PRIMER MANDAMIENTO:
       AMARAS A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS
      
        
           
   Narra el Evangelio que
un Doctor de la Ley se acercó a Jesús con la intención
de tentarlo: Maestro, ¿cuál es el principal mandamiento de
la Ley? La respuesta del Señor, conocida por todos, fue: “Amarás
   al señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y
con   toda tu mente. Este es el mayor y primer mandamiento” (Mt. 22, 36-38).
      
         Además de ser el primer precepto divino, este mandamiento
   de alguna manera los incluye a todos: cualquier transgresión a
la   ley de Dios viene precedida por la carencia de amor a El.
      
         El mandato de amar a Dios sobre todas las cosas conlleva 
 la  necesidad de vivir las virtudes de la fe, la esperanza, la caridad y 
la virtud  de la religión:
      
       - la fe, porque para amar a Dios antes hay que creer en El;
      
       - la esperanza, porque el amor exige la confianza en sus bondades;
      
       - la caridad, por ser el objeto propio del mandamiento;
      
       - la religión, en cuanto que es la virtud que regula las relaciones 
   del hombre con Dios.
      
       Los pecados contra las cuatro virtudes antes mencionadas constituyen 
 el  ámbito de prohibiciones del primer mandamiento.
      
       - La especie moral ínfima de los pecados contra este precepto 
 se  trata al estudiar cada virtud.
      
       LA FE
      
       DEFINICION Y NATURALEZA DE LA FE
      
         La fe es la virtud sobrenatural por la que creemos ser 
verdadero   todo lo que Dios ha revelado.
    
      
         Puesto que las realidades sobrenaturales exceden la capacidad
   natural de la mente humana, es preciso que Dios infunda en la inteligencia
   una gracia particular para que el hombre sea capaz de asentir a su mensaje:
   esa gracia es la virtud de la fe.
      
         El modo habitual por el que se produce la primera infusión
   de la virtud sobrenatural de la fe es el bautismo.
      
         La fe es requisito fundamental para alcanzar la salvación:
   el que creyere y fuere bautizado se salvará, y el que no creyere
 se  condenará (Mc. 16, 16; cfr. también Jn. 3, 18; Dz. 799
y 1793;  CIC, c. 748 & 1).
      
         No es difícil advertir la necesidad absoluta de 
la  fe  para alcanzar la vida eterna: resulta imposible una unión íntima
  con Dios eso es la vida eterna si no se da antes por la fe un primer contacto,
  una unión inicial.
      
         La fe es un conocimiento intelectual de las verdades reveladas
   por Dios pero que, sin embargo, se ha de plasmar después en actos
  concretos que la manifiesten: se ha de hacer vida.
      
         Así como el que carece de fe no se salva, tampoco 
 se  salva el que, teniendo fe, no la manifiesta con obras: “como el cuerpo 
 sin  el espíritu es muerto, así también es muerta la 
 fe sin  obras” (Sant. 2, 26).
      
        DEBERES QUE IMPONE LA FE
      
         La virtud de la fe que Dios nos ha dado, impone al hombre
  fundamentalmente  tres deberes: el deber de conocerla, el de confesarla
y  el de preservarla  de cualquier peligro.
      
       A. El deber de conocer la fe
      
         Todos los hombres, de acuerdo con cada uno a su propio 
estado   y condición, han de esforzarse por conocer las principales 
verdades   de la fe. 
      
         El apóstol San Juan nos dice expresamente “que
es  voluntad  de Dios que creamos en el nombre de su hijo Jesucristo” (I
Jn. 2, 23); y la Iglesia declara ese deber gravísimo (cfr. CIC, cc.
773, 774 & 2, Catecismo, n. 2087).
      
         Las verdades de la fe que a todo cristiano es necesario
 conocer,   son:
      
       1) los dogmas fundamentales, contenidos en el Credo;
      
       2) lo que es necesario practicar para salvarse: los Mandamientos de
 Dios   y de la Iglesia;
      
       3) lo que el hombre debe pedir a Dios: el Padrenuestro;
      
       4) los medios necesarios para recibir la gracia: los Sacramentos.
      
         Como es lógico, las personas con formación 
 intelectual  tienen mayor obligación de conocer la fe que los más 
 ignorantes;  y los padres o patrones tienen el deber de enseñarla 
a sus hijos o  empleados (cfr. 10.3.2 y 10.4.2).
      
       B. El deber de confesar la fe
      
       La virtud de la fe impone el deber de confesarla, y esto de una triple 
  manera:
      
       1) manifestándola con palabras o gestos;
      
       2) a través de las obras de la vida cristiana;
      
       3) por la práctica del apostolado.
      
       1) La manifestación con palabras de la fe se da, por ejemplo, 
 cuando   recitamos el Credo, pues ahí estamos haciendo una confesión 
   explícita de nuestra fe en las verdades fundamentales que Dios nos
   ha revelado.
      
         Al asistir a la Santa Misa, manifestamos la fe cuando
nos   persignamos,  nos arrodillamos en la consagración, etc.; todos
esos   actos están  impulsados por la fe: sin ella resultarían
incomprensibles   y ridículos.
      
       2) Pero la confesión de nuestra fe ha de manifestarse también 
   en las obras, en una vida cada vez más reciamente cristiana: ha 
de   haber una coherencia entre la doctrina -lo que creemos- y la vida -lo 
que   hacemos.
      
         La experiencia nos muestra que muchos hombres, por no
practicar    las obras que la fe prescribe, terminan por perderla, o al menos
vivir como   si no la tuvieran, cumpliéndose así aquellas palabras
de la   Sagrada Escritura: la fe sin obras es muerta (Sant. 2, 20).
      
         En determinadas circunstancias puede ser lícito 
ocultar   o disimular la fe, con tal de que eso no equivalga a una negación;
   p. ej., un sacerdote podría viajar disfrazado en época de
 persecución.
      
         Sin embargo, lo ordinario ser la manifestación
de  nuestra  fe en nuestra vida diaria, cotidiana, en nuestras palabras;
y si  llega a ser necesario, la confesión clara y explícita,
aun a costa de la propia vida. Nunca es lícito negar la fe.
      
       3) Ser consciente del gran don recibido de la fe que lleva a querer
 que   otros participen de él también plenamente, y esta acción
   propagadora se conoce como apostolado, catequesis o evangelización
   (ver 7.3.3).
      
       C. El deber de preservar la fe
      
         Siendo la fe un don tan grande, es obligatorio evitar
todo   lo que pueda ponerla en peligro, por ejemplo, ciertas lecturas o amistades,
   práctica de otras religiones, descuido del conocimiento de su verdad,
   etc. Y, al mismo tiempo, defenderla por medio del estudio y la formación,
   pidiendo consejo, etc.
      
         El deber de preservarla lleva a fortalecerla: la fe puede
  y  debe crecer en nosotros hasta llegar a ser intensísima, como
la   que  tuvieron los santos que vivían de ella: el justo vive de
la fe  (Rom.  1, 17).
      
         Nada más útil e importante para la vida
cristiana    que el ejercicio diario e intenso de nuestra fe, hasta que lleguemos
a poseerla   de tal modo viva y ardiente que sea el principio de todos nuestros
actos  y nos haga comenzar en la tierra, de alguna manera, la vida eterna
que nos  espera en el cielo. Los cristianos no deberíamos tomar ninguna
decisión,   si no es movidos e impulsados por la fe.
      
         Por otra parte, es frecuente que la transgresión
 continua   de la ley de Dios produzca en el pecador un enfrentamiento psicológico
   que le lleve a optar por una de estas dos soluciones: o el abandono del
 pecado,  o el rechazo de las verdades de la fe, con el objeto de justificar
 su comportamiento  inmoral.
      
         Por eso los cristianos -que reciben infusamente la fe
sobrenatural    en el sacramento del bautismo- cuando afirman tener problemas
de fe, generalmente    lo que tienen es problemas de conducta: “Ha seguido
el camino de la impureza,    con todo su cuerpo..., y con toda su alma. -Su
fe se ha ido desdibujando...    aunque bien le consta que no es problema
de fe” (Mons. J. Escrivá   de Balaguer, Surco, n. 837).
      
