PRINCEPS PASTORUM
DE SU SANTIDAD JUAN XXIII
SOBRE EL APOSTOLADO MISIONERO
INTRODUCCIÓN
La preocupación misionera del Papa
1. El Príncipe de los Pastores (1Pe 5, 4) nos confió los «corderos»
y las «ovejas», esto es, toda la grey de Dios (cf. Jn 21, 15-57)
doquier que more en el mundo, para apacentarla y regirla, y, por ello, Nos
respondimos a su dulce llamamiento de amor, tan conscientes de nuestra humildad
como confiados en su potentísimo auxilio; y desde aquel mismo momento
siempre tuvimos ante nuestro pensamiento la grandeza, hermosura y gravedad
de las Misiones católicas [1]; por lo cual nunca dejamos de consagrarles
nuestra máxima preocupación y cuidado. Al cumplirse el primer
aniversario de nuestra coronación, en la homilía, señalamos
como uno de los más gozosos acontecimientos de nuestro Pontificado
el día aquél, cuando, el 11 de octubre, se reunieron en la
sacrosanta Basílica Vaticana más de cuatrocientos misioneros,
para recibir de nuestras manos el Crucifijo antes de dirigirse a las más
lejanas tierras a fin de iluminarlas con la luz de la fe cristiana.
Y ciertamente que, en sus arcanos y amables designios, la Providencia divina
ya desde los primeros tiempos de nuestro ministerio sacerdotal lo quiso enderezar
al campo misional. Porque, apenas terminada la primera guerra mundial, nuestro
predecesor, de venerable memoria, Benedicto XV nos llamó desde nuestra
nativa diócesis a Roma, para colaborar en la «Obra de la Propagación
de la Fe», a la que de buen grado consagramos cuatro muy felices años
de nuestra vida sacerdotal. Todavía recordamos gratamente la memorable
Pentecostés del año 1922, cuando tuvimos la alegría
de participar aquí, en Roma, en la celebración del tercer centenario
de la Fundación de la Sagrada Congregación «de Propaganda
Fide», que precisamente tiene cual propio cometido el de hacer que
la verdad y la gracia del Evangelio brillen hasta los últimos confines
de la tierra.
Años aquéllos, en los que también nuestro predecesor,
de venerable memoria, Pío XI, nos animó con su ejemplo y con
su palabra en el apostolado misional. Y, en vísperas del Cónclave,
en el que había de resultar elegido Sumo Pontífice, pudimos
escuchar de sus propios labios que «nada mayor podría esperarse
de un Vicario de Cristo, quienquiera fuese el elegido, que cuanto en este
doble ideal se contiene: irradiación extraordinaria de la doctrina
evangélica por todo el mundo; procurar y consolidar entre todos los
pueblos una paz verdadera [2].
Cuadragésimo aniversario de «Maximum illud»
2. Llena la mente de estos y otros dulces recuerdos, consciente nuestro ánimo
de los grandes deberes que atañen al Supremo Pastor de la grey de
Dios, deseamos, venerables hermanos —con ocasión del cuadragésimo
aniversario de la memorable carta apostólica Maximum illud (cf. AAS
11 [1919] 440ss.) con la que nuestro predecesor, de piadosa memoria, Benedicto
XV, dio nuevo y decisivo impulso a la acción misionera de la Iglesia—,
hablaros sobre la necesidad y las esperanzas de la dilatación del
Reino de Dios en aquella considerable parte del mundo, donde se desarrolla
la preciosa labor de los Misioneros, que trabajan infatigablemente para que
surjan nuevas comunidades cristianas exuberantes en saludables frutos.
Materia ésta sobre la que nuestros predecesores, Pío XI y Pío
XII, de feliz recordación, han dado normas y exhortaciones muy oportunas
por medio de encíclicas [3], que Nos mismo hemos querido «confirmar
con nuestra autoridad y con igual caridad» en nuestra primera encíclica
[4]. Mas nunca se hará bastante para lograr que se realice plenamente
el deseo del Divino Redentor, de que todas las ovejas formen parte de una
sola grey bajo la guía de un solo Pastor (cf. Jn 10,16).
Visión misionera de conjunto
3. Cuando convertimos singularmente nuestra atención a los sobrenaturales
intereses de la Iglesia en las tierras de Misión, donde todavía
no ha llegado la luz del Evangelio, también se nos presentan regiones
exuberantes en mieses, y otras en las que el trabajo de la viña del
Señor resulta arduo en extremo, mientras no faltan las que conocen
la violencia, porque la persecución y regímenes hostiles al
nombre de Dios y de Cristo se afanan por ahogar la semilla de la palabra
del Señor (cf. Mt 13,19). Doquier nos apremia la urgente necesidad
de procurar la salud de las almas en la mejor forma posible; doquier surge
la llamada "¡Ayudadnos!" (Hch 16,9) que llega a nuestros oídos.
Así, pues, a todas estas innumerables regiones, fecundadas por la
sangre y el sudor apostólico de los heroicos heraldos del Evangelio
procedentes «de todas las naciones que hay bajo el cielo» (Ibíd.,
2,5)), y en las que ya germinan ahora como floración y fruto de gracia
apóstoles nativos, deseamos que les llegue nuestra afectuosa palabra,
tanto de alabanza y de ánimo como de adoctrinamiento, alimentada por
una gran esperanza que no teme ser confundida, porque está cimentada
en la promesa infalible del Divino Maestro: «Mirad que yo estoy con
vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos»
(Mt 28,20). «Tened confianza; yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).
I. LA JERARQUÍA Y EL CLERO LOCAL
Llamamiento de Benedicto XV
4. Luego de terminar la tremenda guerra mundial primera, que a una gran parte
de la humanidad causó tantas muertes, destrucciones y tristezas, la
carta apostólica, que ya hemos recordado, de nuestro predecesor Benedicto
XV, Maximum illud (cf. AAS 11 [1919] 440ss.), resonó cual desgarradora
llamada paterna que quería despertar a todos los católicos
para lograr doquier las nuevas y pacíficas conquistas del Reino de
Dios; del Reino de Dios —decimos—, único que puede dar y asegurar
a todos los hombres, hijos del Padre celestial, una paz duradera y una genuina
prosperidad. Y desde entonces, durante cuarenta años de actividad
misionera, tan intensos como fecundos, un hecho de la máxima importancia
ha coronado los ya felices progresos de las Misiones: el desarrollo de la
Jerarquía y del clero local.
Conforme al «fin último» del trabajo misional que es,
según Pío XII, «el de constituir establemente la Iglesia
entre otros pueblos y confiarla a una Jerarquía propia, escogida de
entre los cristianos de allí nacidos»[5], esta Sede Apostólica
siempre oportuna y eficazmente ha provisto, y en estos últimos tiempos
con expresiva largueza, el establecer o restablecer la Jerarquía eclesiástica
en aquellas regiones donde las circunstancias permitían y aconsejaban
la constitución de sedes episcopales, confiándolas siempre
que era posible a prelados nativos de cada lugar. Por lo demás, nadie
ignora cómo éste ha sido siempre el programa de acción
de la S. Congregación «de Propaganda Fide». Mas fue precisamente
la epístola Maximum illud la que puso bien de manifiesto, como nunca
hasta entonces, toda la importancia y urgencia del problema, recordando una
vez más, con tiernos y apremiantes acentos, el urgente deber —por
parte de los responsables de las Misiones— de procurar vocaciones y la educación
de aquel que entonces se llamaba «clero indígena», sin
que este calificativo haya significado jamás discriminación
o peyoración, que siempre han de excluirse del lenguaje de los Romanos
Pontífices y de los documentos eclesiásticos.
