REDEMPTORIS MATER
CARTA ENCÍCLICA DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO
II
SOBRE LA MADRE DEL REDENTOR
Venerables hermanos, Amadísimos hijos e hijas:
¡Salud y bendición apostólica!
INTRODUCCIÓN
1. LA MADRE DEL REDENTOR tiene un lugar preciso en el plan de la salvación,
porque « al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a
su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se
hallaban bajo la ley, para que recibieran la filiación adoptiva. La
prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu
de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! » (Gál 4, 4-6).
Con estas palabras del apóstol Pablo, que el Concilio Vaticano II
cita al comienzo de la exposición sobre la bienaventurada Virgen María,[1]
deseo iniciar también mi reflexión sobre el significado que
María tiene en el misterio de Cristo y sobre su presencia activa y
ejemplar en la vida de la Iglesia. Pues, son palabras que celebran conjuntamente
el amor del Padre, la misión del Hijo, el don del Espíritu,
la mujer de la que nació el Redentor, nuestra filiación divina,
en el misterio de la « plenitud de los tiempos ».[2]
Esta plenitud delimita el momento, fijado desde toda la eternidad, en el
cual el Padre envió a su Hijo « para que todo el que crea en
él no perezca sino que tenga vida eterna » (Jn 3, 16). Esta
plenitud señala el momento feliz en el que « la Palabra que
estaba con Dios … se hizo carne, y puso su morada entre nosotros »
(Jn 1, 1. 14), haciéndose nuestro hermano. Esta misma plenitud señala
el momento en que el Espíritu Santo, que ya había infundido
la plenitud de gracia en María de Nazaret, plasmó en su seno
virginal la naturaleza humana de Cristo. Esta plenitud define el instante
en el que, por la entrada del eterno en el tiempo, el tiempo mismo es redimido
y, llenándose del misterio de Cristo, se convierte definitivamente
en « tiempo de salvación ». Designa, finalmente, el comienzo
arcano del camino de la Iglesia. En la liturgia, en efecto, la Iglesia saluda
a María de Nazaret como a su exordio,[3] ya que en la Concepción
inmaculada ve la proyección, anticipada en su miembro más noble,
de la gracia salvadora de la Pascua y, sobre todo, porque en el hecho de
la Encarnación encuentra unidos indisolublemente a Cristo y a María:
al que es su Señor y su Cabeza y a la que, pronunciando el primer
fiat de la Nueva Alianza, prefigura su condición de esposa y madre.
2. La Iglesia, confortada por la presencia de Cristo (cf. Mt 28, 20),camina
en el tiempo hacia la consumación de los siglos y va al encuentro
del Señor que llega. Pero en este camino -deseo destacarlo enseguida-
procede recorriendo de nuevo el itinerario realizado por la Virgen María,
que « avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente
la unión con su Hijo hasta la Cruz ».[4] Tomo estas palabras
tan densas y evocadoras de la Constitución Lumen gentium, que en su
parte final traza una síntesis eficaz de la doctrina de la Iglesia
sobre el tema de la Madre de Cristo, venerada por ella como madre suya amantísima
y como su figura en la fe, en la esperanza y en la caridad.
Poco después del Concilio, mi gran predecesor Pablo VI quiso volver
a hablar de la Virgen Santísima, exponiendo en la Carta Encíclica
Christi Matri y más tarde en las Exhortaciones Apostólicas
Signum magnum y Marialis cultus [5]los fundamentos y criterios de aquella
singular veneración que la Madre de Cristo recibe en la Iglesia, así
como las diferentes formas de devoción mariana -litúrgicas,
populares y privadas- correspondientes al espíritu de la fe.
3. La circunstancia que ahora me empuja a volver sobre este tema es la perspectiva
del año dos mil, ya cercano, en el que el Jubileo bimilenario del
nacimiento de Jesucristo orienta, al mismo tiempo, nuestra mirada hacia su
Madre. En los últimos años se han alzado varias voces para
exponer la oportunidad de hacer preceder tal conmemoración por un
análogo Jubileo, dedicado a la celebración del nacimiento de
María.
En realidad, aunque no sea posible establecer un preciso punto cronológico
para fijar la fecha del nacimiento de María, es constante por parte
de la Iglesia la conciencia de que María apareció antes de
Cristo en el horizonte de la historia de la salvación.[6]Es un hecho
que, mientras se acercaba definitivamente « la plenitud de los tiempos
», o sea el acontecimiento salvífico del Emmanuel, la que había
sido destinada desde la eternidad para ser su Madre ya existía en
la tierra. Este « preceder » suyo a la venida de Cristo se refleja
cada año en la liturgia de Adviento. Por consiguiente, si los años
que se acercan a la conclusión del segundo Milenio después
de Cristo y al comienzo del tercero se refieren a aquella antigua espera
histórica del Salvador, es plenamente comprensible que en este período
deseemos dirigirnos de modo particular a la que, en la « noche »
de la espera de Adviento, comenzó a resplandecer como una verdadera
« estrella de la mañana » (Stella matutina). En efecto,
igual que esta estrella junto con la « aurora » precede la salida
del sol, así María desde su concepción inmaculada ha
precedido la venida del Salvador, la salida del « sol de justicia »
en la historia del género humano.[7]
Su presencia en medio de Israel –tan discreta que pasó casi inobservada
a los ojos de sus contemporáneos– resplandecía claramente ante
el Eterno, el cual había asociado a esta escondida « hija de
Sión » (cf. So 3, 14; Za 2, 14) al plan salvífico que
abarcaba toda la historia de la humanidad. Con razón pues, al término
del segundo Milenio, nosotros los cristianos, que sabemos como el plan providencial
de la Santísima Trinidad sea la realidad central de la revelación
y de la fe, sentimos la necesidad de poner de relieve la presencia singular
de la Madre de Cristo en la historia, especialmente durante estos últimos
años anteriores al dos mil.
4. Nos prepara a esto el Concilio Vaticano II, presentando en su magisterio
a la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia. En efecto, si
es verdad que « el misterio del hombre sólo se esclarece en
el misterio del Verbo encarnado » -como proclama el mismo Concilio
[8]-, es necesario aplicar este principio de modo muy particular a aquella
excepcional « hija de las generaciones humanas », a aquella «
mujer » extraordinaria que llegó a ser Madre de Cristo. Sólo
en el misterio de Cristo se esclarece plenamente su misterio. Así,por
lo demás, ha intentado leerlo la Iglesia desde el comienzo. El misterio
de la Encarnación le ha permitido penetrar y esclarecer cada vez mejor
el misterio de la Madre del Verbo encarnado. En este profundizar tuvo particular
importancia el Concilio de Éfeso (a. 431) durante el cual, con gran
gozo de los cristianos, la verdad sobre la maternidad divina de María
fue confirmada solemnemente como verdad de fe de la Iglesia. María
es la Madre de Dios (Theotókos), ya que por obra del Espíritu
Santo concibió en su seno virginal y dio al mundo a Jesucristo, el
Hijo de Dios consubstancial al Padre.[9] « El Hijo de Dios… nacido
de la Virgen María… se hizo verdaderamente uno de los nuestros… »,[10]
se hizo hombre. Así pues, mediante el misterio de Cristo, en el horizonte
de la fe de la Iglesia resplandece plenamente el misterio de su Madre. A
su vez, el dogma de la maternidad divina de María fue para el Concilio
de Éfeso y es para la Iglesia como un sello del dogma de la Encarnación,
en la que el Verbo asume realmente en la unidad de su persona la naturaleza
humana sin anularla.
5. El Concilio Vaticano II, presentando a María en el misterio de
Cristo, encuentra también, de este modo, el camino para profundizar
en el conocimiento del misterio de la Iglesia. En efecto, María, como
Madre de Cristo, está unida de modo particular a la Iglesia, «
que el Señor constituyó como su Cuerpo ».[11] El texto
conciliar acerca significativamente esta verdad sobre la Iglesia como cuerpo
de Cristo (según la enseñanza de las Cartas paulinas) a la
verdad de que el Hijo de Dios « por obra del Espíritu Santo
nació de María Virgen ». La realidad de la Encarnación
encuentra casi su prolongación en el misterio de la Iglesia-cuerpo
de Cristo. Y no puede pensarse en la realidad misma de la Encarnación
sin hacer referencia a María, Madre del Verbo encarnado.
En las presentes reflexiones, sin embargo, quiero hacer referencia sobre
todo a aquella « peregrinación de la fe », en la que «
la Santísima Virgen avanzó », manteniendo fielmente su
unión con Cristo.[12] De esta manera aquel doble vínculo, que
une la Madre de Dios a Cristo y a la Iglesia, adquiere un significado histórico.
No se trata aquí sólo de la historia de la Virgen Madre, de
su personal camino de fe y de la « parte mejor » que ella tiene
en el misterio de la salvación, sino además de la historia
de todo el Pueblo de Dios, de todos los que toman parte en la misma peregrinación
de la fe.
Esto lo expresa el Concilio constatando en otro pasaje que María «
precedió », convirtiéndose en « tipo de la Iglesia
… en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo
».[13] Este « preceder » suyo como tipo, o modelo, se refiere
al mismo misterio íntimo de la Iglesia, la cual realiza su misión
salvífica uniendo en sí -como María- las cualidades
de madre y virgen. Es virgen que « guarda pura e íntegramente
la fe prometida al Esposo » y que « se hace también madre
… pues … engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por
obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios ».[14]
6. Todo esto se realiza en un gran proceso histórico y, por así
decir, « en un camino ». La peregrinación de la fe indica
la historia interior, es decir la historia de las almas. Pero ésta
es también la historia de los hombres, sometidos en esta tierra a
la transitoriedad y comprendidos en la dimensión de la historia. En
las siguientes reflexiones deseamos concentrarnos ante todo en la fase actual,
que de por sí no es aún historia, y sin embargo la plasma sin
cesar, incluso en el sentido de historia de la salvación. Aquí
se abre un amplio espacio, dentro del cual la bienaventurada Virgen María
sigue « precediendo » al Pueblo de Dios. Su excepcional peregrinación
de la fe representa un punto de referencia constante para la Iglesia, para
los individuos y comunidades, para los pueblos y naciones, y, en cierto modo,
para toda la humanidad. De veras es difícil abarcar y medir su radio
de acción.
El Concilio subraya que la Madre de Dios es ya el cumplimiento escatológico
de la Iglesia: « La Iglesia ha alcanzado en la Santísima Virgen
la perfección, en virtud de la cual no tiene mancha ni arruga (cf.
Ef 5, 27) » y al mismo tiempo que « los fieles luchan todavía
por crecer en santidad, venciendo enteramente al pecado, y por eso levantan
sus ojos a María, que resplandece como modelo de virtudes para toda
la comunidad de los elegidos ».[15] La peregrinación de la fe
ya no pertenece a la Madre del Hijo de Dios; glorificada junto al Hijo en
los cielos, María ha superado ya el umbral entre la fe y la visión
« cara a cara » (1 Cor 13, 12). Al mismo tiempo, sin embargo,
en este cumplimiento escatológico no deja de ser la « Estrella
del mar » (Maris Stella)[16] para todos los que aún siguen el
camino de la fe. Si alzan los ojos hacia ella en los diversos lugares de
la existencia terrena lo hacen porque ella « dio a luz al Hijo, a quien
Dios constituyó primogénito entre muchos hermanos (cf. Rom
8, 29) »,[17] y también porque a la « generación
y educación » de estos hermanos y hermanas « coopera con
amor materno ».[18]
I PARTE:
MARÍA EN EL MISTERIO DE CRISTO
1. LLENA DE GRACIA
7. « Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos,
en Cristo » (Ef 1, 3). Estas palabras de la Carta a los Efesios revelan
el eterno designio de Dios Padre, su plan de salvación del hombre
en Cristo. Es un plan universal, que comprende a todos los hombres creados
a imagen y semejanza de Dios (cf. Gén1, 26). Todos, así como
están incluidos « al comienzo » en la obra creadora de
Dios, también están incluidos eternamente en el plan divino
de la salvación, que se debe revelar completamente, en la «
plenitud de los tiempos », con la venida de Cristo. En efecto, Dios,
que es « Padre de nuestro Señor Jesucristo, -son las palabras
sucesivas de la misma Carta- « nos ha elegido en él antes de
la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia,
en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus « hijos adoptivos
por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad,
para alabanza de la gloria de su gracia, con la que nos agració en
el Amado. En él tenemos por medio de su sangre la redención,
el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia »
(Ef 1,4-7).