        PECADOS CONTRA LA FE
      
         Se puede pecar contra la fe por infidelidad, apostasía,
   herejía, aceptando dudas contra la fe, por no confesarla y por
exponerla    a peligros.
      
       A. Infidelidad: es la carencia culpable de la fe, ya sea total (ateísmo) 
   o parcial (falta de fe). A esa carencia culpable se llega:
      
        por negligencia en la propia instrucción religiosa;
      
       por rechazar o despreciar positivamente la fe después
de  haber  recibido suficientemente la instrucción;
      
       por haber cometido alguno de los otros pecados específicamente
   contrarios a la virtud de la fe.
      
         Este pecado es de los más grandes que se pueden 
cometer   y muy peligroso, porque supone el rechazo del principio y fundamento 
de la  salvación eterna: la fe es el comienzo, fundamento y raíz
 de  la justificación, señala el Concilio de Trento (cfr. Dz.
 801).
      
         No caen en este pecado los no cristianos que inculpablemente
   no han tenido noticia de la verdadera religión (cfr. Dz. 1068).
      
       B. Apostasía: es el abandono total de la fe cristiana recibida
  en  el bautismo; p. ej., los católicos que cambian de religión 
  o los que, sin cambiar formalmente, se han apartado completamente de la 
fe  católica cayendo en el racionalismo, el panteísmo, el marxismo, 
  la masonería, etc.
      
         Es un gravísimo pecado que conlleva la pena de
excomunión    (cfr. CIC, c. 1364). Nunca puede haber un motivo justo
para abandonar la   verdadera fe revelada: el que lo hace incurre, por tanto,
en pecado personal.
      
       C. Herejía: es el error voluntario y pertinaz contra alguna 
verdad    de fe. En realidad toda herejía, aunque sea parcial, coincide 
con   la apostasía porque, rechazada una verdad cualquiera de la fe, 
se  est rechazando su motivo formal, que es la autoridad de Dios que revela.
      
         La negación de una verdad religiosa no siempre
es  herejía;   para eso es necesario:
      
       1) que la verdad haya sido definida como dogma de fe, por que de otro
  modo  no hay herejía, aunque haya evidentemente un pecado contra
la  fe;
      
       2) que se niegue con persistencia, es decir, sabiendo que se va contra 
  las  enseñanzas de la Iglesia.
      
         La herejía es un pecado gravísimo que no 
admite   parvedad de materia: supone una injuria contra Dios y la Iglesia, 
así   como el desprecio de su autoridad. Conlleva la pena eclesiástica
 de  excomunión (cfr. CIC, c. 1364).
      
         La Iglesia, que es Madre, protege a los fieles denunciando 
  las principales herejías y errores; así lo ha hecho a lo largo
  de los veinte siglos de existencia sobre la tierra. Recordamos algunas
 de   las condenas recientes:
      
         En 1950, p. ej., el Papa Pío XII condena en su
Encíclica    “Humani generis” una serie de errores entre los que se
cuentan el evolucionismo    panteísta, el poligenismo, el materialismo
histórico y dialéctico,    el inmanentismo, el existencialismo,
el modernismo, el relativismo dogmático,    etc. (cfr. Dz. 2305 y
ss.).
      
         El mismo Papa condenó la llamada “moral nueva”
o  “de   situación”, que rechaza las normas de moralidad objetivas
y universales   (cfr. AAS 44 (1952), pp. 270-278 y 413-419).
      
         Anteriormente la Iglesia había condenado la masonería
   y otras sectas anticatólicas (cfr. AAS 16, 430; 17, 44). De modo
 particular  y repetidas veces ha condenado el socialismo marxista (cfr.
AAS  29 (1937),  65-106; AAS 50 (1958), 601-614; AAS 56 (1964), 651-653;
Dz. 1851,  1857, etc.).
      
         El Papa San Pío X condenó una serie de herejías
   agrupadas bajo la común denominación de “modernismo” (cfr.
  Dz. 2001-2065 a.).
      
         Más recientemente el Magisterio ha advertido las
 desviaciones   que implican ciertas formas de teología de la liberación
 tan   en boga en América Latina (cfr. Instrucción de la Sagrada
 Congregación  para la Doctrina de la Fe del 6-VIII-84).
      
         La Iglesia en épocas pasadas condenó con 
vigor   una herejía que se manifestaba en una acción de tipo 
práctico:   la cremación de cadáveres. La verdad de fe
que se impugnaba   era la resurrección de los cuerpos luego del juicio
final: reduciendo   el cadáver a cenizas, los herejes pretendían 
negar ese dogma,   pensando que así quedaba más patente la imposibilidad
de que   alguien resucitara con su propio cuerpo. Por ese motivo la Iglesia
prohibía   en el pasado la cremación. Con la nueva legislación
“la Iglesia   aconseja que se conserve la piadosa costumbre de sepultar el
cadáver   de los difuntos; sin embargo, no se prohíbe la cremación,
a  no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la doctrina cristiana”
  (CIC, c. 1176 & 3).
      
       D. Dudas contra la fe. A lo largo de nuestra vida podrán presentarse 
   sobre todo debido a la ignorancia dudas contra la fe, ya que el hombre 
ha   de creer lo que no ve ni comprende, y que muchas veces va contra los 
datos   de los sentidos: p. ej., que el pan consagrado es real y verdaderamente 
 el  Cuerpo de Cristo.
      
         Si estas dudas se rechazan con firmeza, por sumisión
   del entendimiento a Dios, haciendo actos explícitos de fe (por
ejemplo,    rezando un Credo), no son pecado y pueden ser fuente de méritos
para   la vida eterna. El pecado se da al admitir positivamente la duda de
fe.
      
         Para combatir las dudas de fe hay que procurar:
       
         acudir con prontitud al motivo de nuestra fe, recordando 
 que  creemos no por lo que veamos o comprendamos, sino porque confiamos en
 Dios  que ha revelado; instruirnos por medio de lecturas adecuadas y por
la petición  de consejo a personas competentes, por la asistencia a
medios de formación,  etc.; si son insistentes y molestas, habrá 
que despreciarlas poniendo  la mente en otra cosa, y repitiendo actos explícitos 
 de fe.
      
         La llamada duda metódica, que consiste en el examen 
  científico  de una dificultad presentada contra la fe, es lícita 
  con la debida  prudencia. El ánimo de consultar y estudiar a fondo 
  las cuestiones,  por parte de los especialistas que tienen la debida preparación, 
  facilita  el camino para un sólido y profundo conocimiento de la 
fe.
      
       E. Pecados por no manifestar exteriormente la fe. Pecan de esta manera 
  los  que ocultan su fe disimuladamente, lo que equivale a su negación. 
  Es cierto, como ya dijimos, que se puede ocultar la fe cuando no urge el 
 deber de confesarla, y de su confesión no se va a seguir ningún 
 provecho. Sin embargo, hay obligación de confesar la fe con la conducta 
 diaria a veces de modo expreso si es necesario, y el no hacerlo es pecado.
      
         Aquí cabe hablar del respeto humano, que consiste 
 en  la vergüenza de manifestar exteriormente la fe por miedo de la burla
  de los demás. Evidentemente supone cobardía ya que el hombre
  de carácter no tiene miedo a manifestar sus convicciones cuando
es   necesario y una débil fe, que hace más caso a los hombres
que  a Dios.
      
         No confesar la fe puede ser pecado mortal cuando:
      
       1) lleva a omitir preceptos graves (p. ej., el temor a decir a los 
amigos    con quienes se pasa el fin de semana que es domingo y desea ir a
Misa);
      
       2) va acompañado de desprecio a la religión y puede
causar    escándalo (p. ej., secundar las bromas o los ataques contra
las cosas   de Dios).
      
         El temor a manifestar nuestra fe se ver superado si tenemos
   muy presentes las palabras de Jesús cuando dice: “A quien me confesare
   delante de los hombres yo también lo confesaré delante de
 mi  Padre; mas el que me negare delante de los hombres, yo lo negaré
 delante  de mi Padre celestial” (Mt. 10, 32).
      
