más destacado alumno de su tiempo. Y si bien es cierto que a sus posteriores éxitos académicos —que también los tuvo— siguieron dieciocho años de intensa tarea pastoral, el Padre y luego Obispo Sarto nunca escatimó en recortar incluso algunas horas de descanso para dedicarlas al estudio: a costa de exigencia personal y disciplina jamás abandonó su propia formación, tan necesaria para nutrir su fe y para mejor poder responder a su misión de ser luz para los demás, maestro de la verdad. Los sermones, las conferencias, sus cartas pastorales, el mismo trato con las gentes, eran diversas ocasiones que le exigían gran dedicación en este importante asunto, y él así lo comprendió.

   Además, dotado naturalmente con una insaciable curiosidad intelectual, ésta le llevaba a estudiar, escuchar, y buscar conocer. Años de formación en el silencio acompañaron su ministerio, iluminándolo, nutriéndolo, enriqueciéndolo, siempre abriéndole los horizontes para mejor conocer y comprender a aquellos a cuyos corazones quería acceder para iluminarlos con la verdad de Jesucristo, y ganarlos para Él.

   En este sentido hay que añadir también que ya como Obispo y Cardenal era muy conocido por su versado manejo de la Sagrada Escritura y de los Padres de la Iglesia.

   Santa María estaba muy presente en el corazón de este Santo Papa: le gustaba llevar entre manos el santo Rosario. Diariamente visitaba la gruta de Lourdes, en los jardines Vaticanos. Interrumpía cualquier conversación para invitar a sus interlocutores al rezo del Angelus.

   Como preparación inmediata para el acontecimiento del 50 aniversario de la proclamación de la Inmaculada Concepción publicó su encíclica Ad diem illum.

    Su tránsito a la Casa del Padre acaeció un 20 de agosto de 1914, poco antes del estallido de la llamada "primera guerra mundial". Muchos ya en vida, sin duda impresionados por esa personalidad serena con la que transparentaba el amor del Señor, y que él hacía tan concreto y cercano a todos, no dudaban en llamarlo "Papa santo". Con su característica sencillez y humildad, sin dejarse impresionar por tal calificativo, y haciendo uso de un juego de palabras, respondía con mucha naturalidad a quienes así lo llamaban que se equivocaban por una letra: «No "Papa santo" —decía él—, sino "Papa Sarto"».

   Lo cierto es que a Pío X se le atribuyeron ya en vida muchos milagros. Asimismo, testimonios abundantes concordaban en afirmar que tenía el don de penetrar en lo más secreto de los corazones humanos, y de "ver" lo que en ellos había.

   El 14 de febrero de 1923 se introducía su causa de beatificación, iniciándose un largo y exigente proceso que duraría hasta el 12 de febrero de 1951. En aquella fecha memorable el censor (quien hacía las veces de "fiscal") se hincaba a los pies de Pío XII para certificar que luego del rigurosísimo proceso podía pasarse a su beatificación, cuando Su Santidad así lo dispusiese. Estas fueron las emotivas palabras que, luego de su informe, pronunció el censor:

«Permitidme, pues, Beatísimo Padre, que, postrado humilde a sus pies, añada también mi petición, yo que procuré cumplir fielmente el cargo de censor que se me había encomendado; impulsado por la verdad, juzgo saludable y oportunísimo, y lo confieso abiertamente, que este ejemplo puesto auténticamente en el candelabro ilumine con el multiforme esplendor de sus virtudes no sólo a los fieles, sino también a los que viven en las tinieblas y en la sombra de la muerte, y los atraiga y conduzca al reino de la verdad, de la unidad y de la paz».

    Pío X fue elevado a los altares el 29 de Mayo de 1954, y de este modo, podemos decir, su ardiente deseo de instaurarlo todo en Cristo se prolonga, por su luminoso testimonio de vida y por su intercesión, por este y los siglos venideros.

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(Samuel Miranda)