El plan divino de la salvación, que nos ha sido revelado plenamente
con la venida de Cristo, es eterno. Está también -según
la enseñanza contenida en aquella Carta yen otras Cartas paulinas-
eternamente unido a Cristo. Abarca a todos los hombres, pero reserva un lugar
particular a la « mujer » que es la Madre de aquel, al cual el
Padre ha confiado la obra de la salvación.[19] Como escribe el Concilio
Vaticano II, « ella misma es insinuada proféticamente en la
promesa dada a nuestros primeros padres caídos en pecado »,
según el libro del Génesis (cf. 3, 15). « Así
también, ella es la Virgen que concebirá y dará a luz
un Hijo cuyo nombre será Emmanuel », según las palabras
de Isaías (cf. 7, 14).[20] De este modo el Antiguo Testamento prepara
aquella « plenitud de los tiempos », en que Dios « envió
a su Hijo, nacido de mujer, … para que recibiéramos la filiación
adoptiva ». La venida del Hijo de Dios al mundo es el acontecimiento
narrado en los primeros capítulos de los Evangelios según Lucas
y Mateo.
8. María es introducida definitivamente en el misterio de Cristo a
través de este acontecimiento: la anunciación del ángel.
Acontece en Nazaret, en circunstancias concretas de la historia de Israel,
el primer pueblo destinatario de las promesas de Dios. El mensajero divino
dice a la Virgen: « Alégrate, llena de gracia, el Señor
está contigo » (Lc 1, 28). María « se conturbó
por estas palabras, y discurría qué significaría aquel
saludo » (Lc 1, 29). Qué significarían aquellas extraordinarias
palabras y, en concreto, la expresión « llena de gracia »
(Kejaritoméne).[21]
Si queremos meditar junto a María sobre estas palabras y, especialmente
sobre la expresión « llena de gracia », podemos encontrar
una verificación significativa precisamente en el pasaje anteriormente
citado de la Carta a los Efesios. Si, después del anuncio del mensajero
celestial, la Virgen de Nazaret es llamada también « bendita
entre las mujeres » (cf. Lc 1, 42), esto se explica por aquella bendición
de la que « Dios Padre » nos ha colmado « en los cielos,
en Cristo ». Es una bendición espiritual, que se refiere a todos
los hombres, y lleva consigo la plenitud y la universalidad (« toda
bendición »), que brota del amor que, en el Espíritu
Santo, une al Padre el Hijo consubstancial. Al mismo tiempo, es una bendición
derramada por obra de Jesucristo en la historia del hombre desde el comienzo
hasta el final: a todos los hombres. Sin embargo, esta bendición se
refiere a María de modo especial y excepcional; en efecto, fue saludada
por Isabel como « bendita entre las mujeres ».
La razón de este doble saludo es, pues, que en el alma de esta «
hija de Sión » se ha manifestado, en cierto sentido, toda la
« gloria de su gracia », aquella con la que el Padre «
nos agració en el Amado ». El mensajero saluda, en efecto, a
María como « llena de gracia »; la llama así, como
si éste fuera su verdadero nombre. No llama a su interlocutora con
el nombre que le es propio en el registro civil: « Miryam » (María),
sino con este nombre nuevo: « llena de gracia ». ¿Qué
significa este nombre? ¿Porqué el arcángel llama así
a la Virgen de Nazaret?
En el lenguaje de la Biblia « gracia » significa un don especial
que, según el Nuevo Testamento, tiene la propia fuente en la vida
trinitaria de Dios mismo, de Dios que es amor (cf. 1 Jn 4, 8). Fruto de este
amor es la elección, de la que habla la Carta a los Efesios. Por parte
de Dios esta elección es la eterna voluntad de salvar al hombre a
través de la participación de su misma vida en Cristo (cf.
2 P 1, 4): es la salvación en la participación de la vida sobrenatural.
El efecto de este don eterno, de esta gracia de la elección del hombre,
es como un germen de santidad, o como una fuente que brota en el alma como
don de Dios mismo, que mediante la gracia vivifica y santifica a los elegidos.
De este modo tiene lugar, es decir, se hace realidad aquella bendición
del hombre « con toda clase de bendiciones espirituales », aquel
« ser sus hijos adoptivos … en Cristo » o sea en aquel que es
eternamente el « Amado » del Padre.
Cuando leemos que el mensajero dice a María « llena de gracia
», el contexto evangélico, en el que confluyen revelaciones
y promesas antiguas, nos da a entender que se trata de una bendición
singular entre todas las « bendiciones espirituales en Cristo ».
En el misterio de Cristo María está presente ya « antes
de la creación del mundo » como aquella que el Padre «
ha elegido » como Madre de su Hijo en la Encarnación, y junto
con el Padre la ha elegido el Hijo, confiándola eternamente al Espíritu
de santidad. María está unida a Cristo de un modo totalmente
especial y excepcional, e igualmente es amada en este « Amado »
eternamente, en este Hijo consubstancial al Padre, en el que se concentra
toda « la gloria de la gracia ». A la vez, ella está y
sigue abierta perfectamente a este « don de lo alto » (cf. St
1, 17). Como enseña el Concilio, María « sobresale entre
los humildes y pobres del Señor, que de El esperan con confianza la
salvación ».[22]
9. Si el saludo y el nombre « llena de gracia » significan todo
esto, en el contexto del anuncio del ángel se refieren ante todo a
la elección de María como Madre del Hijo de Dios. Pero, al
mismo tiempo, la plenitud de gracia indica la dádiva sobrenatural,
de la que se beneficia María porque ha sido elegida y destinada a
ser Madre de Cristo. Si esta elección es fundamental para el cumplimiento
de los designios salvíficos de Dios respecto a la humanidad, si la
elección eterna en Cristo y la destinación a la dignidad de
hijos adoptivos se refieren a todos los hombres, la elección de María
es del todo excepcional y única. De aquí, la singularidad y
unicidad de su lugar en el misterio de Cristo.
El mensajero divino le dice: « No temas, María, porque has hallado
gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un Hijo,
a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y será
llamado Hijo del Altísimo » (Lc 1, 30-32). Y cuando la Virgen,
turbada por aquel saludo extraordinario, pregunta: « ¿Cómo
será esto, puesto que no conozco varón? », recibe del
ángel la confirmación y la explicación de las palabras
precedentes. Gabriel le dice: « El Espíritu Santo vendrá
sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra;
por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de
Dios » (Lc 1, 35).
Por consiguiente, la Anunciación es la revelación del misterio
de la Encarnación al comienzo mismo de su cumplimiento en la tierra.
El donarse salvífico que Dios hace de sí mismo y de su vida
en cierto modo a toda la creación, y directamente al hombre, alcanza
en el misterio de la Encarnación uno de sus vértices. En efecto,
este es un vértice entre todas las donaciones de gracia en la historia
del hombre y del cosmos. María es « llena de gracia »,
porque la Encarnación del Verbo, la unión hipostática
del Hijo de Dios con la naturaleza humana, se realiza y cumple precisamente
en ella. Como afirma el Concilio, María es « Madre de Dios Hijo
y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu
Santo; con un don de gracia tan eximia, antecede con mucho a todas las criaturas
celestiales y terrenas ».[23]
10. La Carta a los Efesios, al hablar de la « historia de la gracia
» que « Dios Padre … nos agració en el Amado »,
añade: « En él tenemos por medio de su sangre la redención
» (Ef 1, 7). Según la doctrina, formulada en documentos solemnes
de la Iglesia, esta « gloria de la gracia » se ha manifestado
en la Madre de Dios por el hecho de que ha sido redimida « de un modo
eminente ».[24] En virtud de la riqueza de la gracia del Amado, en
razón de los méritos redentores del que sería su Hijo,
María ha sido preservada de la herencia del pecado original.[25] De
esta manera, desde el primer instante de su concepción, es decir de
su existencia, es de Cristo, participa de la gracia salvífica y santificante
y de aquel amor que tiene su inicio en el « Amado », el Hijo
del eterno Padre, que mediante la Encarnación se ha convertido en
su propio Hijo. Por eso, por obra del Espíritu Santo, en el orden
de la gracia, o sea de la participación en la naturaleza divina, María
recibe la vida de aquel al que ella misma dio la vida como madre, en el orden
de la generación terrena. La liturgia no duda en llamarla «
madre de su Progenitor » [26] y en saludarla con las palabras que Dante
Alighieri pone en boca de San Bernardo: « hija de tu Hijo ».[27]
Y dado que esta « nueva vida » María la recibe con una
plenitud que corresponde al amor del Hijo a la Madre y, por consiguiente,
a la dignidad de la maternidad divina, en la anunciación el ángel
la llama « llena de gracia ».
11. En el designio salvífico de la Santísima Trinidad el misterio
de la Encarnación constituye el cumplimiento sobreabundante de la
promesa hecha por Dios a los hombres, después del pecado original,
después de aquel primer pecado cuyos efectos pesan sobre toda la historia
del hombre en la tierra (cf. Gén 3, 15).Viene al mundo un Hijo, el
« linaje de la mujer » que derrotará el mal del pecado
en su misma raíz: « aplastará la cabeza de la serpiente
». Como resulta de las palabras del protoevangelio, la victoria del
Hijo de la mujer no sucederá sin una dura lucha, que penetrará
toda la historia humana. « La enemistad », anunciada al comienzo,
es confirmada en el Apocalipsis, libro de las realidades últimas de
la Iglesia y del mundo, donde vuelve de nuevo la señal de la «
mujer », esta vez « vestida del sol » (Ap 12, 1).
María, Madre del Verbo encarnado, está situada en el centro
mismo de aquella « enemistad », de aquella lucha que acompaña
la historia de la humanidad en la tierra y la historia misma de la salvación.
En este lugar ella, que pertenece a los « humildes y pobres del Señor
», lleva en sí, como ningún otro entre los seres humanos,
aquella « gloria de la gracia » que el Padre « nos agració
en el Amado », y esta gracia determina la extraordinaria grandeza y
belleza de todo su ser. María permanece así ante Dios, y también
ante la humanidad entera, como el signo inmutable e inviolable de la elección
por parte de Dios, de la que habla la Carta paulina: « Nos ha elegido
en él (Cristo) antes de la fundación del mundo, … eligiéndonos
de antemano para ser sus hijos adoptivos » (Ef 1, 4.5). Esta elección
es más fuerte que toda experiencia del mal y del pecado, de toda aquella
« enemistad » con la que ha sido marcada la historia del hombre.
En esta historia María sigue siendo una señal de esperanza
segura.
2. FELIZ LA QUE HA CREÍDO
12. Poco después de la narración de la anunciación,
el evangelista Lucas nos guía tras los pasos de la Virgen de Nazaret
hacia « una ciudad de Judá » (Lc 1, 39). Según
los estudiosos esta ciudad debería ser la actual Ain-Karim, situada
entre las montañas, no distante de Jerusalén. María
llegó allí « con prontitud » para visitar a Isabel
su pariente. El motivo de la visita se halla también en el hecho de
que, durante la anunciación, Gabriel había nombrado de modo
significativo a Isabel, que en edad avanzada había concebido de su
marido Zacarías un hijo, por el poder de Dios: « Mira, también
Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez, y este es ya el sexto
mes de aquella que llamaban estéril, porque ninguna cosa es imposible
a Dios » (Lc 1, 36-37). El mensajero divino se había referido
a cuanto había acontecido en Isabel, para responder a la pregunta
de María: « ¿Cómo será esto, puesto que
no conozco varón? » (Lc 1, 34). Esto sucederá precisamente
por el « poder del Altísimo », como y más aún
que en el caso de Isabel.
Así pues María, movida por la caridad, se dirige a la casa
de su pariente. Cuando entra, Isabel, al responder a su saludo y sintiendo
saltar de gozo al niño en su seno, « llena de Espíritu
Santo », a su vez saluda a María en alta voz: « Bendita
tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno » (cf. Lc
1, 40-42). Esta exclamación o aclamación de Isabel entraría
posteriormente en el Ave María, como una continuación del saludo
del ángel, convirtiéndose así en una de las plegarias
más frecuentes de la Iglesia. Pero más significativas son todavía
las palabras de Isabel en la pregunta que sigue: « ¿de donde
a mí que la madre de mi Señor venga a mí? » (Lc
1, 43). Isabel da testimonio de María: reconoce y proclama que ante
ella está la Madre del Señor, la Madre del Mesías. De
este testimonio participa también el hijo que Isabel lleva en su seno:
« saltó de gozo el niño en su seno » (Lc 1, 44).
EL niño es el futuro Juan el Bautista, que en el Jordán señalará
en Jesús al Mesías.