       F. Pecados por exponer a peligros la fe: con la actitud imprudente 
de  no  evitar todo lo que pueda hacerle daño a la fe. Esos peligros
 pueden   ser varios:
      
       a) Trato sin las debidas cautelas con quienes propaguen ideas o doctrinas 
   contrarias a la fe católica.
      
         Dentro de la jerarquía de bienes que un hombre
posee,    el don de la fe es el que antecede a los demás. Cualquier
otro interés    -afectivo, familiar, económico, de influencia,
etc-. ha de supeditarse    al bien superior de la fe. Existe, por tanto,
la obligación de evitar    el trato con aquellas personas que pueden
poner en peligro el don de la  fe;  por ejemplo, activistas del marxismo,
ministros de otros credos, propagandistas    del protestantismo, etc.
      
         El indiferentismo religioso (“es lo mismo una religión
   que otra, e incluso ninguna”) tan frecuente hoy en día en determinados
   ambientes, ocasiona que la fe se vaya debilitando paulatinamente, y puede
   llegar el momento en que se pierda por completo.
      
       b) Lectura de libros contrarios a la fe, que van dejando en nuestro
 interior   un ambiente insano de duda y prevención. Los libros, alimento
 de la  inteligencia, son siempre sembradores de ideas, y así como
los libros  sanos dejan ideas buenas, los perniciosos depositan una mala
semilla que luego va ahondando y creciendo en el alma.
      
         Los libros actúan en nuestro interior como el alimento
   en el cuerpo: insensiblemente y sin que lo podamos impedir, los alimentos
   que ingerimos se transforman en nuestra carne y en nuestra sangre.
      
         Así, de modo insensible, como por ósmosis, 
 las  ideas leídas se transforman en alimento de nuestra mente y van 
 determinando  nuestro modo de pensar y de juzgar los acontecimientos y las 
 cosas.
      
         Algunos libros están prohibidos por el derecho
natural;    otros puede prohibirlos la Iglesia, en ejercicio de su autoridad
pastoral.    Anteriormente existía el Indice -como se llamaba al Index
librorum    prohibitorum-, un compendio elaborado por la Santa Sede en el
que se recogían    algunas de las obras m s perniciosas para la fe
y la moral.
      
         La lectura de esos libros llevaba implícita una 
censura   eclesiástica que desapareció al ser abrogado el Indice, 
pero   queda vigente la prohibición, por ley natural, de leer esos 
libros,   ya que suponen un peligro de la fe del lector (cfr. AAS 58 (1966), 
455).
      
         Hay, por tanto, obligación de consultar antes de
 leer,   cuando los libros hacen relación a la fe o a las costumbres,
 para  evitar poner en peligro la fe o cuestionar la moral.
      
         Sobre las ediciones de la Sagrada Escritura, en vista
del   peligro  de interpretaciones subjetivas o heterodoxas, la Iglesia indica
 que “sólo  pueden publicarse si han sido aprobadas por la Sede Apostólica
  o por  la Conferencia Episcopal” (CIC, c. 825 & 1), con las notas aclaratorias
   necesarias y suficientes.
      
         Hay obligación, por tanto, de asegurar la ortodoxia 
  de las ediciones de la Biblia -ya sea completa, ya del Nuevo Testamento, 
 ya de los Evangelios- que se utilicen, analizando si tienen las debidas aprobaciones
  o consultando en caso de duda.
      
         Análogamente a las lecturas, podría suponer
  peligro  para la fe la indoctrinación de errores procedentes de
algún    otro medio: programas de radio o T.V., películas,
teatro, conferencias,    etc.
      
       c) Asistencia a escuelas anticatólicas o acatólicas: 
es  éste  otro peligro de perversión de la fe, como lo muestra
 la experiencia.  Sólo se tolera como un mal menor, con el consiguiente
  deber de los  padres de procurar la educación de los hijos en la
fe  cristiana (cfr.  CIC, c. 798).
      
       d) Negligencia en la formación religiosa, pues la ignorancia
 en  materia  de fe hace que ésta sea cada vez más débil 
 e ineficaz.  Como ya Vimos (cfr. 7.1.2.a), existe el deber de conocer -de 
 modo proporcionado  a las capacidades personales- las verdades de fe.
      
       LA ESPERANZA
      
        DEFINICION Y NATURALEZA DE LA ESPERANZA
      
         La esperanza es la virtud sobrenatural -infundida por
Dios   en el alma en el momento del bautismo- por la que tenemos firme confianza 
  en que Dios nos dará por los méritos de Jesucristo, la gracia
   que necesitamos en esta tierra para alcanzar el cielo.
    
      
         Un patente ejemplo de la esperanza es la actitud de Job
 ante   las múltiples desgracias que sufrió; en un mismo día
   sus bienes y sus rebaños fueron consumidos por el fuego o robados
  por los ladrones; sus siervos asesinados y sus hijos sepultados por las
ruinas   de una casa; él mismo cubierto de llagas desde la planta
de los pies   hasta la cabeza. En medio de tanta desgracia, sin embargo,
no dejaba de decir  a quienes se compadecían de él: creo que
mi Redentor vive, y que yo he de resucitar de la tierra en el último
día, y en mi carne ver‚ a mi Dios (Job 19, 25-26).
      
         El hombre que vive confiado en Dios, sabe que la gracia
 divina   le permite hacer obras meritorias, y que con esas obras merece
la  gloria  alcanzando de Dios la perseverancia. Es decir, sabe que Dios
ha prometido   el cielo a los que guardan sus mandamientos, y que El mismo
ayuda a los que  se esfuerzan en cumplirlos.
      
         Por eso la esperanza se basa fundamentalmente en la bondad 
  y poder infinitos de Dios, y en la fidelidad a sus promesas; secundariamente,
   en los infinitos méritos de Jesucristo, que alcanzó nuestra
   salvación con su muerte, y en la intercesión de la Santísima
   Virgen María y de los santos.
       
       De ahí que el sentido de la fe nos lleve a poner la esperanza 
 en  la Santísima Virgen María, a quien al rezar la Salve invocamos 
   con el dulce nombre de spes nostra, esperanza nuestra, ya que confiamos 
 firmemente  que, en su condición de Madre nuestra, de Corredentora 
 y Medianera  de todas las gracias, nos alcanzar de Dios la perseverancia 
final y la vida  eterna.
      
        NECESIDAD DE LA ESPERANZA
      
         La virtud de la esperanza es tan necesaria como la virtud
  de  la fe para conseguir la salvación: aquel que no confía
 llegar  a término abandona los medios que lo conducen a él.
 Por eso  en la vida terrena que es un caminar hacia el cielo, debemos cuidar
 y fomentar  esta virtud.
      
         San Pablo dice que por medio de nuestra esperanza seremos
  salvados,  y también: “no os entristezcáis del modo que suelen
  hacerlo  los demás hombres que no tienen la esperanza” (I Tes. 4,
 13).
      
         Es consolador para el cristiano recordar que Jesús, 
  al saber la muerte de Lázaro se dirige a Betania, la aldea donde 
vivía  éste con sus hermanas. Marta sale a recibirlo y le dice: 
“Señor,  si hubieses estado aquí no hubiera muerto mi hermano; 
aunque estoy  persuadida de que ahora mismo te conceder Dios cualquier cosa 
que le pidas”.  Jesús le contesta: “Tu hermano resucitar , a lo que 
responde Marta:  bien s‚ que resucitar en la resurrección en el último 
día.  Y es entonces cuando el Señor pronuncia esas palabras 
que son un sustento  para nuestra esperanza: Yo soy la resurrección 
y la vida; quien cree  en mí, aunque hubiera muerto, vivir ; y todo 
aquel que vive y cree  en mí no morir para siempre (Jn. 11, 21-26).
      
         La esperanza, sin embargo, no excluye un temor de Dios 
saludable,   ya que el hombre sabe que puede ser voluntariamente infiel a 
la gracia y  comprometer su salvación eterna.
      
         Se puede decir que Dios desea que un temor bueno acompañe
   a una firme esperanza; por eso Santo Tomás, al hablar de los dones
   del Espíritu Santo, no duda en adjudicar la esperanza al don de
temor   de Dios (cfr. S. Th., II-II, q. 19).
      