Nuevo llamamiento del Papa
5. Llamamiento éste de Benedicto XV, renovado por sus sucesores Pío
XI y Pío XII, de venerable memoria, que ya ha tenido sus providenciales
y visibles frutos, y por ello os invitamos a dar gracias con Nos al Señor,
que ha suscitado en las tierras de Misión una numerosa y selecta pléyade
de obispos y de sacerdotes, dilectísimos hermanos e hijos nuestros,
abriendo así nuestro corazón a las más dulces esperanzas.
Pues una rápida ojeada aun tan solo a las estadísticas de los
territorios confiados a la Sagrada Congregación de Propaganda Fide,
sin contar los actualmente sometidos a la persecución, nos dice que
el primer obispo de raza asiática y los primeros vicarios apostólicos
de estirpe africana fueron nombrados en el 1939. Y, hasta el 1959, se cuentan
ya 68 obispos de estirpe asiática y 25 de estirpe africana. El clero
nativo ha pasado de 919 miembros, en el 1918, a 5.553, en 1957, para Asia,
y de 90 miembros a 1.811, en el mismo espacio de tiempo, para África.
Así es como «el Señor de la mies» (cf. Mt 9,58)
ha querido premiar las fatigas y méritos de todos cuantos, con la
acción directa y con la múltiple colaboración, se han
consagrado al trabajo de las Misiones según las repetidas enseñanzas
de la Sede Apostólica. No sin razón, pues, podía afirmar
así, con legítima satisfacción, nuestro predecesor Pío
XII, de venerable memoria: «Tiempo hubo en que la vida eclesiástica,
en cuanto es visible, se desarrollaba preferentemente en los países
de la vieja Europa, de donde se difundía, cual río majestuoso,
a lo que podría llamarse la periferia del mundo; hoy aparece, por
lo contrario, como un intercambio de vida y energía entre todos los
miembros del Cuerpo Místico de Cristo en la tierra. No pocas regiones
de otros continentes han sobrepasado hace ya mucho tiempo el periodo de la
forma misionera de su organización eclesiástica, siendo regidos
ya por una propia jerarquía y dando a toda la Iglesia bienes espirituales
y materiales, mientras que antes solamente los recibían» [6].
Al Episcopado y al clero de las nuevas iglesias deseamos dirigir nuestra
paternal exhortación para que rueguen y obren de suerte que su sacerdocio
se torne fecundo, mediante la decisión de hablar siempre que sea posible,
en las explicaciones catequísticas y en la predicación, sobre
la dignidad, la belleza, la necesidad y los grandes merecimientos del estado
sacerdotal, hasta mover a todos cuantos Dios quisiere llamar a tan excelso
honor a que correspondan sin vacilación y con gran generosidad a la
vocación divina. Y hagan también que las almas a ellos confiadas
rueguen por ello, mientras la Iglesia toda, según la exhortación
del Divino Redentor, no cesa de suplicar al Cielo por la mismas intenciones,
para que el Señor «envíe operarios a su mies» (Lc
10,2), singularmente en estos tiempos, cuando «la mies es mucha y son
pocos los operarios» (Ibíd.).
Colaboración entre nativos y misioneros
6. Las Iglesias locales de los territorios de Misión, aun las fundadas
y establecidas con su propia Jerarquía, ya sea por la extensión
del territorio, ya por el creciente número de los fieles y la ingente
multitud de los que esperan la luz del Evangelio, aún continúan
teniendo necesidad de la colaboración de los misioneros venidos de
otros países.
De ellos, por lo demás, puede muy bien decirse, con las mismas palabras
de nuestro predecesor: «En realidad ellos no son extranjeros, puesto
que todo sacerdote católico en el cumplimiento de sus propias misiones
se encuentra como en su patria, doquier que el reino de Dios florezca o se
encuentre en sus principios» [7]. Luego trabajen todos juntos, en la
armonía de una fraternal, sincera y delicada caridad, firme reflejo
del amor que ellos tienen al Señor y a su Iglesia, en perfecta, gozosa
y filial obediencia a los obispos «que el Espíritu Santo ha
puesto para regir la Iglesia de Dios» (Hch 20,28), agradeciendo cada
uno al otro por la colaboración ofrecida, «cor unum et anima
una» (Ibíd., 4,32), para que del modo como ellos se aman brille
a los ojos de todos como son verdaderamente discípulos de Aquel que
ha dado a los hombres como primero y máximo precepto «nuevo»
y suyo, el del mutuo amor (cf. Jn 13,34; 15,12).
II. LA FORMACIÓN DEL CLERO LOCAL
Primacía de la formación espiritual
7. Nuestro recordado predecesor, Benedicto XV, en la Maximum illud insistió
en inculcar a los directores de Misión que su más asidua preocupación
había de ser dirigida a la «completa y perfecta» (AAS
11 [1919] 445) formación del clero local ya que, «al tener comunes
con sus connacionales el origen, la índole, la mentalidad y las aspiraciones,
se halla maravillosamente preparado para introducir en sus corazones la Fe,
porque conoce mejor que ningún otro las vías de la persuasión»
(Ibíd.).
Apenas si es necesario recordar que una perfecta educación sacerdotal
ante todo ha de estar dirigida a la adquisición de las virtudes propias
del santo estado, ya que éste es el primer deber del sacerdote, «el
deber de atender a la propia santificación» [8]. El nuevo clero
nativo entrará, pues, en santa competencia con el clero de las más
antiguas diócesis, que desde hace ya tanto tiempo ha dado al mundo
sacerdotes que, por el heroísmo de sus esplendentes virtudes y la
viva elocuencia de sus ejemplos, han merecido ser propuestos como modelos
para el clero de toda la Iglesia. Porque principalmente con la santidad es
como el clero puede demostrar que es «luz y sal de la tierra»
(cf. Mt 5,13-14), esto es, de su propia nación y de todo el mundo;
puede convencer de la belleza y poder del Evangelio; puede eficazmente enseñar
a los fieles que la perfección de la vida cristiana es una meta a
la cual pueden y deben tender con todo esfuerzo y con perseverancia los hijos
de Dios, cualquiera sea su origen, su ambiente, su cultura y su civilización.
Con paternal corazón ansiamos llegue el día en que el clero
local pueda doquier dar sujetos capaces de educar para la santidad a los
alumnos mismos del santuario, siendo sus guías espirituales. A los
obispos y a los superiores de las Misiones, Nos dirigimos también
la invitación de que ya desde ahora no duden escoger, de entre su
clero local, sacerdotes que por sus virtudes y prudencia den seguridad de
ser, para sus seminaristas connacionales, sus seguros maestros y sus guías
en la formación espiritual.
Formación cultural y ambiental
8. Bien sabéis, además, venerables hermanos, cómo la
Iglesia siempre ha exigido que sus sacerdotes sean preparados para su ministerio
mediante una educación sólida y completa del espíritu
y del corazón. Y que de ello sean capaces los jóvenes de toda
raza y procedentes de cualquier parte del mundo, ni siquiera vale la pena
de recordarlo: los hechos y la experiencia lo han demostrado con toda claridad.