En el saludo de Isabel cada palabra está llena de sentido y, sin embargo,
parece ser de importancia fundamental lo que dice al final: « ¡Feliz
la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron
dichas de parte del Señor! » (Lc 1, 45).[28] Estas palabras
se pueden poner junto al apelativo « llena de gracia » del saludo
del ángel. En ambos textos se revela un contenido mariológico
esencial, o sea, la verdad sobre María, que ha llegado a estar realmente
presente en el misterio de Cristo precisamente porque « ha creído
». La plenitud de gracia, anunciada por el ángel, significa
el don de Dios mismo; la fe de María, proclamada por Isabel en la
visitación, indica como la Virgen de Nazaret ha respondido a este
don.
13. « Cuando Dios revela hay que prestarle la obediencia de la fe »
(Rom 16, 26; cf. Rom 1, 5; 2 Cor10, 5-6), por la que el hombre se confía
libre y totalmente a Dios, como enseña el Concilio.[29] Esta descripción
de la fe encontró una realización perfecta en María.
El momento « decisivo » fue la anunciación, y las mismas
palabras de Isabel « Feliz la que ha creído » se refieren
en primer lugar a este instante.[30]
En efecto, en la Anunciación María se ha abandonado en Dios
completamente, manifestando « la obediencia de la fe » a aquel
que le hablaba a través de su mensajero y prestando « el homenaje
del entendimiento y de la voluntad ».[31] Ha respondido, por tanto,
con todo su « yo » humano, femenino, y en esta respuesta de fe
estaban contenidas una cooperación perfecta con « la gracia
de Dios que previene y socorre » y una disponibilidad perfecta a la
acción del Espíritu Santo, que, « perfecciona constantemente
la fe por medio de sus dones ».[32]
La palabra del Dios viviente, anunciada a María por el ángel,
se refería a ella misma « vas a concebir en el seno y vas a
dar a luz un hijo » (Lc 1, 31). Acogiendo este anuncio, María
se convertiría en la « Madre del Señor » y en ella
se realizaría el misterio divino de la Encarnación: «
El Padre de las misericordias quiso que precediera a la encarnación
la aceptación de parte de la Madre predestinada ».[33] Y María
da este consentimiento, después de haber escuchado todas las palabras
del mensajero. Dice: « He aquí la esclava del Señor;
hágase en mí según tu palabra » (Lc 1, 38). Este
fiat de María –« hágase en mí »– ha decidido,
desde el punto de vista humano, la realización del misterio divino.
Se da una plena consonancia con las palabras del Hijo que, según la
Carta a los Hebreos, al venir al mundo dice al Padre: « Sacrificio
y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo … He aquí
que vengo … a hacer, oh Dios, tu voluntad » (Hb 10, 5-7). El misterio
de la Encarnación se ha realizado en el momento en el cual María
ha pronunciado su fiat: «hágase en mí según tu
palabra », haciendo posible, en cuanto concernía a ella según
el designio divino, el cumplimiento del deseo de su Hijo. María ha
pronunciado este fiat por medio de la fe. Por medio de la fe se confió
a Dios sin reservas y « se consagró totalmente a sí misma,
cual esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo ».[34]
Y este Hijo -como enseñan los Padres- lo ha concebido en la mente
antes que en el seno: precisamente por medio de la fe.[35] Justamente, por
ello, Isabel alaba a María: « ¡Feliz la que ha creído
que se cumplirían las cosas que le fueron dichas por parte del Señor!
». Estas palabras ya se han realizado. María de Nazaret se presenta
en el umbral de la casa de Isabel y Zacarías como Madre del Hijo de
Dios. Es el descubrimiento gozoso de Isabel: « ¿de donde a mí
que la Madre de mi Señor venga a mí? ».
14. Por lo tanto, la fe de María puede parangonarse también
a la de Abraham, llamado por el Apóstol « nuestro padre en la
fe » (cf. Rom 4, 12). En la economía salvífica de la
revelación divina la fe de Abraham constituye el comienzo de la Antigua
Alianza; la fe de María en la anunciación da comienzo a la
Nueva Alianza. Como Abraham « esperando contra toda esperanza, creyó
y fue hecho padre de muchas naciones » (cf. Rom 4, 18), así
María, en el instante de la anunciación, después de
haber manifestado su condición de virgen (« ¿cómo
será esto, puesto que no conozco varón? »), creyó
que por el poder del Altísimo, por obra del Espíritu Santo,
se convertiría en la Madre del Hijo de Dios según la revelación
del ángel: « el que ha de nacer será santo y será
llamado Hijo de Dios » (Lc 1, 35).
Sin embargo las palabras de Isabel « Feliz la que ha creído
» no se aplican únicamente a aquel momento concreto de la anunciación.
Ciertamente la anunciación representa el momento culminante de la
fe de María a la espera de Cristo, pero es además el punto
de partida, de donde inicia todo su « camino hacia Dios », todo
su camino de fe. Y sobre esta vía, de modo eminente y realmente heroico
-es mas, con un heroísmo de fe cada vez mayor- se efectuará
la « obediencia » profesada por ella a la palabra de la divina
revelación. Y esta « obediencia de la fe » por parte de
María a lo largo de todo su camino tendrá analogías
sorprendentes con la fe de Abraham. Como el patriarca del Pueblo de Dios,
así también María, a través del camino de su
fiat filial y maternal, « esperando contra esperanza, creyó
». De modo especial a lo largo de algunas etapas de este camino la
bendición concedida a « la que ha creído » se revelará
con particular evidencia. Creer quiere decir « abandonarse »
en la verdad misma de la palabra del Dios viviente, sabiendo y reconociendo
humildemente « ¡cuan insondables son sus designios e inescrutables
sus caminos! »(Rom 11, 33). María, que por la eterna voluntad
del Altísimo se ha encontrado, puede decirse, en el centro mismo de
aquellos « inescrutables caminos » y de los « insondables
designios » de Dios, se conforma a ellos en la penumbra de la fe, aceptando
plenamente y con corazón abierto todo lo que está dispuesto
en el designio divino.
15. María, cuando en la anunciación siente hablar del Hijo
del que será madre y al que « pondrá por nombre Jesús
» (Salvador), llega a conocer también que a el mismo «
el Señor Dios le dará el trono de David, su padre » y
que « reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino
no tendrá fin » (Lc 1, 32-33) En esta dirección se encaminaba
la esperanza de todo el pueblo de Israel. EL Mesías prometido debe
ser « grande », e incluso el mensajero celestial anuncia que
« será grande », grande tanto por el nombre de Hijo del
Altísimo como por asumir la herencia de David. Por lo tanto, debe
ser rey, debe reinar « en la casa de Jacob ». María ha
crecido en medio de esta expectativa de su pueblo, podía intuir, en
el momento de la anunciación ¿qué significado preciso
tenían las palabras del ángel? ¿Cómo conviene
entender aquel « reino » que no « tendrá fin »?
Aunque por medio de la fe se haya sentido en aquel instante Madre del «
Mesías-rey », sin embargo responde: « He aquí la
esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra
» (Lc 1, 38 ). Desde el primer momento, María profesa sobre
todo « la obediencia de la fe », abandonándose al significado
que, a las palabras de la anunciación, daba aquel del cual provenían:
Dios mismo.
16. Siempre a través de este camino de la « obediencia de la
fe » María oye algo más tarde otras palabras; las pronunciadas
por Simeón en el templo de Jerusalén. Cuarenta días
después del nacimiento de Jesús, según lo prescrito
por la Ley de Moisés, María y José « llevaron
al niño a Jerusalén para presentarle al Señor »
(Lc 2, 22) El nacimiento se había dado en una situación de
extrema pobreza. Sabemos, pues, por Lucas que, con ocasión del censo
de la población ordenado por las autoridades romanas, María
se dirigió con José a Belén; no habiendo encontrado
« sitio en el alojamiento », dio a luz a su hijo en un establo
y «le acostó en un pesebre » (cf. Lc 2, 7).
Un hombre justo y piadoso, llamado Simeón, aparece al comienzo del
« itinerario » de la fe de María. Sus palabras, sugeridas
por el Espíritu Santo (cf. Lc 2, 25-27), confirman la verdad de la
anunciación. Leemos, en efecto, que « tomó en brazos
» al niño, al que -según la orden del ángel- «
se le dio el nombre de Jesús » (cf. Lc 2, 21). El discurso de
Simeón es conforme al significado de este nombre, que quiere decir
Salvador: « Dios es la salvación ». Vuelto al Señor,
dice lo siguiente: « Porque han visto mis ojos tu salvación,
la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a
los gentiles y gloria de tu pueblo Israel » (Lc 2, 30-32). Al mismo
tiempo, sin embargo, Simeón se dirige a María con estas palabras:
« Este está puesto para caída y elevación de muchos
en Israel, y para ser señal de contradicción … a fin de que
queden al descubierto las intenciones de muchos corazones »; y añade
con referencia directa a María: « y a ti misma una espada te
atravesará el alma (Lc 2, 34-35). Las palabras de Simeón dan
nueva luz al anuncio que María ha oído del ángel: Jesús
es el Salvador, es « luz para iluminar » a los hombres. ¿No
es aquel que se manifestó, en cierto modo, en la Nochebuena, cuando
los pastores fueron al establo? ¿No es aquel que debía manifestarse
todavía más con la llegada de los Magos del Oriente? (cf. Mt
2, 1-12). Al mismo tiempo, sin embargo, ya al comienzo de su vida, el Hijo
de María -y con él su Madre- experimentarán en sí
mismos la verdad de las restantes palabras de Simeón: « Señal
de contradicción » (Lc 2, 34). El anuncio de Simeón parece
como un segundo anuncio a María, dado que le indica la concreta dimensión
histórica en la cual el Hijo cumplirá su misión, es
decir en la incomprensión y en el dolor. Si por un lado, este anuncio
confirma su fe en el cumplimiento de las promesas divinas de la salvación,
por otro, le revela también que deberá vivir en el sufrimiento
su obediencia de fe al lado del Salvador que sufre, y que su maternidad será
oscura y dolorosa. En efecto, después de la visita de los Magos, después
de su homenaje (« postrándose le adoraron »), después
de ofrecer unos dones (cf. Mt 2, 11), María con el niño debe
huir a Egipto bajo la protección diligente de José, porque
« Herodes buscaba al niño para matarlo » (cf. Mt 2, 13).
Y hasta la muerte de Herodes tendrán que permanecer en Egipto (cf.
Mt 2, 15).
17. Después de la muerte de Herodes, cuando la sagrada familia regresa
a Nazaret, comienza el largo período de la vida oculta. La que «
ha creído que se cumplirán las cosas que le fueron dichas de
parte del Señor » (Lc 1, 45) vive cada día el contenido
de estas palabras. Diariamente junto a ella está el Hijo a quien ha
puesto por nombre Jesús; por consiguiente, en la relación con
él usa ciertamente este nombre, que por lo demás no podía
maravillar a nadie, usándose desde hacía mucho tiempo en Israel.
Sin embargo, María sabe que el que lleva por nombre Jesús ha
sido llamado por el ángel « Hijo del Altísimo »
(cf. Lc 1, 32). María sabe que lo ha concebido y dado a luz «
sin conocer varón », por obra del Espíritu Santo, con
el poder del Altísimo que ha extendido su sombra sobre ella (cf. Lc
1, 35), así como la nube velaba la presencia de Dios en tiempos de
Moisés y de los padres (cf. Ex 24, 16; 40, 34-35; 1Rom 8, 10-12).
Por lo tanto, María sabe que el Hijo dado a luz virginalmente, es
precisamente aquel « Santo », el « Hijo de Dios »,
del que le ha hablado el ángel.
A lo largo de la vida oculta de Jesús en la casa de Nazaret, también
la vida de María está « oculta con Cristo en Dios »
(cf. Col 3, 3), por medio de la fe. Pues la fe es un contacto con el misterio
de Dios. María constantemente y diariamente está en contacto
con el misterio inefable de Dios que se ha hecho hombre, misterio que supera
todo lo que ha sido revelado en la Antigua Alianza. Desde el momento de la
anunciación, la mente de la Virgen-Madre ha sido introducida en la
radical « novedad » de la autorrevelación de Dios y ha
tomado conciencia del misterio. Es la primera de aquellos « pequeños
», de los que Jesús dirá: « Padre … has ocultado
estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños
» (Mt 11, 25). Pues « nadie conoce bien al Hijo sino el Padre
» (Mt 11, 27). ¿Cómo puede, pues, María «
conocer al Hijo »? Ciertamente no lo conoce como el Padre; sin embargo,
es la primera entre aquellos a quienes el Padre « lo ha querido revelar
» (cf. Mt 11, 26-27; 1 Cor 2, 11). Pero si desde el momento de la anunciación
le ha sido revelado el Hijo, que sólo el Padre conoce plenamente,
como aquel que lo engendra en el eterno « hoy » (cf. Sal 2, 7),
María, la Madre, está en contacto con la verdad de su Hijo
únicamente en la fe y por la fe. Es, por tanto, bienaventurada, porque
« ha creído » y cree cada día en medio de todas
las pruebas y contrariedades del período de la infancia de Jesús
y luego durante los años de su vida oculta en Nazaret, donde «
vivía sujeto a ellos » (Lc 2, 51): sujeto a María y también
a José, porque éste hacía las veces de padre ante los
hombres; de ahí que el Hijo de María era considerado también
por las gentes como « el hijo del carpintero » (Mt 13, 55).