         Si examinamos la proporción que puede darse entre 
 la  esperanza y el temor, es posible decir:
      
       a) esperanza sin temor es presunción,
      
       b) esperanza con temor filial es esperanza real,
      
       c) esperanza con temor exagerado es desconfianza,
      
       d) temor sin esperanza es desesperación.
      
         Lo que al hombre se le pide es que, a pesar de sus muchos
  pecados,  confíe en el Señor, y recurra con constancia a
la   oración  y a los sacramentos, esforzándose por luchar
contra   sus defectos.
      
         No debe olvidarse que Dios es misericordioso porque el 
hombre   es miserable, ya que la misericordia no puede existir donde no hay 
miseria   que socorrer.
      
       PECADOS CONTRA LA ESPERANZA
      
         Hay tres maneras de pecar contra la esperanza: por desesperación, 
   por presunción y por desconfianza.
      
       A. La desesperación, consiste en juzgar que Dios ya no nos
perdonar    los pecados y no nos dar la gracia y los medios necesarios para
alcanzar   la salvación.
      
         Es el pecado de Caín al decir Mi iniquidad es demasiado
   grande para que obtenga el perdón (Gen. 4, 13); y también
 el  pecado de Judas que, al ahorcarse, deja ver que no confía en
obtener    el perdón de Dios (cfr. Mt. 27, 3-6).
      
         La desesperación es pecado gravísimo porque
  equivale  a negar la fidelidad de Dios a sus promesas y su infinita misericordia,
  y  porque muy fácilmente puede conducir a todo exceso, aun al suicidio.
      
         Son muchos y muy expresivos los textos de la Sagrada Escritura
   que nos animan a confiar en Dios, a pesar de nuestros pecados; p. ej.:
cuantas   veces el hombre se arrepintiere de sus faltas, no me acordar‚ de
sus iniquidades.   ¿Qué quiero sino que el hombre se salve
y viva? (Ez. 18, 21-24).
      
         Recordaremos también el perdón concedido 
a  San  Pedro (cfr. Lc. 22, 55-62) y a la mujer pecadora (cfr. Lc. 7, 36-50) 
 después  de sus faltas, o la par bola del hijo pródigo (cfr. 
 Lc. 15, 11-32)  y el Buen Pastor (cfr. Lc. 15, 1-7), y veremos que tenemos 
 motivos m s que   suficientes para no desesperar a la bondad y misericordia 
 divinas.
      
         Santo Tomás afirma que la desesperación
procede    ordinariamente de dos pecados capitales:
      
       1) de la lujuria y los demás deleites corporales de ahí
  el  peligro de apegamiento a los bienes materiales, que hunden al hombre
 cada  vez más en el barro de la tierra, produciendo en su alma el
fastidio  de las cosas espirituales y ultraterrenas “qué aburrido”;
      
       2) de la pereza o acedia, que abate fuertemente el espíritu 
y  le  quita las fuerzas para continuar la lucha contra los enemigos de la 
salvación,    empujándole, por lo mismo, a desesperar por conseguirla.
      
       B. La presunción, es un exceso de confianza que nos hace esperar
   la vida eterna sin emplear los medios previstos por Dios; es decir, sin
 la  gracia ni las buenas obras. Su causa principal es el orgullo.
      
         Las diversas formas de pecar por presunción son:
      
       1) los que esperan salvarse por sus propias fuerzas, sin auxilio de
 la  gracia,  como los pelagianos;
      
       2) los que esperan salvarse por la sola fe, sin hacer buenas obras,
 como   los luteranos;
      
       3) los que dejan la conversión para el momento de la muerte,
 a  fin  de seguir pecando;
      
       4) los que pecan libremente por la facilidad con que Dios perdona;
      
       5) los que se exponen con demasiada facilidad a las ocasiones de pecar,
   presumiendo poder resistir a la tentación.
      
         La presunción, que es una confianza sin fundamento, 
  y por tanto excesiva y falsa, es un pecado grave porque es un abuso de la
  misericordia divina y un desprecio de su justicia.
      
         La Sagrada Escritura la condena severamente: No digáis:
   la misericordia de Dios es grande, porque tan pronta como su misericordia
   est su ira; y con ésta tiene los ojos fijos en el pecador (Eclo.
 5,  6).
      
       C. La desconfianza, es el caso de quien, sin perder por completo la
 esperanza   en Dios, no confía suficientemente en su misericordia
y fidelidad.
      
         La desconfianza se origina por los obstáculos y 
dificultades   en la práctica de la virtud, que llevan a caer frecuentemente 
en el  pecado.
      
         También se puede originar por el cansancio en lucha 
  contra las tentaciones. Se olvida el alma que es Dios con su Omnipotencia 
  infinita quien salva, por graves y frecuentes que sean las acechanzas del 
  demonio.
      
         Cuando la desconfianza tiene por causa el no dudar de
la  misericordia  divina, sino los muchos pecados cometidos, tiene cierta
justificación.    Pero si es excesiva y no encuentra contrapeso en
la bondad de Dios, lleva    necesariamente a pecar contra la esperanza.
      
        LA CARIDAD
      
        DEFINICIONES Y EXCELENCIA DE LA CARIDAD
      
         La caridad es la virtud sobrenatural infusa por la que 
amamos   a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a nosotros 
mismos  por amor a Dios.
    
      
         Tiene, por tanto, un doble objeto, Dios y el prójimo,
   aunque un solo motivo, porque amamos a Dios por sí mismo y al prójimo
   por amor a Dios.
      
         La caridad es la más excelente de todas las virtudes,
   y esto por tres razones:
      
       1) Por su misma bondad intrínseca, pues es la que más
 directamente   nos une a Dios. Santo Tomás explica que la fe nos
une  a Dios `mentaliter",   por un acto de aprehensión del alma, y
que la caridad, en cambio,  nos une a El `corporaliter", haciéndonos
parte  de Dios mismo, dándonos   su misma vida (cfr. S. Th., III,
q. 69, a. 5, ad. 1).
      
       2) Porque es necesario que sea la caridad la que dirija y ordene a 
Dios   todas las demás virtudes, que sin ellas estarían como 
muertas   e informes. “La caridad es la forma, el fundamento, la raíz 
y la madre  de todas las demás virtudes” (S. Th., II-II, q. 24, a. 
8). “Ni el don de lenguas, ni el don de la fe, ni otro alguno dan vida si 
falta el amor.  Por más que a un cadáver se le vista de oro 
y de piedras preciosas,  cadáver sigue” (S. Tomás de Aquino, 
“Sobre la caridad”, en Escritos de Catequesis, Ed. Palabra, Madrid, 1979).
      
         Una virtud aislada de la caridad no agrada a Dios. Por 
ejemplo,   sería el caso de aquel que tuviera la virtud de la diligencia 
pero   que la usara para su vanagloria o sólo para beneficios materiales;
   o el caso de quien fuera cortés y atento pero para fines perversos,
   etc.
      
       3) Porque no termina con la vida terrena, ya que el amor no pasa,
no  tiene   nunca fin, puesto que constituye el contenido esencial de la
vida  eterna.
      
         Santo Tomás señala atinadamente (S. Th., 
I-II,   q. 114, a. 4) que aquí la caridad es ya un comienzo de la vida
eterna,   y la vida eterna consistir en un acto ininterrumpido de la caridad.
      
         Ahora permanecen estas tres virtudes: la fe, la esperanza
  y  la caridad, pero de las tres, la caridad es la más excelente
de   todas  (I Cor. 13, 13; cfr. también 13, 8).
      
        EL AMOR A DIOS
      
       A. Naturaleza del amor a Dios
      
         En la Sagrada Escritura Nuestro Señor Jesucristo
 afirma   de manera clara y terminante que el primero y mayor de todos los
 mandamientos   es el de la caridad para con Dios:
      
         “Amarás al Señor tu Dios: con todo tu corazón,
   con toda tu alma y con toda tu mente” (Mt. 22, 37-38; cfr. también
   Deut. 6, 4-9 que ayuda a darse cuenta de la importancia que tiene este
precepto   desde siempre e I Cor. 13, 1ss., Mc. 12, 29ss., Lc. 10, 27, etc.)
      
