BEATO PLÁCIDO RICCARDI
1915 d.C.
25 de marzo
Tomás Riccardi nació
el 24 de junio de 1844 en Trevi, pequeña ciudad de Umbria. Su padre
fabricaba aceite de oliva y tenía un comercio de especias; gozaba
de una gran fortuna, que le permitió poner a su hijo en el convento
para nobles de Trevi, donde estudió humanidades. Tomás era
un buen alumno; le gustaba el teatro y la música; se confesaba regularmente,
pero en su piedad no había nada excesivo.
En 1865, fue a Roma para estudiar filosofía en el Angélico,
célebre colegio de los dominicos. Aunque él declaró
que no tenía vocación religiosa, ciertamente por este lado
era por donde buscaba orientar su vida. Conoció y admiró a
los dominicos y a los jesuitas, pero, poco atraído por el apostolado
activo y menos aún por la agitación de la ciudad, se presentó
a la abadía de San Pablo Extramuros, que, situada en pleno campo,
le ofrecía la soledad, el recogimiento, y la vida de oración
que deseaba.
Ingresó en la abadía el 12 de noviembre de 1866
y tomó el hábito benedictino y el nombre de Plácido,
el 15 de enero de 1867. Desde un principio, mostró una gran asiduidad
a la oración. Tuvo, por el contrario gran repugnancia por la claridad
de conciencia que contradecía completamente su independencia de carácter;
sin embargo, lejos de obstinarse ante las instancias de su padre maestro,
reflexionó, se humilló, y animosamente intentó practicar
esta ascesis tan poco atractiva. Y fue fiel a esta práctica toda su
vida, primero con su padre maestro, y después con los abades sucesivos.
Plácido Riccardi, durante todo su noviciado, se acomodó muy
bien a esta vida austera casi eremítica, y la comunidad se regocijó
de las cualidades del recluta. Hizo su profesión el 19 de enero de
1868.
Volvió a estudiar la filosofía y después,
con mayor placer, la teología, a la que se entregó con amor.
Nunca cesó de repasar sus conocimientos religiosos, calmadamente,
a la manera de los monjes antiguos. Pronto le disgustaron los manuales, que
no había abierto más que por deseo de prepararse terminan por
obstaculizar la conducta que los confesores deben seguir con los penitentes.
Más que del espíritu de bondad del Salvador, parecen estar
llenos de los principios sutiles de los antiguos rabinos. A los modernos
expositores, prefería los autores antiguos; leía asiduamente
a Cornelio a Lápide, las "Mora les" de San Gregorio, San Bernardo,
San Agustín, y de los Padres de la Iglesia. Frecuentaba algunos libros
más recientes: los "Sufrimientos de Jesús", del padre Tomás
de Jesús; las obras de Catherine Emmerich, del padre Faber, de Mons.
Gay... y, por el contrario, descartaba deliberadamente todos los libros profanos,
considerándolos no sólo inútiles, sino dañosos
para un monje.
El 26 de abril de 1868, Plácido Riccardi recibió
de su abad la tonsura y las órdenes menores; fue ordenado subdiácono
el 7 de abril de 1870, diácono el 4 de septiembre de 1870, tres días
después de haber entrado el ejército piamontés en Roma.
El no había cumplido su servicio militar, lo que le valió ser
arrestado como desertor, el 5 de noviembre, y ser condenado a un año
de prisión en Florencia. Puesto en libertad el mismo año, fue
enviado al 57 regimiento de infantería en Liborno. Fue dado de baja
en Pisa, el 26 de enero de 1871: el ejército italiano perdió
un soldado, pero la abadía de San Pablo encontró con alegría
a su monje, que fue admitido a la profesión solemne ello de marzo
de 1871 y ordenado sacerdote, el 25 de marzo.
Don Plácido fue empleado, al principio, en la escuela
de la abadía. Cuándo contaba los recuerdos de esta época,
los comentaba con un proverbio: "a quien los dioses odian, lo hacen pedagogo".
Vigilar a infantes turbulentos era un suplicio para un hombre miope y amante
de la paz y del silencio. Los chicos le preparaban sorpresas demasiado extrañas
al reglamento. El clima malsano de Roma acabó de quebrantar su frágil
salud; tuvo crisis de paludismo, que, a pesar de algunos calmantes, nunca
cesaron completamente.