La Madre de aquel Hijo, por consiguiente, recordando cuanto le ha sido dicho
en la anunciación y en los acontecimientos sucesivos, lleva consigo
la radical « novedad » de la fe: el inicio de la Nueva Alianza.
Esto es el comienzo del Evangelio, o sea de la buena y agradable nueva. No
es difícil, pues, notar en este inicio unaparticular fatiga del corazón,
unida a una especie de a noche de la fe » –usando una expresión
de San Juan de la Cruz–, como un « velo » a través del
cual hay que acercarse al Invisible y vivir en intimidad con el misterio.[36]
Pues de este modo María, durante muchos años, permaneció
en intimidad con el misterio de su Hijo, y avanzaba en su itinerario de fe,
a medida que Jesús « progresaba en sabiduría … en gracia
ante Dios y ante los hombres » (Lc 2, 52). Se manifestaba cada vez
más ante los ojos de los hombres la predilección que Dios sentía
por él. La primera entre estas criaturas humanas admitidas al descubrimiento
de Cristo era María , que con José vivía en la casa
de Nazaret.
Pero, cuando, después del encuentro en el templo, a la pregunta de
la Madre: « ¿por qué has hecho esto? », Jesús,
que tenía doce años, responde « ¿No sabíais
que yo debía estar en la casa de mi Padre? », y el evangelista
añade: « Pero ellos (José y María) no comprendieron
la respuesta que les dio » (Lc 2, 48-50) Por lo tanto, Jesús
tenía conciencia de que « nadie conoce bien al Hijo sino el
Padre » (cf. Mt 11, 27), tanto que aun aquella, a la cual había
sido revelado más profundamente el misterio de su filiación
divina, su Madre, vivía en la intimidad con este misterio sólo
por medio de la fe. Hallándose al lado del hijo, bajo un mismo techo
y « manteniendo fielmente la unión con su Hijo », «
avanzaba en la peregrinación de la fe »,como subraya el Concilio.[37]
Y así sucedió a lo largo de la vida pública de Cristo
(cf. Mc 3, 21,35); de donde, día tras día, se cumplía
en ella la bendición pronunciada por Isabel en la visitación:
« Feliz la que ha creído ».
18. Esta bendición alcanza su pleno significado, cuando María
está junto a la Cruz de su Hijo (cf. Jn 19, 25). El Concilio afirma
que esto sucedió « no sin designio divino »: « se
condolió vehementemente con su Unigénito y se asoció
con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la
inmolación de la víctima engendrada por Ella misma »;
de este modo María « mantuvo fielmente la unión con su
Hijo hasta la Cruz »: [38] la unión por medio de la fe, la misma
fe con la que había acogido la revelación del ángel
en el momento de la anunciación. Entonces había escuchado las
palabras: « El será grande … el Señor Dios le dará
el trono de David, su padre … reinará sobre la casa de Jacob por los
siglos y su reino no tendrá fin » (Lc 1, 32-33).
Y he aquí que, estando junto a la Cruz, María es testigo, humanamente
hablando, de un completo desmentido de estas palabras. Su Hijo agoniza sobre
aquel madero como un condenado. « Despreciable y desecho de hombres,
varón de dolores … despreciable y no le tuvimos en cuenta »:
casi anonadado (cf. Is 53, 35) ¡Cuan grande, cuan heroica en esos momentos
la obediencia de la fe demostrada por María ante los « insondables
designios » de Dios! ¡Cómo se « abandona en Dios
» sin reservas, « prestando el homenaje del entendimiento y de
la voluntad » [39] a aquel, cuyos « caminos son inescrutables
»! (cf. Rom 11, 33). Y a la vez ¡cuan poderosa es la acción
de la gracia en su alma, cuan penetrante es la influencia del Espíritu
Santo, de su luz y de su fuerza!
Por medio de esta fe María está unida perfectamente a Cristo
en su despojamiento. En efecto, « Cristo, … siendo de condición
divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó
de sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose
semejante a los hombres »; concretamente en el Gólgota «
se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte
de cruz » (cf. Flp 2, 5-8). A los pies de la Cruz María participa
por medio de la fe en el desconcertante misterio de este despojamiento. Es
ésta tal vez la más profunda « kénosis »
de la fe en la historia de la humanidad. Por medio de la fe la Madre participa
en la muerte del Hijo, en su muerte redentora; pero a diferencia de la de
los discípulos que huían, era una fe mucho más iluminada.
Jesús en el Gólgota, a través de la Cruz, ha confirmado
definitivamente ser el « signo de contradicción », predicho
por Simeón. Al mismo tiempo, se han cumplido las palabras dirigidas
por él a María: « ¡y a ti misma una espada te atravesará
el alma! ».[40]
19. ¡Sí, verdaderamente « feliz la que ha creído
»! Estas palabras, pronunciadas por Isabel después de la anunciación,
aquí, a los pies de la Cruz, parecen resonar con una elocuencia suprema
y se hace penetrante la fuerza contenida en ellas. Desde la Cruz, es decir,
desde el interior mismo del misterio de la redención, se extiende
el radio de acción y se dilata la perspectiva de aquella bendición
de fe. Se remonta « hasta el comienzo » y, como participación
en el sacrificio de Cristo, nuevo Adán, en cierto sentido, se convierte
en el contrapeso de la desobediencia y de la incredulidad contenidas en el
pecado de los primeros padres. Así enseñan los Padres de la
Iglesia y, de modo especial, San Ireneo, citado por la Constitución
Lumen gentium: « El nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por
la obediencia de María; lo que ató la virgen Eva por la incredulidad,
la Virgen María lo desató por la fe »,[41] A la luz de
esta comparación con Eva los Padres -como recuerda todavía
el Concilio- llaman a María « Madre de los vivientes »
y afirman a menudo: a la muerte vino por Eva, por María la vida ».[42]
Con razón, pues, en la expresión « feliz la que ha creído
» podemos encontrar como una clave que nos abre a la realidad íntima
de María, a la que el ángel ha saludado como « llena
de gracia ». Si como a llena de gracia » ha estado presente eternamente
en el misterio de Cristo, por la fe se convertía en partícipe
en toda la extensión de su itinerario terreno: « avanzó
en la peregrinación de la fe » y al mismo tiempo, de modo discreto
pero directo y eficaz, hacía presente a los hombres el misterio de
Cristo. Y sigue haciéndolo todavía. Y por el misterio de Cristo
está presente entre los hombres. Así, mediante el misterio
del Hijo, se aclara también el misterio de la Madre.
3. AHÍ TIENES A TU MADRE
20. El evangelio de Lucas recoge el momento en el que « alzó
la voz una mujer de entre la gente, y dijo, dirigiéndose a Jesús:
« ¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron!
» (Lc 11, 27). Estas palabras constituían una alabanza para
María como madre de Jesús, según la carne. La Madre
de Jesús quizás no era conocida personalmente por esta mujer.
En efecto, cuando Jesús comenzó su actividad mesiánica,
María no le acompañaba y seguía permaneciendo en Nazaret.
Se diría que las palabras de aquella mujer desconocida le hayan hecho
salir, en cierto modo, de su escondimiento.
A través de aquellas palabras ha pasado rápidamente por la
mente de la muchedumbre, al menos por un instante, el evangelio de la infancia
de Jesús. Es el evangelio en que María está presente
como la madre que concibe a Jesús en su seno, le da a luz y le amamanta
maternalmente: la madre-nodriza, a la que se refiere aquella mujer del pueblo.
Gracias a esta maternidad Jesús -Hijo del Altísimo (cf. Lc
1, 32)- es un verdadero hijo del hombre. Es « carne », como todo
hombre: es « el Verbo (que) se hizo carne » (cf. Jn 1, 14). Es
carne y sangre de María.[43]
Pero a la bendición proclamada por aquella mujer respecto a su madre
según la carne, Jesús responde de manera significativa: «
Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan »
(cf. Lc 11, 28). Quiere quitar la atención de la maternidad entendida
sólo como un vínculo de la carne, para orientarla hacia aquel
misterioso vínculo del espíritu, que se forma en la escucha
y en la observancia de la palabra de Dios.
El mismo paso a la esfera de los valores espirituales se delinea aun más
claramente en otra respuesta de Jesús, recogida por todos los Sinópticos.
Al ser anunciado a Jesús que su « madre y sus hermanos están
fuera y quieren verle », responde: « Mi madre y mis hermanos
son aquellos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen » (cf. Lc 8,
20-21). Esto dijo « mirando en torno a los que estaban sentados en
corro », como leemos en Marcos (3, 34) o, según Mateo (12, 49)
« extendiendo su mano hacia sus discípulos ».
Estas expresiones parecen estar en la línea de lo que Jesús,
a la edad de doce años, respondió a María y a José,
al ser encontrado después de tres días en el templo de Jerusalén.
Así pues, cuando Jesús se marchó de Nazaret y dio comienzo
a su vida pública en Palestina, ya estaba completa y exclusivamente
« ocupado en las cosas del Padre » (cf. Lc 2, 49). Anunciaba
el Reino: « Reino de Dios » y « cosas del Padre »,
que dan también una dimensión nueva y un sentido nuevo a todo
lo que es humano y, por tanto, a toda relación humana, respecto a
las finalidades y tareas asignadas a cada hombre. En esta dimensión
nueva un vínculo, como el de la « fraternidad », significa
también una cosa distinta de la « fraternidad según la
carne », que deriva del origen común de los mismos padres. Y
aun la « maternidad », en la dimensión del reino de Dios,
en la esfera de la paternidad de Dios mismo, adquiere un significado diverso.
Con las palabras recogidas por Lucas Jesús enseña precisamente
este nuevo sentido de la maternidad.
¿Se aleja con esto de la que ha sido su madre según la carne?
¿Quiere tal vez dejarla en la sombra del escondimiento, que ella misma
ha elegido? Si así puede parecer en base al significado de aquellas
palabras, se debe constatar, sin embargo, que la maternidad nueva y distinta,
de la que Jesús habla a sus discípulos, concierne concretamente
a María de un modo especialísimo. ¿No es tal vez María
la primera entre « aquellos que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen
»? Y por consiguiente ¿no se refiere sobre todo a ella aquella
bendición pronunciada por Jesús en respuesta a las palabras
de la mujer anónima? Sin lugar a dudas, María es digna de bendición
por el hecho de haber sido para Jesús Madre según la carne
(« ¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron!
»), pero también y sobre todo porque ya en el instante de la
anunciación ha acogido la palabra de Dios, porque ha creído,
porque fue obediente a Dios, porque « guardaba » la palabra y
« la conservaba cuidadosamente en su corazón » (cf. Lc
1, 38. 45; 2, 19. 51 ) y la cumplía totalmente en su vida. Podemos
afirmar, por lo tanto, que el elogio pronunciado por Jesús no se contrapone,
a pesar de las apariencias, al formulado por la mujer desconocida, sino que
viene a coincidir con ella en la persona de esta Madre-Virgen, que se ha
llamado solamente « esclava del Señor » (Lc 1, 38). Si
es cierto que « todas las generaciones la llamarán bienaventurada
» (cf. Lc 1, 48), se puede decir que aquella mujer anónima ha
sido la primera en confirmar inconscientemente aquel versículo profético
del Magníficat de María y dar comienzo al Magníficat
de los siglos.
Si por medio de la fe María se ha convertido en la Madre del Hijo
que le ha sido dado por el Padre con el poder del Espíritu Santo,
conservando íntegra su virginidad, en la misma fe ha descubierto y
acogido la otra dimensión de la maternidad, revelada por Jesús
durante su misión mesiánica. Se puede afirmar que esta dimensión
de la maternidad pertenece a María desde el comienzo, o sea desde
el momento de la concepción y del nacimiento del Hijo. Desde entonces
era « la que ha creído ». A medida que se esclarecía
ante sus ojos y ante su espíritu la misión del Hijo, ella misma
como Madre se abría cada vez más a aquella « novedad
» de la maternidad, que debía constituir su « papel »
junto al Hijo. ¿No había dicho desde el comienzo: « He
aquí la esclava del Señor; hágase en mí según
tu palabra »? (Lc 1, 38). Por medio de la fe María seguía
oyendo y meditando aquella palabra, en la que se hacía cada vez más
transparente, de un modo « que excede todo conocimiento » (Ef
3, 19), la autorrevelación del Dios viviente. María madre se
convertía así, en cierto sentido, en la primera « discípula
» de su Hijo, la primera a la cual parecía decir: « Sígueme
» antes aún de dirigir esa llamada a los apóstoles o
a cualquier otra persona (cf. Jn 1, 43).