         Las razones por las que el hombre debe amar a Dios sobre 
 todas  las cosas son:
      
       1) Porque Dios es el Sumo Bien, infinitamente perfecto, bueno y amable.
   Como el objeto del amor es el bien, y Dios es el Sumo Bien, Dios es el
objeto   máximo del amor.
      
       2) Porque El nos lo manda, y recompensa este amor con un premio eterno 
  e  infinito.
      
       3) Por los múltiples beneficios que nos otorga, y que hacen 
decir    a San Agustín: “Si antes vacilábamos en amarle, ya 
no vacilaremos    ahora en devolverle amor por amor”.
      
         Ese sumo amor que Dios pide al hombre, lo puede ser de 
tres   modos:
      
       1) apreciativamente sumo, cuando el entendimiento comprende que Dios 
 es  el mayor bien, y la voluntad lo acepta así;
      
       2) sensiblemente sumo, cuando nuestro corazón así lo 
siente;
      
       3) efectivamente sumo, cuando se lo demostramos con nuestras acciones.
      
         Es necesario que el amor a Dios sea apreciativa y efectivamente
   sumo, aunque no es necesario que lo sea sensiblemente, por que las realidades
   físicas pueden afectar más fuertemente nuestra sensibilidad
   que las espirituales, y así p. ej., podemos sentir m s dolor sensible
   por la muerte de un ser querido que por un pecado mortal.
      
       B. Pecados contra el amor a Dios
      
       “Se puede pecar de diversas maneras contra el amor de Dios”.
      
       - la indiferencia descuida o rechaza la consideración de la 
caridad    divina; desprecia su acción previniente y niega su fuerza,
      
       - la ingratitud omite o se niega a reconocer la caridad divina y devolverle 
   amor por amor,
      
       - la tibieza es una vacilación o negligencia en responder al
 amor   divino; puede implicar la negación a entregarse al movimiento
 de la  caridad,
      
       - la acedia o pereza espiritual llega a rechazar el gozo que viene 
de  Dios  y a sentir horror por el bien divino,
      
       - el odio a Dios tiene su origen en el orgullo; se opone al amor de
 Dios   cuya bondad niega y lo maldice porque condena el pecado e inflinge
 penas  (Catecismo, n. 2094).
      
        EL AMOR AL PROJIMO
      
       A. Naturaleza del amor al prójimo
      
         El amor al prójimo es una virtud sobrenatural que 
 nos  lleva a buscar el bien de nuestros semejantes, por amor a Dios. No es,
 por  tanto, un afecto puramente natural, sino que procede de la gracia sobrenatural.
      
         Por ser sobrenatural, el amor al prójimo hace que 
 nos  demos cuenta de que todos los hombres somos hijos de Dios: sois todos 
 hermanos,  porque no tenéis más que un solo Padre que est en
 los cielos  (Mt. 23, 8-9); y por tanto, miembros de Cristo: nosotros, aunque
 muchos, no somos sino un solo cuerpo con Cristo, y somos miembros unos de
 otros (Rom.  12, 5).
      
         Nuestro amor a los demás debe reunir cuatro características. 
   Ha de ser:
      
       1) sobrenatural; pues, como ya dijimos, no amamos a otro porque sea
 éste   o aquél, sino por amor a Dios, porque todo prójimo
 es hijo  suyo (cfr. S. Th., II-II, q. 103, a. 3);
      
       2) universal: debemos amar a todos los hombres sin excepción; 
 es  ésta la característica propia y distintiva del discípulo
   de Cristo (cfr. Jn. 13, 35);
      
       3) ordenado: ha de amarse más al que, por diversos motivos, 
está    más cercano a nosotros; p. ej., ha de amarse más 
a la esposa    que a la hermana, más a los hijos que a los amigos, 
etc.; o bien  al  que está en más grave necesidad material o
espiritual, p. ej.,  el hijo enfermo necesita más amor que los demás;
      
       4) ha de ser no sólo externo sino también interno, procurando 
   evitar toda aversión o malquerencia hacia nadie.
      
         Como norma de nuestro amor a los demás, Cristo
nos   pide  que actuemos con los otros como quisiéramos que ellos
actuaran   con  nosotros (cfr. Mt. 7, 12).
      
         De aquí procede la ausencia de motivos interesados
  en  la caridad cristiana, y también la negatividad de grupos cerrados
  sean del tipo que sean, de clases o nacionalismos, que miran a intereses
 sectarios.
      
         Por eso la caridad cristiana debe extenderse incluso a 
nuestros   enemigos, siguiendo en esto el ejemplo de Cristo, que en la Cruz 
pide a su  padre perdón por quienes lo han mandado matar (cfr. Lc. 
23, 34). Señalaba  San Gregorio Magno: “se os ha enseñado que 
fue dicho: amar s a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero 
yo os digo: amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced 
bien a los que os odian y orad por los que os maltratan y persiguen... Como 
nos hace ver el evangelio, hay una cosa decisiva que pone a prueba la caridad: 
amar a aquél mismo que nos es contrario” (Hom. 2 sobre los evang.).
      
       B. Las obras de misericordia
      
         El amor al prójimo es eficaz cuando lleva a practicar
   las obras de misericordia: sólo es verdadera la caridad si se traduce
   en realidades concretas.
       
         De tal modo es necesario ponerlas en práctica,
que   Nuestro  Señor Jesucristo hace depender de ellas la sentencia
de salvación   o de condenación eterna: cfr. Mt. 25, 34-43.
      
         Aun cuando todo lo que se hace por el prójimo a 
impulsos   de la caridad es una obra de misericordia, el Catecismo de la Iglesia
Católica   (n. 2447) señala las siguientes a modo de ejemplo:
      
       Obras de misericordia espirituales:
      
      - Instruir
      
       - Aconsejar
      
       - Consolar
      
       - Confortar
      
       - Perdonar
      
       - Sufrir con paciencia
      
       Obras de misericordia corporales:
      
       - dar de comer al hambriento
      
       - dar techo al que no lo tiene
      
       - vestir al desnudo
      
       - visitar a los enfermos y a los presos
      
       - enterrar a los muertos
      
         Entre los actos de amor al prójimo, los de orden
 m  s  elevado son los que hacen referencia a la caridad espiritual. Por
eso,   sin  dejar de dar el debido peso a las obras de caridad materiales,
el cristiano    ha de practicar con esfuerzo, especialmente las espirituales,
sobre todo   la corrección fraterna, el apostolado y la oración
por todos   los hombres. Nos detendremos a continuación en las dos
primeras.
      
       a) La corrección fraterna
      
       Es la advertencia hecha a otro, para que se abstenga de algo ilícito 
   o perjudicial.
      
         Supone una obligación de caridad, fundamentada: 
el  derecho  natural si tenemos el deber de ayudar al prójimo en sus
 necesidades   corporales, con más razón la tendremos en sus
 necesidades espirituales;  en el derecho divino, pues está mandada
 por Dios: Si tu hermano peca,  ve y corrígele a solas... (Mt. 18,
15).
      
         La gravedad de este deber es proporcional a la gravedad
 de  la falta que haya que corregirse, y a la posibilidad de apartar al prójimo
   de su pecado.
      
         El que estuviere moralmente seguro de poder apartar al 
prójimo   de una falta grave con la corrección fraterna y la 
omitiera por cobardía,   por vergüenza, por miedo a la reacción 
del otro, etc., cometería   pecado mortal.
      
         Hay que procurar salvar la fama del corregido, haciendo
 en  privado la advertencia -cara a cara, con lealtad-, sin caer en indirectas 
  o ironías que son ineficaces. Si se tiene duda de la oportunidad 
o  del modo de hacerla, es conveniente consultar con personas de criterio.
      
       b) El apostolado
      
         La expresión `apostolado" designa la obligación
   de todo bautizado de promover la práctica de la vida cristiana.
      
         Ha de notarse que se trata de una obligación, de
 un  verdadero deber, y no de un consejo más o menos recomendable.
      