Natural es que en la formación del clero local se tenga buena cuenta
de los factores ambientales propios de las diversas regiones.
Para todos los candidatos al sacerdocio vale la sapientísima norma,
según la cual ellos no han de formarse «en un ambiente demasiado
retirado del mundo» [9], porque entonces «cuando vayan en medio
del mundo podrán encontrar serias dificultades en las relaciones con
el pueblo y con el laicado culto, y puede así ocurrir o que tomen
una actitud equivocada o falsa hacia los fieles, o que consideren desfavorablemente
la formación recibida» [10]. Habrán ellos de ser sacerdotes
espiritualmente perfectos, pero también «gradualmente y con
prudencia insertados en la parte del mundo» [11] que les hubiere tocado
en suerte, a fin de que la iluminen con la verdad y la santifiquen con la
gracia de Cristo.
A tal fin, aun en lo que atañe al régimen mismo del seminario,
conviene insistir sobre la manera de vivir local, mas no sin aprovechar todas
aquellas facilidades ya técnicas, ya materiales, que hace mucho tiempo
son bien y patrimonio de todas las culturas, pues que representan un real
progreso para un tenor de vida más elevado y para una más conveniente
salvaguarda de las fuerzas físicas.
Educar al sentido de responsabilidad
9. La formación del clero autóctono, decía Nuestro venerado
predecesor Benedicto XV, ha de encaminarse a hacerle capaz de tomar regularmente
en sus manos, tan pronto sea posible, el gobierno de las iglesias y guiar,
con la enseñanza y su ministerio, a los propios connacionales por
el camino de la salvación [12]. A tal fin, nos parece muy oportuno
que todos cuantos, ya sean misioneros, ya nativos, se cuidan de tal formación,
se consagren concienzudamente a desarrollar en sus alumnos el sentido de
la responsabilidad y el espíritu de iniciativa [13], de suerte que
éstos se hallen en grado de tomar muy pronto y progresivamente todas
las cargas, aun las más importantes, inherentes a su ministerio, en
perfecta concordia con el clero misionero, pero también con igual
autoridad. Y ésta será, en realidad, la prueba de la eficacia
plena de la educación a ellos dada y constituirá la coronación
y el premio mayor de todos cuantos a ella hayan contribuido.
Los estudios de Misionología
10. Precisamente, en atención a una formación intelectual que
tenga presentes las reales necesidades y la mentalidad de cada pueblo, esta
Sede Apostólica siempre ha recomendado los estudios especiales de
Misionología, y ello no sólo a los misioneros, sino también
al clero nativo.
Así, nuestro predecesor Benedicto XV decretaba la institución
de las enseñanzas de las materias misionales en la Universidad Romana
«de Propaganda Fide» [14], y Pío XII aprobó con
satisfacción la erección del Instituto Misionero Científico
en el mismo Ateneo Urbaniano y la institución, tanto en Roma como
en otras partes, de facultades y cátedras de Misionología [15].
Para ello, los programas de los seminarios locales en tierras de Misión
no dejarán de asegurar cursos de estudio en las varias ramas de Misionología
y la enseñanza de los diversos conocimientos y técnicas especialmente
útiles para el ministerio futuro del clero de aquellas regiones. Por
lo tanto, se organizará una enseñanza tal que, dentro del espíritu
de la más genuina y sólida tradición eclesiástica,
sepa formar cuidadosamente el juicio de los sacerdotes sobre los valores
culturales locales, especialmente los filosóficos y los religiosos,
en sus relaciones con la enseñanza y la religión cristiana.
«La Iglesia Católica —ha escrito nuestro inmortal predecesor
Pío XII— ni desprecia ni rechaza completamente el pensamiento pagano,
sino que más bien, luego de haberlo purificado de toda escoria de
error, lo completa y lo perfecciona con cristiana prudencia. Ello, en igual
forma que ha acogido el progreso en el campo de las ciencias y de las artes…,
y en igual forma consagró las particulares costumbres y las antiguas
tradiciones de los pueblos; aun las mismas fiestas paganas, transformadas,
sirvieron para celebrar las memorias de los mártires y los divinos
misterios» [16]. Y Nos mismo ya hemos tenido ocasión de manifestar
sobre esta materia nuestro pensamiento: «Doquier haya auténticos
valores del arte y del pensamiento, que pueden enriquecer a la familia humana,
la Iglesia está pronta a favorecer ese trabajo del espíritu.
Y ella misma [la Iglesia] no se identifica con ninguna cultura, ni siquiera
con la cultura occidental, aun hallándose tan ligada a ésta
su historia. Porque su misión propia es de otro orden: el de la salvación
religiosa del hombre. Pero la Iglesia, llena de una juventud sin cesar renovada
al soplo del Espíritu, permanece dispuesta a reconocer siempre, a
acoger y aun a sumar todo lo que sea honor de la inteligencia y del corazón
humano en cualesquiera tierras del mundo, distintas de las mediterráneas
que fueron la cuna providencial del cristianismo» [17].
Apóstoles en el campo cultural
11. Los sacerdotes nativos bien preparados y adiestrados en este campo tan
importante y difícil, en el que pueden contribuir tan eficazmente,
podrán dar vida, bajo la dirección de sus obispos, a movimientos
de penetración aun entre las clases cultas, singularmente en las naciones
de antigua y profunda cultura, a ejemplo de los famosos misioneros entre
los que basta citar, por todos, al P. Mateo Ricci. También el clero
nativo es el que ha de «reducir toda inteligencia en homenaje a Cristo»
(cf. Cor 10,5), como decía aquel incomparable misionero que fue San
Pablo, y así «atraerse en su patria la estimación aun
de las personalidades y de los doctos» [18]. A juicio suyo, los obispos
procuren oportunamente constituir, para las necesidades de una o más
regiones, centros de cultura donde los sacerdotes —los misioneros y los nativos—
tengan ocasión de hacer que fructifique su preparación intelectual
y su experiencia en beneficio de la sociedad en la que viven por elección
o por nacimiento. Y a este propósito necesario es también recordar
lo que sugería nuestro inmediato predecesor Pío XII, que es
deber de los fieles el «multiplicar y difundir la prensa católica
en todas sus formas» [19], así como preocuparse «por las
técnicas modernas de difusión y de cultura, pues conocida es
la importancia de una opinión pública formada e iluminada»
[20]. Y aunque no todo se podrá intentar doquier, necesario es aprovechar
toda ocasión buena de proveer a estas reales y urgentes necesidades,
aunque a veces «quien siembra no sea el mismo que haya de recoger»
(Jn 4,37).
Obras sociales y asistenciales
12. La difusión de la verdad y de la caridad de Cristo es la verdadera
misión de la Iglesia, que tiene el deber de ofrecer a los pueblos
«en la medida más grande posible, las sustanciales riquezas
de su doctrina y de su vida, mantenedoras de un orden social cristiano»[21].