21. Bajo este punto de vista, es particularmente significativo el texto del
Evangelio de Juan, que nos presenta a María en las bodas de Caná.
María aparece allí como Madre de Jesús al comienzo de
su vida pública: « Se celebraba una boda en Caná de Galilea
y estaba allí la Madre de Jesús. Fue invitado también
a la boda Jesús con sus discípulos (Jn 2, 1-2). Según
el texto resultaría que Jesús y sus discípulos fueron
invitados junto con María, dada su presencia en aquella fiesta: el
Hijo parece que fue invitado en razón de la madre. Es conocida la
continuación de los acontecimientos concatenados con aquella invitación,
aquel « comienzo de las señales » hechas por Jesús
-el agua convertida en vin–, que hace decir al evangelista: Jesús
« manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos
» (Jn 2,11).
María está presente en Caná de Galilea como Madre de
Jesús, y de modo significativo contribuye a aquel « comienzo
de las señales », que revelan el poder mesiánico de su
Hijo. He aquí que: « como faltaba vino, le dice a Jesús
su Madre: "no tienen vino". Jesús le responde: « ¿Qué
tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora » (Jn
2, 3-4). En el Evangelio de Juan aquella « hora » significa el
momento determinado por el Padre, en el que el Hijo realiza su obra y debe
ser glorificado (cf. Jn 7, 30; 8, 20; 12, 23. 27; 13, 1; 17, 1; 19, 27).
Aunque la respuesta de Jesús a su madre parezca como un rechazo (sobre
todo si se mira, más que a la pregunta, a aquella decidida afirmación:
« Todavía no ha llegado mi hora »), a pesar de esto María
se dirige a los criados y les dice: « Haced lo que él os diga
» (Jn 2, 5). Entonces Jesús ordena a los criados llenar de agua
las tinajas, y el agua se convierte en vino, mejor del que se había
servido antes a los invitados al banquete nupcial.
¿Qué entendimiento profundo se ha dado entre Jesús y
su Madre? ¿Cómo explorar el misterio de su íntima unión
espiritual? De todos modos el hecho es elocuente. Es evidente que en aquel
hecho se delinea ya con bastante claridad la nueva dimensión, el nuevo
sentido de la maternidad de María. Tiene un significado que no está
contenido exclusivamente en las palabras de Jesús y en los diferentes
episodios citados por los Sinópticos (Lc 11, 27-28; 8, 19-21; Mt 12,
46-50; Mc 3, 31-35). En estos textos Jesús intenta contraponer sobre
todo la maternidad, resultante del hecho mismo del nacimiento, a lo que esta
« maternidad » (al igual que la « fraternidad »)
debe ser en la dimensión del Reino de Dios, en el campo salvífico
de la paternidad de Dios. En el texto joánico, por el contrario, se
delinea en la descripción del hecho de Caná lo que concretamente
se manifiesta como nueva maternidad según el espíritu y no
únicamente según la carne, o sea la solicitud de María
por los hombres, el ir a su encuentro en toda la gama de sus necesidades.
En Caná de Galilea se muestra sólo un aspecto concreto de la
indigencia humana, aparentemente pequeño y de poca importancia «
No tienen vino »). Pero esto tiene un valor simbólico. El ir
al encuentro de las necesidades del hombre significa, al mismo tiempo, su
introducción en el radio de acción de la misión mesiánica
y del poder salvífico de Cristo. Por consiguiente, se da una mediación:
María se pone entre su Hijo y los hombres en la realidad de sus privaciones,
indigencias y sufrimientos. Se pone « en medio », o sea hace
de mediadora no como una persona extraña, sino en su papel de madre,
consciente de que como tal puede -más bien « tiene el derecho
de »- hacer presente al Hijo las necesidades de los hombres. Su mediación,
por lo tanto, tiene un carácter de intercesión: María
« intercede » por los hombres. No sólo: como Madre desea
también que se manifieste el poder mesiánico del Hijo, es decir
su poder salvífico encaminado a socorrer la desventura humana, a liberar
al hombre del mal que bajo diversas formas y medidas pesa sobre su vida.
Precisamente como había predicho del Mesías el Profeta Isaías
en el conocido texto, al que Jesús se ha referido ante sus conciudadanos
de Nazaret « Para anunciar a los pobres la Buena Nueva, para proclamar
la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos … » (cf.
Lc 4, 18).
Otro elemento esencial de esta función materna de María se
encuentra en las palabras dirigidas a los criados: « Haced lo que él
os diga ». La Madre de Cristo se presenta ante los hombres como portavoz
de la voluntad del Hijo, indicadora de aquellas exigencias que deben cumplirse.
para que pueda manifestarse el poder salvífico del Mesías.
En Caná, merced a la intercesión de María y a la obediencia
de los criados, Jesús da comienzo a « su hora ». En Caná
María aparece como la que cree en Jesús; su fe provoca la primera
« señal » y contribuye a suscitar la fe de los discípulos.
22. Podemos decir, por tanto, que en esta página del Evangelio de
Juan encontramos como un primer indicio de la verdad sobre la solicitud materna
de María. Esta verdad ha encontrado su expresión en el magisterio
del último Concilio. Es importante señalar cómo la función
materna de María es ilustrada en su relación con la mediación
de Cristo. En efecto, leemos lo siguiente: « La misión maternal
de María hacia los hombres de ninguna manera oscurece ni disminuye
esta única mediación de Cristo, sino más bien muestra
su eficacia », porque « hay un solo mediador entre Dios y los
hombres, Cristo Jesús, hombre también » (1 Tm 2, 5).
Esta función materna brota, según el beneplácito de
Dios, « de la superabundancia de los méritos de Cristo… de ella
depende totalmente y de la misma saca toda su virtud ».[44] Y precisamente
en este sentido el hecho de Caná de Galilea, nos ofrece como una predicción
de la mediación de María, orientada plenamente hacia Cristo
y encaminada a la revelación de su poder salvífico.
Por el texto joánico parece que se trata de una mediación maternal.
Como proclama el Concilio: María « es nuestra Madre en el orden
de la gracia ». Esta maternidad en el orden de la gracia ha surgido
de su misma maternidad divina, porque siendo, por disposición de la
divina providencia, madre-nodriza del divino Redentor se ha convertido de
« forma singular en la generosa colaboradora entre todas las creaturas
y la humilde esclava del Señor » y que « cooperó
… por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad, en la restauración
de la vida sobrenatural de las almas ».[45] « Y esta maternidad
de María perdura sin cesar en la economía de la gracia … hasta
la consumación de todos los elegidos ».[46]
23. Si el pasaje del Evangelio de Juan sobre el hecho de Caná presenta
la maternidad solícita de María al comienzo de la actividad
mesiánica de Cristo, otro pasaje del mismo Evangelio confirma esta
maternidad de María en la economía salvífica de la gracia
en su momento culminante, es decir cuando se realiza el sacrificio de la
Cruz de Cristo, su misterio pascual. La descripción de Juan es concisa:
« Junto a la cruz de Jesús estaban su Madre y la hermana de
su madre. María, mujer de Cleofás, y María Magdalena.
Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien
amaba, dice a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo". Luego dice al
discípulo: "Ahí tienes a tu madre". Y desde aquella hora el
discípulo la acogió en su casa » (Jn 19, 25-27).
Sin lugar a dudas se percibe en este hecho una expresión de la particular
atención del Hijo por la Madre, que dejaba con tan grande dolor. Sin
embargo, sobre el significado de esta atención el « testamento
de la Cruz » de Cristo dice aún más. Jesús ponía
en evidencia un nuevo vínculo entre Madre e Hijo, del que confirma
solemnemente toda la verdad y realidad. Se puede decir que, si la maternidad
de María respecto de los hombres ya había sido delineada precedentemente,
ahora es precisada y establecida claramente; ella emerge de la definitiva
maduración del misterio pascual del Redentor. La Madre de Cristo,
encontrándose en el campo directo de este misterio que abarca al hombre
-a cada uno y a todos-, es entregada al hombre -a cada uno y a todos- como
madre. Este hombre junto a la cruz es Juan, « el discípulo que
él amaba ».[47] Pero no está él solo. Siguiendo
la tradición, el Concilio no duda en llamar a María «
Madre de Cristo, madre de los hombres ». Pues, está «
unida en la estirpe de Adán con todos los hombres…; más aún,
es verdaderamente madre de los miembros de Cristo por haber cooperado con
su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles ».[48]
Por consiguiente, esta « nueva maternidad de María »,
engendrada por la fe, es fruto del « nuevo » amor, que maduró
en ella definitivamente junto a la Cruz, por medio de su participación
en el amor redentor del Hijo.
24. Nos encontramos así en el centro mismo del cumplimiento de la
promesa, contenida en el protoevangelio: el « linaje de la mujer pisará
la cabeza de la serpiente » (cf. Gén 3, 15).Jesucristo, en efecto,
con su muerte redentora vence el mal del pecado y de la muerte en sus mismas
raíces. Es significativo que, al dirigirse a la madre desde lo alto
de la Cruz, la llame « mujer » y le diga: « Mujer, ahí
tienes a tu hijo ». Con la misma palabra, por otra parte, se había
dirigido a ella en Caná (cf. Jn 2, 4). ¿Cómo dudar que
especialmente ahora, en el Gólgota, esta frase no se refiera en profundidad
al misterio de María, alcanzando el singular lugar que ella ocupa
en toda la economía de la salvación?Como enseña el Concilio,
con María, « excelsa Hija de Sión, tras larga espera
de la promesa, se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva
economía, cuando el Hijo de Dios asumió de ella la naturaleza
humana para librar al hombre del pecado mediante los misterios de su carne
».[49]
Las palabras que Jesús pronuncia desde lo alto de la Cruz significan
que la maternidad de su madre encuentra una « nueva » continuación
en la Iglesia y a través de la Iglesia, simbolizada y representada
por Juan. De este modo, la que como « llena de gracia » ha sido
introducida en el misterio de Cristo para ser su Madre, es decir, la Santa
Madre de Dios, por medio de la Iglesia permanece en aquel misterio como «
la mujer » indicada por el libro del Génesis (3, 15) al comienzo
y por el Apocalipsis (12, 1) al final de la historia de la salvación.
Según el eterno designio de la Providencia la maternidad divina de
María debe derramarse sobre la Iglesia, como indican algunas afirmaciones
de la Tradición para las cuales la « maternidad » de María
respecto de la Iglesia es el reflejo y la prolongación de su maternidad
respecto del Hijo de Dios.[50]
Ya el momento mismo del nacimiento de la Iglesia y de su plena manifestación
al mundo, según el Concilio, deja entrever esta continuidad de la
maternidad de María: « Como quiera que plugo a Dios no manifestar
solemnemente el sacramento de la salvación humana antes de derramar
el Espíritu prometido por Cristo, vemos a los apóstoles antes
del día de Pentecostés "perseverar unánimemente en la
oración, con las mujeres y María la Madre de Jesús ylos
hermanos de Este" (Hch 1, 14); y a María implorando con sus ruegos
el don del Espíritu Santo, quien ya la había cubierto con su
sombra en la anunciación ».[51]
Por consiguiente, en la economía de la gracia, actuada bajo la acción
del Espíritu Santo, se da una particular correspondencia entre el
momento de la encarnación del Verbo y el del nacimiento de la Iglesia.
La persona que une estos dos momentos es María: María en Nazaret
y María en el cenáculo de Jerusalén. En ambos casos
su presencia discreta, pero esencial, indica el camino del « nacimiento
del Espíritu ». Así la que está presente en el
misterio de Cristo como Madre, se hace -por voluntad del Hijo y por obra
del Espíritu Santo- presente en el misterio de la Iglesia. También
en la Iglesia sigue siendo una presencia materna, como indican las palabras
pronunciadas en la Cruz: « Mujer, ahí tienes a tu hijo »;
« Ahí tienes a tu madre ».