         El fundamento teológico de esta obligación 
 se  encuentra en la participación de todos los fieles en el sacerdocio
   de Cristo, que el sacramento del bautismo imprime en el alma del cristiano
   (cfr. I Pe. 2, 9; Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium; Decr. Apostolicam
   actuositatem, etc.) y que la capacita para colaborar con Jesucristo en
la   redención del mundo. Por eso dice el Concilio Vaticano II que
“la  vocación cristiana es, por su misma naturaleza, vocación
al  apostolado” (Decr. Apostolicam actuositatem, n. 3).
      
         Por esta razón, su abstención voluntaria 
y  absoluta  daría lugar a un verdadero pecado de omisión contra 
 la caridad  fraterna.
      
         El apostolado no se exige a todos en el mismo grado, sino
  que  ha de ser realizado de acuerdo a los personales dones que cada uno
recibe   de Dios.
      
         Por ello, mientras más formación cristiana 
 se  reciba en la familia, en la escuela, etc., y mientras mayores sean las 
 gracias  que Dios da a las almas, mayor también es la obligación 
 del  apostolado.
      
         Todo cristiano tiene el deber de practicarlo, al menos,
 en  el propio ambiente: la familia, la escuela, la oficina, con los amigos, 
 en  las diversiones, etc.
      
         Además de ser una exigencia del amor al prójimo,
   es una exigencia del amor a Dios: es imposible amar a Dios sin querer
y  procurar  que todos lo amen y glorifiquen.
      
         “Vos estis lux mundi” (Mt. 5, 14)... “vosotros sois la 
luz   del mundo” dijo Jesús a sus seguidores. Hemos de infundir en 
el ánimo   de los cristianos más tímidos el necesario 
valor para pelear   contra la tiranía del respeto humano, de las modas 
y ambientes, o  de las persecuciones legales... Hacen falta hoy en día 
cristianos decididos, que no tengan temor de hablar y de comportarse según 
sus firmes convicciones... Así reformaron los santos las costumbres 
de sus tiempos. Así van constituyendo grupos consistentes de cristianos
 que saben vivir y hacer respetar sus prácticas religiosas, y que
arrastran  en pos de sí a los que antes vacilaban. No cabe, por tanto,
ningún  tipo de compromiso con lo que se opone a Dios, ni ceder en
lo que no es posible  ceder para congraciarnos con alguien.
      
       C. Pecados contrarios al amor al prójimo
      
         Además de los pecados de omisión -p. ej.,
 el  no cumplir las obras de misericordia que podamos hacer-, se puede quebrantar
   la caridad hacia los demás con pecados de odio, maldición,
  envidia, escándalo y cooperación al mal.
      
       a) El odio, que consiste en desear el mal al prójimo o porque 
 es  nuestro enemigo -odio de enemistad- o porque nos es antipático 
 -odio  de aversión.
      
         En este sentido, la antipatía natural que podemos 
 sentir  hacia una persona no es pecado sino cuando es voluntaria o nos dejamos 
 llevar  por ella, ya que equivale a la aversión. Lo que va en detrimento
  de  la verdadera caridad no es sentir simpatías o antipatías,
  sino  mostrarlas externamente haciendo acepción de personas.
      
         El odio es de suyo pecado mortal –“el que aborrece a su
 hermano   es un homicida” (I Jn. 3, 15)-, aunque admite parvedad de materia.
      
       b) La maldición es toda palabra nacida del odio o de la ira,
 que   expresa el deseo de un mal para nuestro prójimo. Es de suyo
pecado   grave, aunque excusa de él la imperfección del acto
o la parvedad   de materia.
      
         Su malicia depende del odio con que se diga, de la advertencia
   al hacerlo y de la persona a quien se maldiga.
      
       c) La envidia “es el disgusto o tristeza ante el bien del prójimo” 
   (S. Th., II-II, q. 36, a. 1), considerado como mal propio, porque se piensa 
   que disminuye la propia excelencia, felicidad, bienestar o prestigio. La
  caridad, por el contrario, se alegra del bien de los demás y une
las  almas, mientras que la envidia entristece y con frecuencia corrompe la
amistad.
      
         La envidia nace generalmente de la soberbia (cfr. S. Th.,
  II-II,  q. 36, a. 4, ad. 1), dándose sobre todo en aquellos que
desean   desordenadamente  un honor, ansiosos de consideraciones y alabanzas.
Suele   darse entre personas  de la misma condición social, intelectual,
etc.;  pocas veces entre  los de condición muy desigual (cfr. S. Th.,
II-II,  q. 36, a. 1, ad.  2 y ad. 3).
      
         Es un pecado capital porque es origen de muchos otros: 
el  odio,  la murmuración, la detracción, el gozo en lo adverso
  para los  demás, el resentimiento, etc.
      
       Sentir envidia es síntoma de que el hombre necesita ejercitarse
   en el desprendimiento de los bienes materiales y de la necesidad de crecer
   en humildad. Además de ejercitarse en estas dos virtudes, para
luchar    contra la envidia es conveniente realizar obras de caridad con
las mismas    personas a las que se envidia.
      
       d) El escándalo es toda acción, palabra u omisión 
  que  se convierte para el prójimo en ocasión de pecar; p. 
ej.  incitar  al robo, mostrar revistas o películas pornográficas, 
  fomentar  odio entre dos personas, etc.
      
         Por ser causa de condenación para las almas (a
aquel    que hace que otro peque puede resultarle imposible convertirlo),
el escándalo    es pecado gravísimo según lo manifiestan
las palabras mismas    del Señor: “Quien escandalizare a uno de estos
pequeños que    creen en mí, más le valdría que
se le suspendiera al   cuello una piedra de molino y fuese arrojado al mar.
Ay del mundo por   los escándalos! Porque forzoso es que vengan
escándalos, pero   ay del hombre por quien el escándalo
viene!” (Mt. 18, 6-8).
      
       El escándalo es:
      
       - directo: si se realiza con la expresa intención de hacer
pecar    a otro. Se llama también escándalo diabólico;
      
       - indirecto: si se produce sin mala intención, pero a pesar 
de  eso  arrastra a los demás al pecado.
      
         Es muy importante tener en cuenta que siempre hay obligación
   en conciencia de reparar el escándalo. Si el escándalo fue
  público, hay que repararlo públicamente, ya sea por escrito,
  ya ante testigos. Si fue privado, habrá que tratar de impedir que
 la persona escandalizada cometa el pecado.
      
         Además, en lo posible hay que reparar los malos 
efectos   que produjo el escándalo (desdiciendo la calumnia, retirando 
las revistas,  cambiando de vida, dando buen ejemplo, etc.).
      
         La gravedad del escándalo depende de las diversas 
 circunstancias:   la materia del pecado, el grado de influencia que tiene 
 quien escandaliza,   la publicidad que se le dé, etc.
      
         Actualmente las formas m s frecuentes de escándalo
  se  encuentran en la difusión de pornografía, en las campañas
   antinatalistas, en la corrupción propiciada por funcionarios públicos,
   en la difusión de ideas anticristianas o inmorales en los medios
 de  comunicación social-películas, televisión, revistas,
   etc-., en las modas, etc.
      
       e) La cooperación al mal es la participación en el acto
  malo  realizado por otra persona; puede ser:
      
       - formal: cuando se concurre a la mala acción y a la mala intención;
      
       - material: cuando sólo se ayuda a la mala acción, sin 
 intención   de hacer el mal.
      
         Se distingue del escándalo porque en éste
 no  se concurre al pecado del prójimo, sino se induce a él.
 En la cooperación al mal, el sujeto ya está decidido a cometer 
 el pecado; en el escándalo se induce a la caída del prójimo
   que no estaba todavía decidido a pecar. P. ej., coopera al mal
en   el aborto el fabricante de productos abortivos; es ocasión de
escándalo    para la madre aquel que la convenció que abortara.
      
         Nunca es lícita la cooperación formal, porque
   es equivalente a la aprobación del mal. La cooperación material
   es de suyo ilícita, aunque pueda haber casos en que sea permitida,
   si se cumplen las reglas del voluntario indirecto (ver 2.4).
      