Ella, por ende, en los territorios de Misión, provee con toda largueza
posible aun a las iniciativas de carácter social y asistencial que
son de suma conveniencia a las comunidades cristianas y a los pueblos entre
los que ellas viven. Mas cuídese bien de no agobiar el apostolado
misionero con un conjunto de instituciones de orden puramente profano. Bastará
con aquellos servicios indispensables de fácil mantenimiento y de
utilidad práctica, cuyo funcionamiento pueda lo antes posible ser
puesto en manos del personal local, y que se dispongan las cosas de tal suerte
que al personal propiamente misionero se le ofrezca la posibilidad de dedicar
las mejores energías al ministerio de la enseñanza de la santificación
y de la salvación.
Caridad universal
13. Si es verdad que, para un apostolado lo más ampliamente fructuoso,
es de primaria importancia que el sacerdote nativo conozca y sepa con sano
criterio y justa prudencia estimar los valores locales, aún será
mayor verdad que para él vale lo que nuestro inmediato predecesor
decía a todos los fieles: «Las perspectivas universales de la
Iglesia serán las perspectivas normales de su vida cristiana»
[22]. Para ello el clero local, no sólo habrá de estar informado
de los intereses y vicisitudes de la Iglesia universal, sino que habrá
de estar educado en un íntimo y universal espíritu de caridad.
San Juan Crisóstomo decía de las celebraciones litúrgicas
cristianas: «Al acercarnos al altar, primero oramos por el mundo entero
y por los intereses colectivos» [23]; y gráficamente afirmaba
San Agustín: «Si quieres amar a Cristo, extiende tu caridad
a toda la tierra, porque los miembros de Cristo están por todo el
mundo» [24].
Y precisamente para salvaguardar en toda su pureza este espíritu católico
que debe animar la obra de los misioneros, nuestro predecesor Benedicto XV
no dudó en denunciar con las más severas expresiones un peligro
que podía hacer perder de vista los altísimos fines del apostolado
misionero y así comprometer su eficacia: «Cosa bien triste sería
—así escribía él en la epístola Maximum illud—
que algún misionero de tal modo descuidara su dignidad que pensara
más en su patria terrena que en la celestial, y se preocupara con
exceso por dilatar su poderío y extender su gloria. Tal modo de obrar
constituiría un daño funestísimo para el apostolado,
y en el misionero apagaría todo impulso de caridad hacia las almas
y disminuiría su propio prestigio a los ojos aun de su propio pueblo»
[25].
Peligro, que podría hoy repetirse bajo otras formas, por el hecho
de que en muchos territorios de Misión se va generalizando la aspiración
de los pueblos al autogobierno y a la independencia, y cuando la conquista
de las libertades civiles puede, por desgracia, ir acompañada de excesos
no muy acordes con los auténticos y profundos intereses espirituales
de la humanidad.
Nos mismo confiamos plenamente que el clero nativo, movido por sentimientos
y propósitos superiores que se conformen a las exigencias universalistas
de la religión cristiana, contribuirá también al bienestar
real de la propia nación.
«La Iglesia de Dios es católica y no es extranjera en ningún
pueblo o nación» [26], decía nuestro mismo predecesor,
y ninguna Iglesia local podrá expresar su vital unión con la
Iglesia universal, si su Clero y su pueblo se dejaran sugestionar por el
espíritu particularista, por sentimientos de malevolencia hacia otros
pueblos, por un malentendido nacionalismo que destruyese la realidad de aquella
caridad universal que es el fundamento de la Iglesia de Dios, la única
y verdadera «católica».
III. EL LAICADO EN LAS MISIONES
Laicos nativos
14. Insistiendo en la necesidad de preparar con el mayor celo el surgir del
clero autóctono y de formarlo con la máxima diligencia, nuestro
venerado predecesor Benedicto XV no quería, ciertamente, excluir la
importancia, también ella muy fundamental, de un laicado nativo a
la altura de su propia vocación cristiana y consagrado al apostolado.
Que es lo que hizo expresamente, realzándolo por completo, nuestro
inmediato predecesor, de venerable memoria, Pío XII [27], al volver
muchas veces sobre este tema que, hoy más que nunca, se impone a la
consideración y requiere ser resuelto doquier en la mayor amplitud
posible.
El mismo Pío XII —y de ello le resulta singular mérito y loa—
con abundante doctrina y con renovadas exhortaciones [28] ha avisado y animado
a los laicos a tomar solícitos su puesto activo en el campo del apostolado
colaborando con la Jerarquía eclesiástica: pues, en verdad,
ya desde los principios de la historia cristiana y en todas las épocas
sucesivas, esta colaboración de los fieles ha logrado que los obispos
y el clero pudieran eficazmente desarrollar su labor entre los pueblos así
en el campo propiamente religioso como en el de la vida social. Y ello puede
y debe cumplirse también en nuestros tiempos, que presentan aún
mayores necesidades, proporcionadas a una humanidad numéricamente
más vasta y con exigencias espirituales multiplicadas y complejas.
Por lo demás, doquier que sea fundada la Iglesia, allí debe
estar ella siempre presente y activa con toda su estructura orgánica,
y, por lo tanto, no sólo con la Jerarquía en sus varios grados,
sino también con el laicado; pues por medio del clero y de los seglares
es como ella necesariamente tiene que desarrollar su obra de salvación.
Número y selección
15. En las nuevas cristiandades se trata, no tanto de procurar con las conversiones
y bautismos un gran número de ciudadanos para el reino de Dios, cuanto
de hacerlos también aptos, con la conveniente educación y formación
cristiana, para asumir cada uno, según su propia condición
y sus posibilidades propias, su responsabilidad en la vida y en el porvenir
de la Iglesia. De poco serviría el número de los cristianos,
si les faltase la calidad; si faltara la firmeza de los fieles mismos en
la profesión cristiana y si les faltase profundidad en su propia vida
espiritual; si, después de haber nacido a la vida de la fe y de la
gracia, no fueran ayudados a progresar en la juventud y en la madurez del
espíritu que da impulso y prontitud para el bien. Porque la profesión
de la fe cristiana no puede reducirse a un dato estadístico, sino
que ha de revestir y modificar al hombre en su profundidad (cf. Ef 4,24),
dando significado y valor a todas sus acciones.
Pero a dicha madurez no podrán llegar los seglares si tanto el clero
misionero como el nativo no se propusieren el programa sugerido ya en sus
líneas esenciales por el primer Papa. «Sois una raza escogida,
un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo salvado, para que
anunciéis las alabanzas de Aquél que desde las tinieblas os
ha llamado a su admirable luz» (1Pe 2,9).
Una instrucción y educación cristiana que se diera por satisfecha
con haber enseñado y haber hecho aprender las fórmulas del
catecismo y los preceptos fundamentales de la moral cristiana con una sumaria
casuística, sin traducirse en la conducta práctica, correría
el riesgo de procurar a la Iglesia de Dios una grey, por decirlo así,
pasiva. La grey de Cristo, por lo contrario, está formada por ovejitas
que no sólo escuchan a su Pastor, sino que están en grado de
reconocerlo y de reconocer su voz (cf. Jn 10,4.14), de seguirle fielmente
y con plena conciencia por los pastos de la vida eterna (cf. ibíd.,
10,9.10) a fin de merecer un día del Príncipe de los Pastores
«la corona inmarcesible de la gloria» (1Pe 5,4); ovejuelas que,
conociendo y siguiendo al Pastor que por ellas ha dado su vida (cf. Jn 10,11),
estén prontas a dedicarle su vida y a cumplir su voluntad de conducir
también a hacer parte del único redil, a otras ovejas que no
le siguen, sino que vagan, separadas de El, «camino, verdad y vida»
(Ibíd., 14,6).