II PARTE:
LA MADRE DE DIOS EN EL CENTRO DE LA IGLESIA PEREGRINA
1. LA IGLESIA, PUEBLO DE DIOS RADICADO EN TODAS LAS NACIONES DE LA TIERRA
25. « La Iglesia, "va peregrinando entre las persecuciones del mundo
y los consuelos de Dios",[52] anunciando la cruz y la muerte del Señor,
hasta que El venga (cf. 1 Co 11, 26) ».[53] « Así como
el pueblo de Israel según la carne, el peregrino del desierto, es
llamado alguna vez Iglesia de Dios (cf. 2 Esd 13, 1; Núm 20, 4; Dt
23, 1 ss.), así el nuevo Israel… se llama Iglesia de Cristo (cf. Mt
16, 18), porque El la adquirió con su sangre (cf. Hch 20, 28), la
llenó de su Espíritu y la proveyó de medios aptos para
una unión visible y social. La congregación de todos los creyentes
que miran a Jesús como autor de la salvación y principio de
la unidad y de la paz, es la Iglesia convocada y constituida por Dios para
que sea sacramento visible de esta unidad salutífera para todos y
cada uno ».[54]
El Concilio Vaticano II habla de la Iglesia en camino, estableciendo una
analogía con el Israel de la Antigua Alianza en camino a través
del desierto. El camino posee un carácter incluso exterior, visible
en el tiempo y en el espacio, en el que se desarrolla históricamente.
La Iglesia, en efecto, debe « extenderse por toda la tierra »,
y por esto « entra en la historia humana rebasando todos los límites
de tiempo y de lugares ».[55] Sin embargo, el carácter esencial
de su camino es interior. Se trata de una peregrinación a través
de la fe, por « la fuerza del Señor Resucitado »,[56]
de una peregrinación en el Espíritu Santo, dado a la Iglesia
como invisible Consolador (parákletos)(cf. Jn 14, 26; 15, 26; 16,
7): « Caminando, pues, la Iglesia a través de los peligros y
de tribulaciones, de tal forma se ve confortada por la fuerza de la gracia
de Dios que el Señor le prometió … y no deja de renovarse a
sí misma bajo la acción del Espíritu Santo hasta que
por la cruz llegue a la luz sin ocaso ».[57]
Precisamente en este camino -peregrinación eclesial- a través
del espacio y del tiempo, y más aún a través de la historia
de las almas, María está presente, como la que es « feliz
porque ha creído », como la que avanzaba « en la peregrinación
de la fe », participando como ninguna otra criatura en el misterio
de Cristo. Añade el Concilio que « María … habiendo entrado
íntimamente en la historia de la salvación, en cierta manera
en sí une y refleja las más grandes exigencias de la fe ».[58]
Entre todos los creyentes es como un « espejo »,donde se reflejan
del modo más profundo y claro « las maravillas de Dios »
(Hch 2, 11).
26. La Iglesia, edificada por Cristo sobre los apóstoles, se hace
plenamente consciente de estas grandes obras de Dios el día de Pentecostés,
cuando los reunidos en el cenáculo « quedaron todos llenos del
Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según
el Espíritu les concedía expresarse » (Hch 2, 4). Desde
aquel momento inicia también aquel camino de fe, la peregrinación
de la Iglesia a través de la historia de los hombres y de los pueblos.
Se sabe que al comienzo de este camino está presente María,
que vemos en medio de los apóstoles en el cenáculo «
implorando con sus ruegos el don del Espíritu ».[59]
Su camino de fe es, en cierto modo, más largo. El Espíritu
Santo ya ha descendido a ella, que se ha convertido en su esposa fiel en
la anunciación, acogiendo al Verbo de Dios verdadero, prestando «
el homenaje del entendimiento y de la voluntad, y asintiendo voluntariamente
a la revelación hecha por El », más aún abandonándose
plenamente en Dios por medio de « la obediencia de la fe »,[60]
por la que respondió al ángel: « He aquí la esclava
del Señor; hágase en mí según tupalabra ».
El camino de fe de María, a la que vemos orando en el cenáculo,
es por lo tanto « más largo » que el de los demás
reunidos allí: María les « precede », « marcha
delante de » ellos.[61]El momento de Pentecostés en Jerusalén
ha sido preparado, además de la Cruz, por el momento de la Anunciación
en Nazaret. En el cenáculo el itinerario de María se encuentra
con el camino de la fe de la Iglesia ¿De qué manera?
Entre los que en el cenáculo eran asiduos en la oración, preparándose
para ir « por todo el mundo » después de haber recibido
el Espíritu Santo, algunos habían sido llamados por Jesús
sucesivamente desde el inicio de su misión en Israel. Once de ellos
habían sido constituidos apóstoles, y a ellos Jesús
había transmitido la misión que él mismo había
recibido del Padre: « Como el Padre me envió, también
yo os envío » (Jn 20, 21), había dicho a los apóstoles
después de la resurrección. Y cuarenta días más
tarde, antes de volver al Padre, había añadido: cuando «
el Espíritu Santo vendrá sobre vosotros … seréis mis
testigos… hasta los confines de la tierra » (cf. Hch 1, 8). Esta misión
de los apóstoles comienza en el momento de su salida del cenáculo
de Jerusalén. La Iglesia nace y crece entonces por medio del testimonio
que Pedro y los demás apóstoles dan de Cristo crucificado y
resucitado (cf. Hch 2, 31-34; 3, 15-18; 4, 10-12; 5, 30-32).
María no ha recibido directamente esta misión apostólica.
No se encontraba entre los que Jesús envió « por todo
el mundo para enseñar a todas las gentes » (cf. Mt 28, 19),
cuando les confirió esta misión. Estaba, en cambio, en el cenáculo,
donde los apóstoles se preparaban a asumir esta misión con
la venida del Espíritu de la Verdad: estaba con ellos. En medio de
ellos María « perseveraba en la oración » como
« madre de Jesús » (Hch 1, 13-14), o sea de Cristo crucificado
y resucitado. Y aquel primer núcleo de quienes en la fe miraban «
a Jesús como autor de la salvación »,[62] era consciente
de que Jesús era el Hijo de María, y que ella era su madre,
y como tal era, desde el momento de la concepción y del nacimiento,
un testigo singular del misterio de Jesús, de aquel misterio que ante
sus ojos se había manifestado y confirmado con la Cruz y la resurrección.
La Iglesia, por tanto, desde el primer momento, « miró »
a María, a través de Jesús, como « miró
» a Jesús a través de María. Ella fue para la
Iglesia de entonces y de siempre un testigo singular de los años de
la infancia de Jesús y de su vida oculta en Nazaret, cuando «
conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón » (Lc
2, 19; cf. Lc 2, 51).
Pero en la Iglesia de entonces y de siempre María ha sido y es sobre
todo la que es « feliz porque ha creído »: ha sido la
primera en creer. Desde el momento de la anunciación y de la concepción,
desde el momento del nacimiento en la cueva de Belén, María
siguió paso tras paso a Jesús en su maternal peregrinación
de fe. Lo siguió a través de los años de su vida oculta
en Nazaret; lo siguió también en el período de la separación
externa, cuando él comenzó a « hacer y enseñar
» (cf. Hch 1, 1 ) en Israel; lo siguió sobre todo en la experiencia
trágica del Gólgota. Mientras María se encontraba con
los apóstoles en el cenáculo de Jerusalén en los albores
de la Iglesia, se confirmaba su fe, nacida de las palabras de la anunciación.
El ángel le había dicho entonces: « Vas a concebir en
el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús.
El será grande.. reinará sobre la casa de Jacob por los siglos
y su reino no tendrá fin » (Lc 1, 32-33). Los recientes acontecimientos
del Calvario habían cubierto de tinieblas aquella promesa; y ni siquiera
bajo la Cruz había disminuido la fe de María. Ella también,
como Abraham, había sido la que « esperando contra toda esperanza,
creyó » (Rom 4, 18). Y he aquí que, después de
la resurrección, la esperanza había descubierto su verdadero
rostro y la promesa había comenzado a transformarse en realidad. En
efecto, Jesús, antes de volver al Padre, había dicho a los
apóstoles: « Id, pues, y haced discípulos a todas las
gentes … Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días
hasta el fin del mundo » (Mt 28, 19-20). Así había hablado
el que, con su resurrección, se reveló como el triunfador de
la muerte, como el señor del reino que « no tendrá fin
», conforme al anuncio del ángel.
27. Ya en los albores de la Iglesia, al comienzo del largo camino por medio
de la fe que comenzaba con Pentecostés en Jerusalén, María
estaba con todos los que constituían el germen del « nuevo Israel
». Estaba presente en medio de ellos como un testigo excepcional del
misterio de Cristo. Y la Iglesia perseveraba constante en la oración
junto a ella y, al mismo tiempo, « la contemplaba a la luz del Verbo
hecho hombre ». Así sería siempre. En efecto, cuando
la Iglesia « entra más profundamente en el sumo misterio de
la Encarnación », piensa en la Madre de Cristo con profunda
veneración y piedad.[63] María pertenece indisolublemente al
misterio de Cristo y pertenece además al misterio de la Iglesia desde
el comienzo, desde el día de su nacimiento. En la base de lo que la
Iglesia es desde el comienzo, de lo que debe ser constantemente, a través
de las generaciones, en medio de todas las naciones de la tierra, se encuentra
la que « ha creído que se cumplirían las cosas que le
fueron dichas de parte del Señor » (Lc 1, 45). Precisamente
esta fe de María, que señala el comienzo de la nueva y eterna
Alianza de Dios con la humanidad en Jesucristo, esta heroica fe suya «
precede » el testimonio apostólico de la Iglesia, y permanece
en el corazón de la Iglesia, escondida como un especial patrimonio
de la revelación de Dios. Todos aquellos que, a lo largo de las generaciones,
aceptando el testimonio apostólico de la Iglesia participan de aquella
misteriosa herencia, en cierto sentido, participan de la fe de María.
Las palabras de Isabel « feliz la que ha creído » siguen
acompañando a María incluso en Pentecostés, la siguen
a través de las generaciones, allí donde se extiende, por medio
del testimonio apostólico y del servicio de la Iglesia, el conocimiento
del misterio salvífico de Cristo. De este modo se cumple la profecía
del Magníficat: « Me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí; su nombre es santo
» (Lc 1, 48-49). En efecto, al conocimiento del misterio de Cristo
sigue la bendición de su Madre bajo forma de especial veneración
para la Theotókos. Pero en esa veneración está incluida
siempre la bendición de su fe. Porque la Virgen de Nazaret ha llegado
a ser bienaventurada por medio de esta fe, de acuerdo con las palabras de
Isabel. Los que a través de los siglos, de entre los diversos pueblos
y naciones de la tierra, acogen con fe el misterio de Cristo, Verbo encarnado
y Redentor del mundo, no sólo se dirigen con veneración y recurren
con confianza a María como a su Madre, sino que buscan en su fe el
sostén para la propia fe. Y precisamente esta participación
viva de la fe de María decide su presencia especial en la peregrinación
de la Iglesia como nuevo Pueblo de Dios en la tierra.
28. Como afirma el Concilio: « María … habiendo entrado íntimamente
en la historia de la salvación … mientras es predicada y honrada atrae
a los creyentes hacia su Hijo y su sacrificio, y hacia el amor del Padre
».[64] Por lo tanto, en cierto modo la fe de María, sobre la
base del testimonio apostólico de la Iglesia, se convierte sin cesar
en la fe del pueblo de Dios en camino: de las personas y comunidades, de
los ambientes y asambleas, y finalmente de los diversos grupos existentes
en la Iglesia. Es una fe que se transmite al mismo tiempo mediante el conocimiento
y el corazón. Se adquiere o se vuelve a adquirir constantemente mediante
la oración. Por tanto « también en su obra apostólica
con razón la Iglesia mira hacia aquella que engendró a Cristo,
concebido por el Espíritu Santo y nacido de la Virgen, precisamente
para que por la Iglesia nazca y crezca también en los corazones de
los fieles ».[65]
Ahora, cuando en esta peregrinación de la fe nos acercamos al final
del segundo Milenio cristiano, la Iglesia, mediante el magisterio del Concilio
Vaticano II, llama la atención sobre lo que ve en sí misma.
como un « único Pueblo de Dios … radicado en todas las naciones
de la tierra », y sobre la verdad según la cual todos los fieles,
aunque a esparcidos por el haz de la tierra comunican en el Espíritu
Santo con los demás »,[66] de suerte que se puede decir que
en esta unión se realiza constantemente el misterio de Pentecostés.
Al mismo tiempo, los apóstoles y los discípulos del Señor,
en todas las naciones de la tierra « perseveran en la oración
en compañía de María, la madre de Jesús »
(cf. Hch 1, 14). Constituyendo a través de las generaciones «
el signo del Reino » que no es de este mundo,[67] ellos son asimismo
conscientes de que en medio de este mundo tienen que reunirse con aquel Rey,
al que han sido dados en herencia los pueblos (Sal 2, 8), al que el Padre
ha dado « el trono de David su padre », por lo cual « reina
sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin ».