         P. ej., sería lícita la cooperación 
 al  mal que prestaría la secretaria del médico al hacer la 
receta  solicitando anticonceptivos: su cooperación es sólo 
material,  y perder el empleo supondría una causa grave para hacerlo.
      
       f) Otros pecados: la contienda altercado violento con palabras, la 
riña,    la guerra injusta y la sedición (bandas de fascinerosos, 
hechos de   vandalismo, etc.).
      
        LA VIRTUD DE LA RELIGION
      
        DEFINICION
      
         La religión es la virtud que nos lleva a dar a
Dios   el culto debido como Creador y Ser Supremo.
      
         Dios es para el hombre el único Señor. Lo
 ha  creado y lo cuida constantemente con su Providencia: la existencia,
y  cuanto  es o posee, lo ha recibido de El. En consecuencia, el hombre tiene
 con Dios   unos lazos y obligaciones que configuran la virtud de la religión.
      
        EL CULTO
      
         Esos lazos y obligaciones que mencionamos arriba se concretan
   primariamente en la adoración y alabanza a Dios, y es lo que se
conoce   como culto.
      
       A. Cultos interno y externo
      
         A la virtud de la religión pertenecen principalmente
   los actos internos del alma, por los que manifestamos nuestra sumisión
   a Dios, y que se llama culto interno.
      
         El culto interno se rinde a Dios con las facultades del
 entendimiento   y la voluntad, y constituye el fundamento de la virtud de
 la religión,   pues los que adoran a Dios deben adorarlo en espíritu
 y en verdad  (Jn. 4, 24).
      
         En otras palabras, sería inútil e hipócrita
   el culto externo si no fuera precedido por el interno: “Este pueblo me
honra   con sus labios, pero su corazón está lejos de mí”
(Mt.   15, 8).
      
         Entre los principales actos de culto interno están:
      
       1) la devoción, que es la prontitud y generosidad ante todo 
lo  referente  al servicio de Dios;
      
       2) la oración, que es levantar el corazón a Dios para
 adorarlo,   darle gracias, implorar perdón y pedir lo que necesitamos.
      
         Pero no basta el culto interno: se precisan también 
  actos externos de adoración: participar en la Santa Misa, arrodillarse 
  ante el Sagrario, asistir con piedad a las ceremonias litúrgicas... 
  Este culto externo es necesario también porque:
      
       a) Dios es Creador no sólo del alma sino también del 
cuerpo,    y con ambos debe el hombre reverenciarlo;
      
       b) está en la naturaleza del hombre manifestar por actos externos
   sus sentimientos internos. El culto interno, sin el externo, decae y languidece;
   por exigir la naturaleza humana a -un tiempo material- y espiritual la
necesidad   de rendir culto externo, la Iglesia condenó como herética 
 la  proposición de Miguel de Molinos (1628-1696) que consideraba imperfecto
   e indigno de Dios todo rito sensible de alabanza, queriendo reducirlo
a  lo  interno y espiritual (cfr. Dz. 1250).
      
       B. Cultos de latría, de dulía y de hiperdulía
      
         El culto en sentido estricto se le tributa sólo 
a  Dios  por su excelencia infinita, aunque podemos también tributarlo 
 indirectamente  a los santos, en virtud de la estrecha unidad que tienen 
con Dios. Es por  eso que el culto puede ser:
      
       1) de latría o adoración: es el que se rinde únicamente 
   a Dios en reconocimiento de su excelencia y de su dominio supremo sobre 
 todas  las criaturas.
      
       Con este tipo de culto se honra a la Sagrada Eucaristía;
      
       2) de dulía o veneración: es el que se tributa a los 
santos,    en reconocimiento de su vida de entrega y unión a Dios.
      
         Este culto es consecuencia inmediata del dogma de la comunión
   de los santos. En efecto, si nos podemos comunicar con los bienaventurados
   del cielo, ¿por qué no honrarlos?; ¿por qué
 no  invocar su patrocinio? Si es lícito encomendarnos a las oraciones
  de los fieles vivos (“orad unos por los otros para que os salváis”,
  Sant. 5, 16); ¿por qué no lo ha de ser encomendarnos a los
 santos, que son amigos de Dios y El mismo ha glorificado?.
      
         Se ve, pues, que la condenación de este culto que 
 hacen  los protestantes no est de acuerdo con el dogma de la comunión 
 de los santos ni con la Sagrada Escritura;
      
       3) de hiperdulía o especial veneración: es el que se 
rinde    a María Santísima, reconociendo así su dignidad 
de  Madre  de Dios.
      
         Por ser criatura, no se le puede rendir culto de adoración;
   pero por ser la más excelente de todas las criaturas por encima
de   todos los ángeles y santos se le rinde culto de especial veneración. 
   El fundamento clave para entender el culto eminente tributado a María 
   Santísima es el hecho de haber engendrado al Verbo Eterno, Jesucristo 
   Nuestro Señor, y ser por ello verdaderamente Madre de Dios.
      
         La legislación eclesiástica señala
 que   con el fin de promover la santificación del pueblo de Dios,
la Iglesia   recomienda a la peculiar y filial veneración de los fieles
 a la Bienaventurada   siempre Virgen María, Madre de Dios, a quien
 Cristo constituyó   Madre de todos los hombres (CIC, c. 1186).
      
         Por eso los cristianos reverenciamos las imágenes 
 de  la Virgen, de los ángeles y los santos, y conservamos con veneración
   las reliquias de estos últimos. Honrando las imágenes y
reliquias    honramos a quienes representan o de quienes son.
      
         Los protestantes atacan el culto a María y a los
 santos   afirmando que Cristo es el único mediador y, por tanto,
no  hay necesidad   de otros mediadores: Uno es Dios, y uno es el mediador
entre  Dios y los hombres,  Jesucristo (I Tim. 2, 5).
      
         La palabra mediador, sin embargo, tiene dos sentidos:
significa    redentor, y en este sentido, sólo se aplica a Jesucristo
que nos  redimió  ofreciendo al Padre sus propios méritos;
y significa  también  intercesor, y en este sentido la Santísima
Virgen y los Santos son  intercesores, ya que ruegan a Dios por los hombres.
      
        PECADOS CONTRA LA VIRTUD DE LA RELIGION
      
       
       Los pecados específicos contra esta virtud son de dos
clases:   por exceso (la superstición) y por defecto (la irreligiosidad).
      
         Parecería un contrasentido pecar `por exceso" contra
   la virtud de la religión, como si el hombre pudiera excederse en
 el  culto a Dios. En realidad, más que un exceso propiamente dicho,
 se  trata de una deformación cualitativa, es decir, del pecado que
 se comete cuando se ofrece un culto divino a quien no se debe, o a quien
se debe, pero de modo impropio (S. Th. II-II, q. 92, a. 1).
      
       A. La superstición
      
       De acuerdo a lo que acabamos de decir, la superstición adopta 
 dos   modalidades:
      
       1) el culto indebido a Dios;
      
       2) el culto a un falso dios, o lo que es igual, el culto a las criaturas.
      
       1. El culto indebido a Dios
      
         De dos maneras puede ofenderse a Dios con un culto indebido:
      
       1.a. Culto vano o inapropiado: consiste en la adulteración
del   verdadero  culto por introducción de elementos extraños,
realizándose    ceremonias absurdas, extrañas o ridículas
que desdicen del   decoro y dignidad del culto a Dios.
      
         “Si las cosas que se hacen (en el culto) no se ordenan 
de  suyo  a la gloria de Dios, ni elevan nuestra mente a El, ni sirven para
 moderar   los apetitos de la carne, o si contrarían las instituciones
 de Dios   y de la Iglesia... todos estos actos han de considerarse como
superfluos   y supersticiosos” (S. Th. II-II, q. 93, a. 2).
      
         Por ello la Iglesia siempre ha velado por la digna celebración
   del culto, y el cumplimiento de esas normas obliga sub gravi.
      
         De ahí que cuando un ministro -bajo pretexto de 
`espontaneidad",   `acercamiento a la comunidad", o cualquier otro-, varía 
estas normas,   actúa arbitraria e ilícitamente (cfr. CIC, c.
838).
      
       1.b. Culto falso, que consiste en simular el verdadero culto a Dios, 
 buscando   inducir a engaño.
      