El celo apostólico pertenece esencialmente a la profesión de
la fe cristiana: en verdad que «cada uno está obligado a difundir
su fe entre los demás, ya para instruir y confirmar a los otros fieles,
ya también para rechazar los ataques de los infieles» [29],
especialmente en tiempos, como los nuestros, en los que el apostolado es
un deber urgente a causa de las difíciles circunstancias que envuelven
a la humanidad y a la Iglesia.
Para que sea posible una completa e intensa educación cristiana se
requiere que los educadores sean capaces de encontrar las maneras y los medios
más apropiados para penetrar en las varias psicologías, facilitando
así en los nuevos cristianos la asimilación profunda de la
verdad con todas sus exigencias. Y es que nuestro Salvador ha impuesto a
cada uno de nosotros la realización de este supremo mandamiento: «Amarás
a tu Señor Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con
toda tu inteligencia« (Mt 22,37). Ante los ojos de los fieles debe,
pues, brillar muy pronto con todo su esplendor la sublimidad de la vocación
cristiana, de suerte que pronta y eficazmente se encienda en su corazón
el deseo y el propósito de una vida virtuosa y activa, modelada en
la misma vida del Señor Jesús, que, habiendo asumido la humana
naturaleza, nos ha mandado seguir sus ejemplos (cf. 1Pe 2,21; Mt 11,29; Jn
13,15).
Deber de todo cristiano
16. Todo cristiano tiene que estar convencido de su deber primero y fundamental,
el ser testigo de la verdad en que cree y de la gracia que le ha transformado.
«Cristo —decía un gran Padre de la Iglesia— nos ha dejado en
la tierra para que seamos faros que iluminen, doctores que enseñen;
para que cumplamos nuestro deber de levadura; para que nos comportemos como
ángeles, como anunciadores entre los hombres; para que seamos adultos
entre los menores, hombres espirituales entre los carnales, a fin de ganarlos;
que seamos simiente y demos numerosos frutos. Ni siquiera sería necesario
exponer la doctrina, si nuestra vida fuese tan irradiante; ni sería
necesario recurrir a las palabras, si nuestras obras dieran tal testimonio.
Ya no habría ningún pagano, si nos comportáramos como
verdaderos cristianos» [30].
Fácil es de comprender que tal es el deber de todos los cristianos
de todo el mundo.
Y fácil es de entender cómo en los países de Misión
podría dar frutos especiales y singularmente preciosos para la dilatación
del reino de Dios aun junto a quienes no conocen la belleza de nuestra fe
y la sobrenatural potencia de la gracia, según ya exhortaba Jesús:
«Que vuestras obras brillen de tal suerte ante los hombres, que vean
vuestras obras buenas, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los
cielos» (Mt 5,16), y San Pedro amonestaba amorosamente a los fieles:
«Amados, os exhorto a que os abstengáis de los deseos carnales,
que hacen guerra al alma, y a que en medio de los gentiles tengáis
una buena conducta, de suerte que, aunque os calumnien como a malhechores,
la vista de vuestras buenas obras les conduzca a glorificar a Dios, en el
día de su visitación» (1Pe 2,12).
Comunidad eclesial misionera
17. Mas el testimonio de cada uno debe ser confirmado y ampliado por el de
toda la comunidad cristiana, como sucedía en la floreciente primavera
de la Iglesia, cuando la compacta y perseverante unión de todos los
fieles «en la enseñanza de los apóstoles y en la común
fracción del pan y en las oraciones» (Hch 2,42) y en el ejercicio
de la más generosa caridad era motivo de profunda satisfacción
y de mutua edificación; y ellos «alababan a Dios, y eran bien
vistos de todo el pueblo. Y luego el Señor aumentaba cada día
los que venían a salvarse» (Ibíd., 2,47).
La unión en la plegaria y en la participación activa de los
divinos misterios en la liturgia de la Iglesia, contribuye en forma particularmente
eficaz a la plenitud y riqueza de la vida cristiana en los individuos y en
la comunidad, siendo medio admirable para educar en aquella caridad que es
signo distintivo del cristiano; caridad, que rechaza toda discriminación
social lingüística y racista, y que abre los brazos y el corazón
a todos, hermanos y enemigos. Sobre esto Nos place hacer Nuestras las palabras
de Nuestro predecesor San Clemente Romano:
«Cuando [los gentiles] nos oyen que Dios dice: "No es mérito
vuestro si amáis a los que os aman, pero es mérito si amáis
a los enemigos y a los que os odian" (cf Lc 6,32-35), al oír estas
palabras ellos admiran el altísimo grado de caridad. Pero cuando ven
que no sólo no amamos a los que nos odian, sino que ni siquiera a
los que nos aman, se ríen de nosotros y el nombre [de Dios] es blasfemado»
[31].
El mayor de los misioneros, San Pablo apóstol, al escribir a los Romanos,
en el momento en que se disponía a evangelizar el Extremo Occidente,
exhortaba «a la caridad sin ficción» (Rom 12,9ss), luego
de haber elevado un himno sublime a esta virtud «sin la cual ser cristiano
es nada» (1Cor 13,2).
Ayudas materiales
18. La caridad se hace visible, además, en el socorro material, como
afirma Nuestro inm. predecesor Pío XII:
«El cuerpo necesita también multitud de miembros, que de tal
modo estén trabados entre sí que mutuamente se auxilien. Y
así como en este nuestro organismo mortal, cuando un miembro sufre,
todos los otros sufren también con él, y los sanos prestan
socorro a los enfermos, así también en la Iglesia los diversos
miembros no viven únicamente para sí mismos, sino que ayudan
también a los demás, y se ayudan unos a otros, ya para mutuo
alivio, ya también para edificación cada vez mayor de todo
el Cuerpo místico» [32].
Mas, por cuanto las necesidades materiales de los fieles alcanzan también
a la vida e instituciones de la Iglesia, bueno es que los fieles nativos
se habitúen a sostener espontáneamente, según fuere
su posibilidad, sus iglesias, sus instituciones y su clero que plenamente
está dedicado a ellos. Ni importa si esta contribución puede
no ser notable; lo importante es que sea testimonio sensible de una viva
conciencia cristiana.
IV. NORMAS PARA EL APOSTOLADO LAICO EN LAS MISIONES
Formación desde la primera juventud
19. Los fieles cristianos, pues que son miembros de un organismo vivo, no
pueden mantenerse cerrados en sí mismos, creyendo les baste con haber
pensado y proveído en sus propias necesidades espirituales, para cumplir
todo su deber. Cada uno, por lo contrario, contribuya de su propia parte
al incremento y a la difusión del reino de Dios sobre la tierra. Nuestro
predecesor Pío XII ha recordado a todos este su deber universal:
«La catolicidad es una nota esencial de la verdadera Iglesia: hasta
el punto que un cristiano no es verdaderamente devoto y afecto a la Iglesia
si no se siente igualmente apegado y devoto de su universalidad, deseando
que eche raíces y florezca en todos los lugares de la tierra»
[33].