Su abad, sin embargo, se preocupó en darle un oficio
más adaptado a sus gustos: lo nombró ayudante del maestro de
novicios, confesor de las monjas de Santa Cecilia en Roma, después,
el 22 de agosto de 1864, lo envió como vicario abacial a las monjas
de San Magno D´ Amelia. La comunidad, abusando de la debilidad de una
anciana abadesa, se había relajado un poco. Don Plácido lo
tomó muy a mal: no contento con multiplicar sus exhortaciones públicas
y privadas, entró a los detalles de la observancia, suprimió
las pláticas inútiles y las habladurías, y revisó
con cuidado el horario del día. No tenía cuidado de su enfermedad
y jamás intentó acortar las confesiones prolijas; preparaba
además con cuidado sus sermones. Bien pronto, las hermanas, cuyos
defectos había que atribuir principalmente a su falta de formación,
mostraron un fervor digno de su excelente maestro.
El nombramiento de Don Plácido en Amelia se justificaba
por su capacidad para desempeñar el cargo; sin embargo, tenía
otro motivo: había entonces en San Paulo Extramuros un novicio, en
quien se tenían grandes esperanzas, quien al cabo de algún
tiempo fue favorecido por gracias místicas extraordinarias. Todo el
mundo pudo ver sus estigmas y escucharle narrar sus visiones; el abad, el
padre maestro y muchos otros vacilaban en confiar en él; Don Plácido,
a quien se pidió al principio su opinión por deferencia, pronto
se dio cuenta de que este novicio, aparentemente místico, ignoraba
la humildad y la mortificación. Lo invitó a ir a pasar con
él algunas horas de la noche delante del Santísimo Sacramento.
Mientras Don Plácido permanecía de rodillas delante del altar,
como lo hacía frecuentemente cuando estaba solo, el novicio se instaló
del coro. Don Plácido no llevaba en Roma una vida distinta de aquella
que él tanto amaba en Sanfiano y en Farfa.
La salud de Don Plácido decaía cada día
más, y su abad le envió para que lo ayudara a un monje alemán,
que se consideró también como el superior. Los campesinos de
Sabine no tenían costumbres delicadas e intentaron desembarazarse
del encumbrado personaje, colocando arriba de la puerta del santuario una
viga que debía caerle sobre la cabeza cuando entrara; el atentado
fracasó, pero la iglesia se vio abandonada por los fieles. Don Plácido
se afligió sobre manera al ver aniquilada su obra, su salud sufrió
por ello y su desarreglo intestinal se agravó, al punto de que le
fue completamente imposible celebrar la misa.
El 17 de noviembre de 1912, cuando subía una escalera,
un ataque de parálisis, acompañada de convulsiones, lo tiró
por tierra y lo hizo rodar por los escalones de mármol. Su estado
pareció tan grave, que se le administró inmediatamente la extremaunción;
sin embargo, soportó la prueba y se le pudo conducir de nuevo a la
abadía de San Pablo Extramuros, el 23 de diciembre siguiente.
Quedó paralítico del lado derecho; sus piernas
se encogieron, después se arquearon, y no podía permanecer
ni siquiera recostado sobre la espalda. Acaba do físicamente, hizo
de sus días una oración perpetua y no se quejaba jamás,
ni reclamaba nada, atento solamente a no molestar o contrariar a aquellos
que se ocupaban de él. Durante este penoso período, tuvo la
alegría de ver con frecuencia a su lado al joven y fiel amigo Don
Ildefonso Schuster, quien lo había dirigido por los caminos de la
perfección monástica. Liturgista, arqueólogo, historiador,
excelente administrador, Schuster, el futuro cardenal, arzobispo de Milán
tenía gustos y aptitudes absolutamente opuestas a las de su viejo
maestro; sin embargo, tenían en común un amor a Dios, sincero
y profundo, y el atractivo por una vida ascética seria y severa. Don
Plácido mostró su confianza al discípulo escogiéndolo
como confesor; Don Schuster obtuvo para su maestro el favor que podía
agradarle más: Pío X autorizó la celebración
de una misa, cada se- mana, en la celda del enfermo. Don Plácido,
murió dulcemente mientras Don Schuster velaba cerca de él el
15 de marzo de 1915.