         Es culto falso, por ejemplo, el que haría quien 
pretendiera   celebrar Misa sin ser sacerdote, el que propague falsas revelaciones 
o milagros,   el que ponga a la veneración reliquias falsas, etc.
      
       2. El culto indebido a las criaturas
      
         Se cae en este pecado con toda actividad que directa o 
indirectamente   intenta divinizar alguna criatura, de la que se pretenden 
conocimientos y  bienes que sólo Dios puede conceder.
      
         Puede adoptar las formas de idolatría, adivinación,
   espiritismo, magia, vana observancia y otras.
      
         Muy variadas expresiones adquieren los elementos extraños
   que se introducen en el culto al Dios verdadero: desde el empleo de aspectos
   culturales prehispánicos en el culto católico, hasta la
inclusión    de prácticas ridículas (p. ej., las `cadenas"
de cartas que    supuestamente hay obligación de enviar) en la devoción
a los   santos.
      
       2.a. Idolatría: consiste en tributar directamente culto de
adoración    a una criatura. Es un pecado gravísimo que Dios
condena severamente    en la Sagrada Escritura (cfr. Ex. 22, 20), porque
se considera inexcusable    (cfr. Sab. 13, 8), es decir, nunca est permitido,
ni siquiera para evitar    la muerte, adorar a dioses falsos.
      
         “La idolatría no se refiere sólo a los cultos
   falsos del paganismo. Es una tentación constante de la fe. Consiste
   en divinizar lo que no es Dios. Hay idolatría desde el momento
en   que el hombre honra y reverencia a una criatura en lugar de Dios. Trátese
   de dioses o de demonios (por ejemplo, el satanismo), de poder, de placer,
   de la raza, de los antepasados, del Estado, del dinero, etc. `No podéis
   servir a Dios y al dinero", dice Jesús (Mt. 6, 24). Numerosos mártires 
   han muerto por no adorar a `la Bestia" (cfr. Ap. 13-14), negándose 
   incluso a simular su culto. La idolatría rechaza el único 
 Señorío  de Dios; es, por tanto, incompatible con la comunión 
 divina” (Catecismo,  n. 2113).
      
       2.b. Adivinación: Dios puede revelar el porvenir a sus profetas 
  o  a otros santos. Sin embargo, la actitud cristiana justa consiste en entregarse
   con confianza en las manos de la providencia en lo que se refiere al futuro
   y en abandonar toda curiosidad malsana al respecto (Catecismo, n. 2115).
      
         Por ello, todas las formas de adivinación deben 
rechazarse:   el recurso a Satán o a los demonios, la evocación 
de los muertos,   y otras prácticas que equivocadamente se supone `desvelan"
el porvenir   (cfr. Dt. 18, 10; Jr. 29, 8). La consulta de horóscopos,
 la astrología,   la quiromancia, la interpretación de presagios
 y de suertes, los fenómenos  de visión, el recurso a `mediums"
 encierran una voluntad de poder sobre el tiempo, la historia y, finalmente,
 los hombres, a la vez que un deseo de granjearse la protección de
poderes ocultos. Están en contradicción con el honor y el respeto,
mezclados de temor amoroso, que debemos solamente a Dios (Id, n. 2116).
      
       2.c. Espiritismo: es el arte de comunicarse con los espíritus,
  o  mejor, por lo dicho antes, con los demonios o los condenados. El espiritismo
   es gravemente pecaminoso por la intención de penetrar en los enigmas 
   de la vida y de la muerte de manera arbitraria: resulta temerario pretender 
   entrar en esos ámbitos, que sólo a Dios están sujetos, 
   por un afán de curiosidad morbosa.
      
         El Santo Oficio (decreto del 24-IV-1917: cfr. Dz. 2182)
 prohibió   toda participación en sesiones espiritistas, incluso
 la mera presencia   y la simple escucha.
      
         Por iguales razones, es ilícita la participación
   en el juego llamado `ouija", que pretende obtener respuestas de los espíritus 
   o fuerzas ocultas.
      
       2.d. En relación a la magia, es blanca cuando se funda en la
 habilidad   del prestidigitador y en la ilusión o la ignorancia del
 que observa.   Es negra o diabólica, o bien simplemente brujería,
 cuando un  poder oculto permite al mago obtener efectos superiores a la
eficiencia  de  los medios realmente usados.
      
         Este poder oculto proviene ordinariamente del demonio, 
y  en  tal comunicación se encuentra el elemento pecaminoso de la magia
 negra.
      
         En lo referente a la magia blanca no puede asignarse ninguna
   reprobación moral.
      
       2.e. Con el nombre de vana observancia se conoce aquella forma de
superstición    que atribuye a señales, cosas o animales, fuerzas
favorables o nocivas,    más allá de su eficiencia propia.
      
         En este inciso se sitúan multitud de supersticiones 
  m s o menos frecuentes: uso de amuletos, miedo a ciertos números, 
 días, animales, etc.
      
       3. Origen y gravedad de la superstición
      
         La superstición proviene de un falso sentimiento
 religioso   y abunda en personas ignorantes o irreligiosas. La mayoría
 de los  incrédulos son supersticiosos: por no creer en Dios creen
en las mayores  necedades.
     
      
         La gravedad de la superstición se mide por la mayor 
  o menor invocación al demonio. Cuando hay invocación explícita
   del demonio, el pecado es gravísimo. Si es implícita por
ejemplo,   en el que inconscientemente lo relaciona con fuerzas ocultas el
pecado también   es mortal.
      
         De algún modo puede haber invocación implícita
   al demonio en las películas, obras teatrales, etc., que imprudentemente
   hacen aparecer intervenciones satánicas, para infundir terror,
manifestar    prodigios, etc.
      
         Hay invocación explícita, al parecer, en 
las   letras de las canciones de ciertos grupos musicales modernos. En ambos 
casos   visuales o auditivos existe la obligación de no tomar parte 
como espectador  o escucha.
      
       B. La irreligiosidad
      
         La irreligiosidad incluye todos los pecados que se cometen 
  por defecto contra la virtud de la religión. Son los siguientes:
      
       1. La impiedad o falta de religiosidad. Admite una amplia gama de
actitudes:    desde la indiferencia o tibieza para los actos de culto a Dios,
hasta la   calumnia, desprecio o ataques a la religión.
      
       2. La tentación a Dios: en sentido propio es pretender con
palabras    o con hechos poner a prueba alguno de los atributos divinos (p.
ej., decir:    si Dios existe, que me caiga un rayo). En sentido impropio,
se tienta a  Dios  exponiéndose a peligros sin necesidad ni precauciones,
confiando  temerariamente  en la ayuda divina.
      
       3. El sacrilegio, que es tratar indignamente las personas, objetos 
o  lugares   consagrados a Dios.
      
         Ejemplos de sacrilegios: en relación con las personas,
   el que atente contra la vida del Romano Pontífice; en relación
   con las cosas, robar un cáliz bendecido; con respecto a los lugares,
   matar dentro de una Iglesia.
      
       El trato indigno de la Eucaristía, o el retener las especies
 consagradas   con perversa finalidad, adem s de sacrilegio implica pena
de  excomunión   (cfr. CIC, c. 1367).
      
       4. La simonía o voluntad deliberada de comprar con dinero una 
 cosa   espiritual.
      
         Ejemplos de simonías: pagar por la absolución
   de un pecado, vender más caro un cáliz bendecido que uno
sin   bendecir, la promesa de rezar a cambio de dinero, etc.
      
         Su nombre viene de Simón el Mago, que pretendió
   comprar a los apóstoles el poder de hacer milagros (cfr. Hechos
8,   18).
      
         La malicia de este pecado puede considerarse en un doble 
 aspecto:
      
       a) por la injuriosa equiparación de los bienes espirituales 
con   los  materiales;
      
       b) por ser ilegítima la usurpación que de los bienes 
hacen    los ministros, derivándolos a su provecho temporal en lugar 
de orientarlos    al aprovechamiento espiritual de las almas.
      
         Es importante distinguir el pecado de simonía del 
 estipendio  que se da por la celebración de la Misa, pues no se paga 
 la Misa sino  una remuneración al sacerdote por su trabajo y para 
su sustento.