Todos deben entrar en porfía de santa emulación y dar asiduos
testimonios de celo por el bien espiritual del prójimo, por la defensa
de la propia fe, para darla a conocer a quien la ignora del todo o a quien
no la conoce bien y, por ello, malamente la juzga. Ya desde la niñez
y la adolescencia, en todas las comunidades cristianas, aun en las más
jóvenes, se necesita que clero, familias y las varias organizaciones
locales de apostolado inculquen este santo deber. Y se dan ciertas ocasiones
singularmente felices, en las que tal educación para el apostolado
puede encontrar el puesto más adaptado y su más conveniente
expresión. Tal es, por ejemplo, la preparación de los jovencitos
o de los recién bautizados al sacramento de la confirmación,
«con el cual se da a los creyentes nueva fortaleza, para que valientemente
amparen y defiendan a la Madre Iglesia y la fe recibida de ella» [34];
preparación, decimos, sumamente oportuna, y de modo especial donde
existan, entre las costumbres locales, determinadas ceremonias de iniciación
para preparar a los jóvenes a entrar oficialmente en su propio grupo
social.
Los catequistas
20. Ni podemos menos de realzar, justamente, la obra de los catequistas,
que en la larga historia de las Misiones católicas han demostrado
ser unos auxiliares insustituibles. Siempre han sido el brazo derecho de
los obreros del Señor, participando en sus fatigas y aliviándolas
hasta tal punto que nuestros predecesores podían considerar su reclutamiento
y su muy bien cuidada preparación entre los «puntos más
importantes para la difusión del Evangelio» [35] y definirlos
«el caso más típico del apostolado seglar»[36].
Les renovamos los más amplios elogios; y les exhortamos a meditar
cada vez más en la espiritual felicidad de su condición y a
no perdonar nunca esfuerzo alguno para enriquecer y profundizar, bajo la
guía de la Jerarquía, su instrucción y formación
moral. De ellos han de aprender los catecúmenos no sólo los
rudimentos de la fe, sino también la práctica de la virtud,
el amor grande y sincero a Cristo y a su Iglesia. Todo cuidado que se dedicare
al aumento del número de estos valiosísimos cooperadores de
la Jerarquía y a su adecuada formación, así como todo
sacrificio de los mismos catequistas para cumplir en la forma mejor y más
perfecta su deber, será una contribución de inmediata eficacia
para la fundación y el progreso de las nuevas comunidades cristianas.
Apostolado seglar
21. En nuestra primera encíclica ya hemos recordado los graves motivos
por los que se impone hoy, en todos los países del mundo, el reclutar
a los seglares «para el ejército pacífico de la Acción
Católica, para ayudar en las obras de apostolado a la Jerarquía
eclesiástica» [37]. También hemos manifestado nuestra
complacencia al considerar «las muchas obras realizadas ya, aun en
los países de misión, por estos preciosos colaboradores de
los obispos y de los sacerdotes» [38]; y ahora queremos renovar con
toda la vehemencia de la caridad que nos apremia (cf 2Cor 5,14), el aviso
y llamamiento de nuestro predecesor Pío XII «sobre la necesidad
de que los seglares todos, en las Misiones, afluyendo numerosísimos
a las filas de la Acción Católica, colaboren activamente con
la Jerarquía eclesiástica en el apostolado» [39].
Los obispos de las tierras de Misión, el clero secular y el regular,
los fieles más generosos y preparados, han llevado a cabo los más
nobles esfuerzos para traducir en hechos esta voluntad del Sumo Pontífice;
y puede decirse que ya existe doquier una floración de iniciativas
y de obras. Mas nunca se insistirá bastante sobre la necesidad de
adaptar convenientemente esta forma de apostolado a las condiciones y exigencias
locales. No basta transferir a un país lo ya hecho en otro; sino que,
bajo la guía de la Jerarquía y con un espíritu de la
más alegre obediencia a los sagrados Pastores, precisa obrar de tal
suerte que la organización no se convierta en sobrecarga que cohíba
o malbarate preciosas energías, con movimientos fragmentarios y de
excesiva especialización, que, si son necesarios en otras partes,
podrían resultar menos útiles en ambientes, donde las circunstancias
y las necesidades son totalmente diversas.
Prometimos, en nuestra primera encíclica, volver a tratar con mayor
amplitud este tema de la Acción Católica, y a su tiempo también
los países de Misión podrán sacar de ello utilidad e
impulsos nuevos. Hasta entonces, trabajen todos en plena concordia y con
espíritu sobrenatural, convencidos de que tan sólo así
podrán gloriarse de poner sus fuerzas al servicio de la causa de Dios,
de la espiritual elevación y del mejor progreso de sus pueblos.
Acción católica
22. La Acción Católica es una organización de seglares
«con propias y responsables funciones ejecutivas» [40]; por lo
tanto, los seglares componen sus cuadros directivos. Ello exige la formación
de hombres capaces de imprimir a las varias asociaciones el impulso apostólico
y asegurarlas en su mejor funcionamiento; hombres y mujeres, por lo tanto,
que, para ser dignos de verse confiar por la Jerarquía la dirección
primaria o la secundaria de las asociaciones, deben ofrecer las más
amplias garantías de una formación cristiana intelectual y
moral solidísima, por la cual puedan «comunicar a los demás
lo que ya poseen ellos mismos, con el auxilio de la divina gracia»
[41].
Bien puede decirse que el lugar apropiado para esta formación de los
dirigentes laicos de Acción Católica es la escuela. Y la escuela
cristiana justificará su razón de existir en la medida en que
sus maestros —sacerdotes y seglares, religiosos y seculares— lograren formar
sólidos cristianos.
Nadie ignora la importancia que siempre ha tenido y tendrá la escuela
en los países de Misión y cuánta energía ha empleado
la Iglesia en la fundación de escuelas de todo orden y grado, y en
la defensa de su existencia y de su prosperidad. Pero un programa de formación
de dirigentes de Acción Católica, como es obvio, difícilmente
puede encuadrarse en los cursos escolares, y así las más de
las veces habrá de realizarse necesariamente en iniciativas extraescolares
que recojan a los jóvenes de mejores esperanzas para instruirlos y
formarlos en el apostolado. Por lo tanto, los Ordinarios procurarán
estudiar la forma mejor de dar vida a escuelas de apostolado, cuyos métodos
educativos son ya de por sí distintos de los métodos escolásticos
propiamente dichos. A veces tocará también el preservar de
falsas doctrinas a los niños y jóvenes, obligados a frecuentar
escuelas no católicas; en todo caso será necesario contrapesar
la educación humanista y técnica, recibida en las escuelas
públicas, con una educación espiritual particularmente inteligente
e intensa, no sea que la instrucción logre individuos falsamente formados,
pero llenos de pretensiones y más bien nocivos que útiles a
la Iglesia y a los pueblos. Su formación especial sea proporcionada
al grado de desarrollo intelectual, encaminada a prepararlos para vivir católicamente
en su ambiente social y profesional y para ocupar oportunamente su puesto
en la vida católica organizada. Por ello, siempre que los jóvenes
cristianos sean obligados a dejar su comunidad para asistir en otras ciudades
a escuelas públicas, será muy oportuno pensar en la organización
de «pensionados» y lugares de reunión que les aseguren
un ambiente religiosa y moralmente sano, propio y adaptado para enderezar
sus capacidades y energías hacia los ideales apostólicos. Al
atribuir a las escuelas una misión singular y particularmente eficaz
en la formación de los directivos de la Acción Católica,
no querríamos ciertamente sustraer a las familias su parte de responsabilidad,
ni negar su influjo, que puede ser aún más vigoroso y eficaz
que el de la escuela, tanto en alimentar a sus hijos con la llama del apostolado
como en el procurarles una formación cristiana cada vez más
madura y abierta a la acción. En verdad que la familia es una escuela
ideal e insustituible.