En este tiempo de vela María, por medio de la misma fe que la hizo
bienaventurada especialmente desde el momento de la anunciación, está
presente en la misión y en la obra de la Iglesia que introduce en
el mundo el Reino de su Hijo.[68]Esta presencia de María encuentra
múltiples medios de expresión en nuestros días al igual
que a lo largo de la historia de la Iglesia. Posee también un amplio
radio de acción; por medio de la fe y la piedad de los fieles, por
medio de las tradiciones de las familias cristianas o « iglesias domésticas
», de las comunidades parroquiales y misioneras, de los institutos
religiosos, de las diócesis, por medio de la fuerza atractiva e irradiadora
de los grandes santuarios, en los que no sólo los individuos o grupos
locales, sino a veces naciones enteras y continentes, buscan el encuentro
con la Madre del Señor, con la que es bienaventurada porque ha creído;
es la primera entre los creyentes y por esto se ha convertido en Madre del
Emmanuel. Este es el mensaje de la tierra de Palestina, patria espiritual
de todos los cristianos, al ser patria del Salvador del mundo y de su Madre.
Este es el mensaje de tantos templos que en Roma y en el mundo entero la
fe cristiana ha levantado a lo largo de los siglos. Este es el mensaje de
los centros como Guadalupe, Lourdes, Fátima y de los otros diseminados
en las distintas naciones, entre los que no puedo dejar de citar el de mi
tierra natal Jasna Gora. Tal vez se podría hablar de una específica
a « geografía » de la fe y de la piedad mariana, que abarca
todos estos lugares de especial peregrinación del Pueblo de Dios,
el cual busca el encuentro con la Madre de Dios para hallar, en el ámbito
de la materna presencia de « la que ha creído », la consolidación
de la propia fe. En efecto, en la fe de María, ya en la anunciación
y definitivamente junto a la Cruz, se ha vuelto a abrir por parte del hombre
aquel espacio interior en el cual el eterno Padre puede colmarnos «
con toda clase de bendiciones espirituales »: el espacio « de
la nueva y eterna Alianza ».[69] Este espacio subsiste en la Iglesia,
que es en Cristo como « un sacramento … de la íntima unión
con Dios y de la unidad de todo el género humano ».[70]
En la fe, que María profesó en la Anunciación como «
esclava del Señor » y en la que sin cesar « precede »
al « Pueblo de Dios » en camino por toda la tierra, la Iglesia
« tiende eficaz y constantemente a recapitular la Humanidad entera
… bajo Cristo como Cabeza, en la unidad de su Espíritu ».[71]
2. EL CAMINO DE LA IGLESIA Y LA UNIDAD DE TODOS LOS CRISTIANOS
29. « El Espíritu promueve en todos los discípulos de
Cristo el deseo y la colaboración para que todos se unan en paz, en
un rebaño y bajo un solo pastor, como Cristo determinó ».[72]El
camino de la Iglesia, de modo especial en nuestra época, está
marcado por el signo del ecumenismo; los cristianos buscan las vías
para reconstruir la unidad, por la que Cristo invocaba al Padre por sus discípulos
el día antes de la pasión: « para que todos sean uno.
Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también
sean uno en nosotros para que el mundo crea que tú me has enviado
» (Jn 17, 21). Por consiguiente, la unidad de los discípulos
de Cristo es un gran signo para suscitar la fe del mundo, mientras su división
constituye un escándalo.[73]
El movimiento ecuménico, sobre la base de una conciencia más
lúcida y difundida de la urgencia de llegar a la unidad de todos los
cristianos, ha encontrado por parte de la Iglesia católica su expresión
culminante en el Concilio Vaticano II. Es necesario que los cristianos profundicen
en sí mismos y en cada una de sus comunidades aquella « obediencia
de la fe », de la que María es el primer y más claro
ejemplo. Y dado que « antecede con su luz al pueblo de Dios peregrinante,
como signo de esperanza segura y consuelo », ofrece gran gozo y consuelo
para este sacrosanto Concilio el hecho de que tampoco falten entre los hermanos
separados quienes tributan debido honor a la Madre del Señor y Salvador,
especialmente entre los Orientales ».[74]
30. Los cristianos saben que su unidad se conseguirá verdaderamente
sólo si se funda en la unidad de su fe. Ellos deben resolver discrepancias
de doctrina no leves sobre el misterio y ministerio de la Iglesia, y a veces
también sobre la función de María en la obra de la salvación.[75]
Los diferentes coloquios, tenidos por la Iglesia católica con las
Iglesias y las Comunidades eclesiales de Occidente,[76] convergen cada vez
más sobre estos dos aspectos inseparables del mismo misterio de la
salvación. Si el misterio del Verbo encarnado nos permite vislumbrar
el misterio de la maternidad divina y si, a su vez, la contemplación
de la Madre de Dios nos introduce en una comprensión más profunda
del misterio de la Encarnación, lo mismo se debe decir del misterio
de la Iglesia y de la función de María en la obra de la salvación.
Profundizando en uno y otro, iluminando el uno por medio del otro, los cristianos
deseosos de hacer -como les recomienda su Madre- lo que Jesús les
diga (cf. Jn 2, 5), podrán caminar juntos en aquella « peregrinación
de la fe », de la que María es todavía ejemplo y que
debe guiarlos a la unidad querida por su único Señor y tan
deseada por quienes están atentamente a la escucha de lo que hoy «
el Espíritu dice a las Iglesias » (Ap 2, 7. 11. 17).
Entre tanto es un buen auspicio que estas Iglesias y Comunidades eclesiales
concuerden con la Iglesia católica en puntos fundamentales de la fe
cristiana, incluso en lo concerniente a la Virgen María. En efecto,
la reconocen como Madre del Señor y consideran que esto forma parte
de nuestra fe en Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Estas Comunidades
miran a María que, a los pies de la Cruz, acoge como hijo suyo al
discípulo amado, el cual a su vez la recibe como madre.
¿Por qué, pues, no mirar hacia ella todos juntos como a nuestra
Madre común, que reza por la unidad de la familia de Dios y que «
precede » a todos al frente del largo séquito de los testigos
de la fe en el único Señor, el Hijo de Dios, concebido en su
seno virginal por obra del Espíritu Santo?
31. Por otra parte, deseo subrayar cuan profundamente unidas se sienten la
Iglesia católica, la Iglesia ortodoxa y las antiguas Iglesias orientales
por el amor y por la alabanza a la Theotókos. No sólo «
los dogmas fundamentales de la fe cristiana: los de la Trinidad y del Verbo
encarnado en María Virgen han sido definidos en concilios ecuménicos
celebrados en Oriente »,[77] sino también en su culto litúrgico
« los Orientales ensalzan con himnos espléndidos a María
siempre Virgen … y Madre Santísima de Dios ».[78]
Los hermanos de estas Iglesias han conocido vicisitudes complejas, pero su
historia siempre ha transcurrido con un vivo deseo de compromiso cristiano
y de irradiación apostólica, aunque a menudo haya estado marcada
por persecuciones incluso cruentas. Es una historia de fidelidad al Señor,
una auténtica « peregrinación de la fe » a través
de lugares y tiempos durante los cuales los cristianos orientales han mirado
siempre con confianza ilimitada a la Madre del Señor, la han celebrado
con encomio y la han invocado con oraciones incesantes. En los momentos difíciles
de la probada existencia cristiana « ellos se refugiaron bajo su protección
»,[79] conscientes de tener en ella una ayuda poderosa. Las Iglesias
que profesan la doctrina de Éfeso proclaman a la Virgen « verdadera
Madre de Dios », ya que a nuestro Señor Jesucristo, nacido del
Padre antes de los siglos según la divinidad, en los últimos
tiempos, por nosotros y por nuestra salvación, fue engendrado por
María Virgen Madre de Dios según la carne ».[80] Los
Padres griegos y la tradición bizantina, contemplando la Virgen a
la luz del Verbo hecho hombre, han tratado de penetrar en la profundidad
de aquel vínculo que une a María, como Madre de Dios, con Cristo
y la Iglesia: la Virgen es una presencia permanente en toda la extensión
del misterio salvífico.
Las tradiciones coptas y etiópicas han sido introducidas en esta contemplación
del misterio de María por san Cirilo de Alejandría y, a su
vez, la han celebrado con abundante producción poética.[81]
El genio poético de san Efrén el Sirio, llamado « la
cítara del Espíritu Santo », ha cantado incansablemente
a María, dejando una impronta todavía presente en toda la tradición
de la Iglesia siríaca.[82] En su panegírico sobre la Theotókos,
san Gregorio de Narek, una de las glorias más brillantes de Armenia,
con fuerte inspiración poética, profundiza en los diversos
aspectos del misterio de la Encarnación, y cada uno de los mismos
es para él ocasión de cantar y exaltar la dignidad extraordinaria
y la magnífica belleza de la Virgen María, Madre del Verbo
encarnado.[83]
No sorprende, pues, que María ocupe un lugar privilegiado en el culto
de las antiguas Iglesias orientales con una abundancia incomparable de fiestas
y de himnos.
32. En la liturgia bizantina, en todas las horas del Oficio divino, la alabanza
a la Madre está unida a la alabanza al Hijo y a la que, por medio
del Hijo, se eleva al Padre en el Espíritu Santo. En la anáfora
o plegaria eucarística de san Juan Crisóstomo, después
de la epíclesis, la comunidad reunida canta así a la Madre
de Dios: « Es verdaderamente justo proclamarte bienaventurada, oh Madre
de Dios, porque eres la muy bienaventurada) toda pura y Madre de nuestro
Dios. Te ensalzamos, porque eres más venerable que los querubines
e incomparablemente más gloriosa que los serafines. Tú, que
sin perder tu virginidad, has dado al mundo el Verbo de Dios. Tú,
que eres verdaderamente la Madre de Dios ».
Estas alabanzas, que en cada celebración de la liturgia eucarística
se elevan a María, han forjado la fe, la piedad y la oración
de los fieles. A lo largo de los siglos han conformado todo el comportamiento
espiritual de los fieles, suscitando en ellos una devoción profunda
hacia la « Toda Santa Madre de Dios ».
33. Se conmemora este año el XII centenario del II Concilio ecuménico
de Nicea (a. 787), en el que, al final de la conocida controversia sobre
el culto de las sagradas imágenes, fue definido que, según
la enseñanza de los santos Padres y la tradición universal
de la Iglesia, se podían proponer a la veneración de los fieles,
junto con la Cruz, también las imágenes de la Madre de Dios,
de los Ángeles y de los Santos, tanto en las iglesias como en las
casas y en los caminos.[84] Esta costumbre se ha mantenido en todo el Oriente
y también en Occidente. Las imágenes de la Virgen tienen un
lugar de honor en las iglesias y en las casas. María está representada
o como trono de Dios, que lleva al Señor y lo entrega a los hombres
(Theotókos),o como camino que lleva a Cristo y lo muestra (Odigitria),o
bien como orante en actitud de intercesión y signo de la presencia
divina en el camino de los fieles hasta el día del Señor (Deisis),ocomo
protectora que extiende su manto sobre los pueblos (Pokrov),o como misericordiosa
Virgen de la ternura (Eleousa). La Virgen es representada habitualmente con
su Hijo, el niño Jesús, que lleva en brazos: es la relación
con el Hijo la que glorifica a la Madre. A veces lo abraza con ternura (Glykofilousa);otras
veces, hierática, parece absorta en la contemplación de aquel
que es Señor de la historia (cf. Ap 5, 9-14).[85]
Conviene recordar también el Icono de la Virgen de Vladimir que ha
acompañado constantemente la peregrinación en la fe de los
pueblos de la antigua Rus". Se acerca el primer milenio de la conversión
al cristianismo de aquellas nobles tierras: tierras de personas humildes,
de pensadores y de santos. Los Iconos son venerados todavía en Ucrania,
en Bielorusia y en Rusia con diversos títulos; son imágenes
que atestiguan la fe y el espíritu de oración de aquel pueblo,
el cual advierte la presencia y la protección de la Madre de Dios.
En estos Iconos la Virgen resplandece como la imagen de la divina belleza,
morada de la Sabiduría eterna, figura de la orante, prototipo de la
contemplación, icono de la gloria: aquella que, desde su vida terrena,
poseyendo la ciencia espiritual inaccesible a los razonamientos humanos,
con la fe ha alcanzado el conocimiento más sublime. Recuerdo, también,
el Icono de la Virgen del cenáculo, en oración con los apóstoles
a la espera del Espíritu. ¿No podría ser ésta
como un signo de esperanza para todos aquellos que, en el diálogo
fraterno, quieren profundizar su obediencia de la fe?
34. Tanta riqueza de alabanzas, acumulada por las diversas manifestaciones
de la gran tradición de la Iglesia, podría ayudarnos a que
ésta vuelva a respirar plenamente con sus « dos pulmones »,
Oriente y Occidente. Como he dicho varias veces, esto es hoy más necesario
que nunca. Sería una ayuda valiosa para hacer progresar el diálogo
actual entre la Iglesia católica y las Iglesias y Comunidades eclesiales
de Occidente.[86] Sería también, para la Iglesia en camino,
la vía para cantar y vivir de manera más perfecta su Magníficat.