En la vida pública y social
23. La «buena batalla» (2Tim 4,7)) por la fe se combate no tan
sólo en el secreto de la conciencia o en la intimidad de la casa,
sino también en la vida pública en todas sus formas. En todos
los países del mundo se plantean hoy problemas de varia naturaleza,
cuyas soluciones se intentan apelando, lo más frecuentemente, tan
sólo a recursos humanos y obedeciendo a principios no siempre acordes
con las exigencias de la fe cristiana. Muchos territorios de Misión,
además, atraviesan actualmente «una fase de evolución
social, económica y política, que está saturada de consecuencias
para su porvenir» [42]. Problemas que en otras naciones ya están
resueltos o que en la tradición encuentran elementos de solución,
se presentan a otros países con urgencia que no está exenta
de peligros, en cuanto podría aconsejar soluciones apresuradas y derivadas,
con deplorable ligereza, de doctrinas que no tienen en ninguna cuenta, o
directamente les contradicen, los intereses religiosos de los individuos
y de los pueblos. Los católicos, por su bien privado y por el bien
público de la Iglesia, no pueden ignorar tales problemas, ni esperar
les sean dadas soluciones perjudiciales que en lo por venir exigirían
esfuerzo mucho más grande de enderezamiento y derivarían en
ulteriores obstáculos para la evangelización del mundo.
En el campo de la actividad pública es donde los laicos de los países
de Misión tienen su más directa y preponderante acción,
y es necesario proveer con gran premura y urgencia para que las comunidades
cristianas ofrezcan a sus patrias terrenales, para bien común de ellas,
hombres que honren primero las diversas profesiones y actividades, y luego,
con su sólida vida cristiana, a la Iglesia que los ha regenerado a
la gracia, de suerte que los sagrados Pastores puedan repetirles, como dirigidas
también a ellos, la alabanza que leemos en los escritos de San Basilio:
«He dado gracias a Dios Santísimo por el hecho de que, aun estando
ocupados en los negocios públicos, no habéis descuidado los
de la Iglesia; al contrario, cada uno de vosotros se ha preocupado de ella
como si se tratara de un asunto personal, del cual dependa su propia vida»
[43].
Concretamente, en el campo de los problemas y de la organización de
la escuela, de la asistencia social organizada, del trabajo, de la vida política,
la presencia de expertos católicos nativos podrá tener la más
feliz y bienhechora influencia si ellos saben —como es deber suyo personal,
que no podrían descuidar sin realidad de traición— inspirar
sus intenciones y sus actos en los principios cristianos que una muy larga
historia demuestra eficaces y decisivos para procurar el bien común.
A este fin, como ya exhortaba nuestro predecesor, de venerable memoria, Pío
XII, no será difícil convencerse de la utilidad y de la importancia
del auxilio fraternal que las Organizaciones Internacionales Católicas
podrán dar al apostolado seglar en lo países de Misión,
ya en el terreno científico, con el estudio de la solución
cristiana que haya de darse a problemas específicamente sociales de
las nuevas naciones, ya en el terreno apostólico, sobre todo, mediante
la organización del laicado cristiano activo. Bien sabemos cuánto
ya se ha hecho y se va haciendo por parte de laicos misioneros, que han preferido
temporal o definitivamente abandonar su patria para contribuir con múltiple
actividad al bien social y religioso de los países de Misión,
y al Señor rogamos ardientemente que multiplique las pléyades
de estos espíritus generosos y los mantenga a través de las
dificultades y fatigas que habrán de afrontar con espíritu
apostólico. Los Institutos Seculares podrán dar a las necesidades
del laicado nativo en tierra de Misión una ayuda incomparablemente
fecunda, si con su ejemplo saben suscitar imitadores y poner a sus fuerzas
disposición del Ordinario, para así acelerar el proceso de
madurez de las nuevas comunidades.
Se dirige nuestro llamamiento a todos aquellos laicos católicos que
doquier ocupan lugares destacados en las profesiones y en la vida pública:
consideren seriamente la posibilidad de ayudar a sus hermanos recién
logrados, aun sin abandonar su propia patria. Su consejo, su experiencia,
su asistencia técnica, podrán, sin excesiva fatiga y sin graves
incomodidades, aportar una cooperación a veces decisiva. Que no falte
a los buenos el espíritu de iniciativa para traducir a la práctica
este Nuestro paternal deseo, dándolo a conocer allí donde pueda
ser acogido, estimulando las buenas disposiciones y logrando en ellas la
mejor utilización.
Jóvenes y estudiantes
24. Nuestro inmediato predecesor exhortó a los obispos para que, con
espíritu de fraternal y desinteresada colaboración, proveyesen
a la asistencia espiritual de los jóvenes católicos venidos
a sus diócesis desde los países de Misión, con el fin
de completar estudios o adquirir experiencias que les pongan en grado de
asumir funciones directivas en su propio país [44]. A cuán
graves peligros intelectuales y morales se hallen expuestos en una sociedad
que no es la suya y que con frecuencia, desgraciadamente, no es capaz de
sostener su fe y animar su virtud, cada uno de vosotros, venerables hermanos,
lo entienda perfectamente y, movido por la conciencia del deber misionero
que a todos los sagrados Pastores incumbe, proveerá con la más
solícita caridad y en los modos más apropiados. Ni os será
difícil seguir a estos estudiantes, confiarlos a sacerdotes y seglares
particularmente dotados para este ministerio, asistirles espiritualmente,
hacerles sentir y experimentar la fragancia y los recursos de la caridad
cristiana que a todos nos hace hermanos, preocupados cada uno del otro. A
tantas y tantas ayudas como dais a las Misiones, añádase ésta,
que os presenta más inmediatamente un mundo geográficamente
alejado, pero espiritualmente vuestro también.
A estos mismos estudiantes, ahora, Nos queremos significarles no sólo
todo Nuestro amor, sino también dirigirles un conmovedor y afectuoso
ruego: lleven siempre muy alta la frente signada por la sangre de Cristo
y por la unción del santo Crisma, aprovechen su estancia en el extranjero
no tan sólo para su propia formación personal, sino también
para ampliar y perfeccionar su formación religiosa. Podrán
encontrarse expuestos a muchos peligros, pero también tienen la buena
ocasión de lograr muchas ventajas espirituales de su estancia en las
naciones católicas, pues que todo cristiano, cualquiera sea y doquier
haya nacido, tiene siempre el deber del buen ejemplo y de la mutua edificación
espiritual.
CONCLUSIÓN
25. Luego de haberos hablado, venerables hermanos, sobre las necesidades
actuales más características de la Iglesia en las tierras de
Misión, no podemos menos de expresar nuestra conmovida gratitud hacia
todos cuantos se prodigan por la causa de la propagación de la fe
hasta los extremos confines del mundo. A los queridos misioneros del clero
secular y regular, a las religiosas tan ejemplarmente generosas y tan excelentes
para las varias necesidades de las Misiones, a los laicos misioneros que
con tan santo entusiasmo marchan a extender el reinado de la fe, Nos les
aseguramos Nuestras muy singulares y cotidianas oraciones y toda cuanta ayuda
esté en Nuestro poder. El éxito de su obra, visible hasta en
la solidez espiritual de las nuevas comunidades cristianas, es señal
de la gratitud y de la bendición de Dios, y al mismo tiempo atestigua
el acierto y la prudencia con que la Sagrada Congregación «de
Propaganda Fide» y la Sagrada Congregación de la Iglesia Oriental
cumplen las difíciles tareas a ellas encomendadas.
A todos los obispos, al clero y a los fieles de las diócesis del mundo
entero, que con oraciones y ofertas contribuyen a las necesidades espirituales
y materiales de las Misiones, les exhortamos a que intensifiquen más
aún esta necesaria colaboración. No obstante la escasez de
clero que tanto preocupa a los Pastores aun de las más pequeñas
diócesis, que nunca se tenga la menor duda en animar las vocaciones
misioneras y en privarse de excelentes sujetos laicos para ponerlos a disposición
de las nuevas diócesis. No tardarán en recoger de tal sacrificio
los frutos sobrenaturales. Que la santa porfía de generosidad en que
actualmente se hallan empeñados los fieles del mundo entero con las
manifestaciones de celo y de tangible caridad en beneficio de las Obras que,
dependiendo de la Sagrada Congregación «de Propaganda Fide»,
encaminan los socorros, procedentes de todas partes, hacia los destinos más
útiles y apremiantes, aumente tanto cuanto sin cesar crecen las necesidades.
La caridad solícita y práctica de los hermanos animará
a los fieles de las jóvenes comunidades y les hará sentir el
calor de un afecto sobrenatural que la gracia alimenta en el corazón.
Muchas diócesis y comunidades cristianas de las tierras de Misión
soportan sufrimientos y persecuciones hasta sangrientas: a los sagrados Pastores
que dan a sus hijos espirituales el ejemplo de una fe que no se deja doblegar
y de una lealtad que jamás falla ni aun a precio del sacrificio de
la vida; a los fieles tan duramente probados, mas tan amados por el Corazón
de Jesucristo que ha prometido la felicidad y una copiosa merced a quienes
sufrieren persecuciones por causa de la justicia (cf. Mt 5,10-12), dirigimos
Nuestra exhortación para que perseveren en su santa batalla: el Señor,
siempre misericordioso en sus inescrutables designios, no dejará que
les falte el socorro de las más preciosas gracias y de la íntima
consolación. Con los perseguidos se halla en comunión de oraciones
y de sufrimientos toda la Iglesia de Dios, segura de lograr la esperada victoria.
Invocando con toda el alma sobre las Misiones Católicas la válida
asistencia de sus Santos Patronos y Mártires, y muy especialmente
la intercesión de María Santísima, amorosa Madre de
todos nosotros y Reina de las Misiones, a cada uno de vosotros, venerables
hermanos, y a todos cuantos de algún modo colaboran en la propagación
del Reino de Dios, con el mayor afecto impartimos la Bendición Apostólica,
que sea prenda y fuente de las gracias del Padre Celestial que se reveló
en su Hijo Salvador del mundo, y que en todos encienda y multiplique el celo
misionero.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 28 de noviembre de 1959, año
segundo de nuestro Pontificado.
+S. S. Juan XXIII
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Notas
[1] Cf. Homilia in die Coronationis habita: AAS 50 (1958) 886.
[2] Cf. La propagazione della fede. Scritti di A. G. Roncalli, Roma, 1958,
103 ss.
[3] Cf. Pío XI, Enc. Rerum Ecclesiae: AAS 18 (1926) 65ss.; Pío
XII, Enc. Evangelii praecones: AAS 43 (1951) 497ss.; Fidei donum: AAS 49
(1957) 225ss.
[4] Enc. Ad Petri Cathedram: cf. AAS 51 (1959) 497ss.
[5] Enc. Evangelii praecones: AAS 43 (1951) 507.
[6] Cf. Nuntius radioph. Pii XII die Natali D. N. I. C. habitus: AAS. 38
(1946) 20.
[7]. Epist. Pii XII ad Emmum. Card. Adeodatum Piazza: AAS 47 (1955) 542.
[8] Pío XII, Exhort. apost. Menti Nostrae: AAS 42 (1950) 677.
[9] Pío XII, Exhort. apost. Menti Nostrae: AAS 42 (1950) 686.
[10] Ibíd.
[11] Ibíd. 687.
[12] Cf. Carta apost. Maximum illud: AAS 11 (1919) 445.
[13] Cf. Pío XII, Exhort. apost. Menti Nostrae: AAS 42 (1950) 686.
[14] Cf. Carta apost. Maximum illud: AAS. 11 (1919) 448.
[15] Enc. Evangelii praecones: AAS 43 (1951) 500.
[16] Ibíd., 522.
[17] Cf. Discorso ai participanti al II Congresso mondiale degli scrittori
e artisti neri: L\\’Os. Rom. (3-IV-1959), 1. (Allocutio…: AAS 51 (1959) 260.
[18] Pío XI, Enc. Rerum Ecclesiae: AAS 18 (1926) 77.
[19] Enc. Fidei donum: AAS 49 (1957) 233.
[20] Ibíd.
[21] Enc. Fidei donum: AAS 49 (1957) 231.
[22] Ibíd., 238.
[23] Hom. 2 in 2 Cor: PG 61, 398.
[24] In ep. Ioan. ad Parthos 10, 5: PL 35, 2060.
[25] Cf. Carta apost. Maximum illud: AAS 11 (1919) 446.
[26] Ibíd. 445.
[27] Enc. Evangelii praecones: AAS 43 (1951) 510ss.
[28] Cf. Pío XII, Enc. Mystici Corporis: AAS 35 (1943) 200-201; Pío
XI, Enc. Rerum Ecclesiae: AAS 18 (1926) 78.
[29] Santo Tomás, Sum. Theol. 2. 2ae., 3, 2, ad 2.
[30] San Juan Crisóstomo, Hom. 10 in 1 Tim: PG 62, 551.
[31] F. X. Funk, Patres Apostolici 1, 201.
[32] Enc. Mystici Corporis: AAS 35 (1943) 200.
[33] Enc. Fidei donum: AAS 49 (1957) 237.
[34] Pío XII Enc. Mystici Corporis: AAS 35 (1943) 201.
[35] Cf. Pío XI, Enc. Rerum Ecclesiae: AAS 18 (1926) 78.
[36] Cf. Sermonem a Pio XII anno 1957 habito ad eos, qui alteri interfuerunt
Conventui catholicorum ex universo orbe pro laicorum Apostolatu: AAS 49 (1957)
937.
[37] Cf. Enc. Ad Petri Cathedram: AAS 51 (1959) 523.
[38] Ibíd., 523.
[39] Enc. Evangelii praecones: AAS 43 (1951) 513.
[40] Cf. Ep. Pii XII de Actione Catholica, die 11 oct. 1946 data: AAS 38
(1946) 422; Disc. e Rad. 8, 468.
[41] Enc. Ad Petri Cathedram: AAS 51 (1959) 524.
[42] Pío XII, Enc. Fidei donum: AAS 49 (1957) 229.
[43] Ep. 288: PG 32, 855.
[44] Cf. Enc. Fidei donum: AAS 49 (1957) 245.