3. EL MAGNIFICAT DE LA IGLESIA EN CAMINO
35. La Iglesia, pues, en la presente fase de su camino, trata de buscar la
unión de quienes profesan su fe en Cristo para manifestar la obediencia
a su Señor que, antes de la pasión, ha rezado por esta unidad.
La Iglesia « va peregrinando …, anunciando la cruz del Señor
hasta que venga ».[87] « Caminando, pues, la Iglesia en medio
de tentaciones y tribulaciones, se ve confortada con el poder de la gracia
de Dios, que le ha sido prometida para que no desfallezca de la fidelidad
perfecta por la debilidad de la carne, antes al contrario, persevere como
esposa digna de su Señor y, bajo la acción del Espíritu
Santo, no cese de renovarse hasta que por la cruz llegue a aquella luz que
no conoce ocaso ».[88]
La Virgen Madre está constantemente presente en este camino de fe
del Pueblo de Dios hacia la luz. Lo demuestra de modo especial el cántico
del Magníficat que, salido de la fe profunda de María en la
visitación, no deja de vibrar en el corazón de la Iglesia a
través de los siglos. Lo prueba su recitación diaria en la
liturgia de las Vísperas y en otros muchos momentos de devoción
tanto personal como comunitaria.
« Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí;
su nombre es santo
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.
El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos,
enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de la misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre »
(Lc 1, 46-55).
36. Cuando Isabel saludó a la joven pariente que llegaba de Nazaret,
María respondió con el Magníficat. En el saludo Isabel
había llamado antes a María « bendita » por «
el fruto de su vientre », y luego « feliz » por su fe (cf.
Lc 1, 42. 45). Estas dos bendiciones se referían directamente al momento
de la anunciación. Después, en la visitación, cuando
el saludo de Isabel da testimonio de aquel momento culminante, la fe de María
adquiere una nueva conciencia y una nueva expresión. Lo que en el
momento de la anunciación permanecía oculto en la profundidad
de la « obediencia de la fe », se diría que ahora se manifiesta
como una llama del espíritu clara y vivificante. Las palabras usadas
por María en el umbral de la casa de Isabel constituyen una inspirada
profesión le su fe, en la que la respuesta a la palabra de la revelación
se expresa con la elevación espiritual y poética de todo su
ser hacia Dios. En estas sublimes palabras, que son al mismo tiempo muy sencillas
y totalmente inspiradas por los textos sagrados del pueblo de Israel,[89]
se vislumbra la experiencia personal de María, el éxtasis de
su corazón. Resplandece en ellas un rayo del misterio de Dios, la
gloria de su inefable santidad, el eterno amor que, como un don irrevocable,
entra en la historia del hombre.
María es la primera en participar de esta nueva revelación
de Dios y, a través de ella, de esta nueva « autodonación
» de Dios. Por esto proclama: « ha hecho obras grandes por mí;
su nombre es santo ». Sus palabras reflejan el gozo del espíritu,
difícil de expresar: « se alegra mi espíritu en Dios
mi salvador ». Porque « la verdad profunda de Dios y de la salvación
del hombre … resplandece en Cristo, mediador y plenitud de toda la revelación
».[90] En su arrebatamiento María confiesa que se ha encontrado
en el centro mismo de esta plenitud de Cristo. Es consciente de que en ella
se realiza la promesa hecha a los padres y, ante todo, « en favor de
Abraham y su descendencia por siempre »; que en ella, como madre de
Cristo, converge toda la economía salvífica, en la que, «
de generación en generación », se manifiesta aquel que,
como Dios de la Alianza, se acuerda « de la misericordia ».
37. La Iglesia, que desde el principio conforma su camino terreno con el
de la Madre de Dios, siguiéndola repite constantemente las palabras
del Magníficat. Desde la profundidad de la fe de la Virgen en la anunciación
y en la visitación, la Iglesia llega a la verdad sobre el Dios de
la Alianza, sobre Dios que es todopoderoso y hace « obras grandes »
al hombre: « su nombre es santo ». En el Magníficat la
Iglesia encuentra vencido de raíz el pecado del comienzo de la historia
terrena del hombre y de la mujer, el pecado de la incredulidad o de la «
poca fe » en Dios. Contra la « sospecha » que el «
padre de la mentira » ha hecho surgir en el corazón de Eva,
la primera mujer, María, a la que la tradición suele llamar
« nueva Eva » [91] y verdadera « madre de los vivientes
» [92], proclama con fuerza la verdad no ofuscada sobre Dios: el Dios
Santo y todopoderoso, que desde el comienzo es la fuente de todo don, aquel
que « ha hecho obras grandes ». Al crear, Dios da la existencia
a toda la realidad. Creando al hombre, le da la dignidad de la imagen y semejanza
con él de manera singular respecto a todas las criaturas terrenas.
Y no deteniéndose en su voluntad de prodigarse no obstante el pecado
del hombre, Dios se da en el Hijo: « Porque tanto amó Dios al
mundo que dio a su Hijo único » (Jn 3, 16). María es
el primer testimonio de esta maravillosa verdad, que se realizará
plenamente mediante lo que hizo y enseñó su Hijo (cf. Hch 1,
1) y, definitiva mente, mediante su Cruz y resurrección.
La Iglesia, que aun « en medio de tentaciones y tribulaciones »
no cesa de repetir con María las palabras del Magníficat, «se
ve confortada » con la fuerza de la verdad sobre Dios, proclamada entonces
con tan extraordinaria sencillez y, al mismo tiempo, con esta verdad sobre
Dios desea iluminar las difíciles y a veces intrincadas vías
de la existencia terrena de los hombres. El camino de la Iglesia, pues, ya
al final del segundo Milenio cristiano, implica un renovado empeño
en su misión. La Iglesia, siguiendo a aquel que dijo de sí
mismo: « (Dios) me ha enviado para anunciar a los pobres la Buena Nueva
» (cf. Lc 4, 18), a través de las generaciones, ha tratado y
trata hoy de cumplir la misma misión.
Su amor preferencial por los pobres está inscrito admirablemente en
el Magníficat de María. El Dios de la Alianza, cantado por
la Virgen de Nazaret en la elevación de su espíritu, es a la
vez el que « derriba del trono a los poderosos, enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos,
… dispersa a los soberbios … y conserva su misericordia para los que le temen
». María está profundamente impregnada del espíritu
de los « pobres de Yahvé », que en la oración de
los Salmos esperaban de Dios su salvación, poniendo en El toda su
confianza (cf. Sal 25; 31; 35; 55). En cambio, ella proclama la venida del
misterio de la salvación, la venida del « Mesías de los
pobres » (cf. Is 11, 4; 61, 1). La Iglesia, acudiendo al corazón
de María, a la profundidad de su fe, expresada en las palabras del
Magníficat, renueva cada vez mejor en sí la conciencia de que
no se puede separar la verdad sobre Dios que salva, sobre Dios que es fuente
de todo don, de la manifestación de su amor preferencial por los pobres
y los humildes, que, cantado en el Magníficat, se encuentra luego
expresado en las palabras y obras de Jesús.
La Iglesia, por tanto, es consciente -y en nuestra época tal conciencia
se refuerza de manera particular- de que no sólo no se pueden separar
estos dos elementos del mensaje contenido en el Magníficat, sino que
también se debe salvaguardar cuidadosamente la importancia que «
los pobres » y « la opción en favor de los pobres »
tienen en la palabra del Dios vivo. Se trata de temas y problemas orgánicamente
relacionados con el sentido cristiano de la libertad y de la liberación.
« Dependiendo totalmente de Dios y plenamente orientada hacia El por
el empuje de su fe, María, al lado de su Hijo, es la imagen más
perfecta de la libertad y de la liberación de la humanidad y del cosmos.
La Iglesia debe mirar hacia ella, Madre y Modelo para comprender en su integridad
el sentido de su misión ».[93]
III PARTE:
MEDIACIÓN MATERNA
1. MARÍA, ESCLAVA DEL SEÑOR
38. La Iglesia sabe y enseña con San Pablo que uno solo es nuestro
mediador: « Hay un solo Dios, y también un solo mediador entre
Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó
a sí mismo como rescate por todos » (1 Tm 2, 5-6). « La
misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni
disminuye en modo alguno esta mediación única de Cristo, antes
bien sirve para demostrar su poder » [94]: es mediación en Cristo.
La Iglesia sabe y enseña que « todo el influjo salvífico
de la Santísima Virgen sobre los hombres … dimana del divino beneplácito
y de la superabundancia de los méritos de Cristo; se apoya en la mediación
de éste, depende totalmente de ella y de la misma saca todo su poder.
Y, lejos de impedir la unión inmediata de los creyentes con Cristo,
la fomenta ».[95] Este saludable influjo está mantenido por
el Espíritu Santo, quien, igual que cubrió con su sombra a
la Virgen María comenzando en ella la maternidad divina, mantiene
así continuamente su solicitud hacia los hermanos de su Hijo.
Efectivamente, la mediación de María está íntimamente
unida a su maternidad y posee un carácter específicamente materno
que la distingue del de las demás criaturas que, de un modo diverso
y siempre subordinado, participan de la única mediación de
Cristo, siendo también la suya una mediación participada.[96]
En efecto, si « jamás podrá compararse criatura alguna
con el Verbo encarnado y Redentor », al mismo tiempo « la única
mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas
diversas clases de cooperación, participada de la única fuente
»; y así « la bondad de Dios se difunde de distintas maneras
sobre las criaturas ».[97]
La enseñanza del Concilio Vaticano II presenta la verdad sobre la
mediación de María como una participación de esta única
fuente que es la mediación de Cristo mismo. Leemos al respecto: «
La Iglesia no duda en confesar esta función subordinada de María,
la experimenta continuamente y la recomienda a la piedad de los fieles, para
que, apoyados en esta protección maternal, se unan con mayor intimidad
al Mediador y Salvador ».[98] Esta función es, al mismo tiempo,
especial y extraordinaria. Brota de su maternidad divina y puede ser comprendida
y vivida en la fe, solamente sobre la base de la plena verdad de esta maternidad.
Siendo María, en virtud de la elección divina, la Madre del
Hijo consubstancial al Padre y « compañera singularmente generosa
» en la obra de la redención, es nuestra madre en el orden de
la gracia ».[99] Esta función constituye una dimensión
real de su presencia en el misterio salvífico de Cristo y de la Iglesia.
39. Desde este punto de vista es necesario considerar una vez más
el acontecimiento fundamental en la economía de la salvación,
o sea la encarnación del Verbo en la anunciación. Es significativo
que María, reconociendo en la palabra del mensajero divino la voluntad
del Altísimo y sometiéndose a su poder, diga: « He aquí
la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra
» (Lc 1, 3). El primer momento de la sumisión a la única
mediación « entre Dios y los hombres » -la de Jesucristo-
es la aceptación de la maternidad por parte de la Virgen de Nazaret.
María da su consentimiento a la elección de Dios, para ser
la Madre de su Hijo por obra del Espíritu Santo. Puede decirse que
este consentimiento suyo para la maternidad es sobre todo fruto de la donación
total a Dios en la virginidad. María aceptó la elección
para Madre del Hijo de Dios, guiada por el amor esponsal, que « consagra
» totalmente una persona humana a Dios. En virtud de este amor, María
deseaba estar siempre y en todo « entregada a Dios », viviendo
la virginidad. Las palabras « he aquí la esclava del Señor
» expresan el hecho de que desde el principio ella acogió y
entendió la propia maternidad como donación total de sí,
de su persona, al servicio de los designios salvíficos del Altísimo.
Y toda su participación materna en la vida de Jesucristo, su Hijo,
la vivió hasta el final de acuerdo con su vocación a la virginidad.
La maternidad de María, impregnada profundamente por la actitud esponsal
de « esclava del Señor », constituye la dimensión
primera y fundamental de aquella mediación que la Iglesia confiesa
y proclama respecto a ella,[100] y continuamente « recomienda a la
piedad de los fieles » porque confía mucho en esta mediación.
En efecto, conviene reconocer que, antes que nadie, Dios mismo, el eterno
Padre, se entregó a la Virgen de Nazaret, dándole su propio
Hijo en el misterio de la Encarnación. Esta elección suya al
sumo cometido y dignidad de Madre del Hijo de Dios, a nivel ontológico,
se refiere a la realidad misma de la unión de las dos naturalezas
en la persona del Verbo (unión hipostática). Este hecho fundamental
de ser la Madre del Hijo de Dios supone, desde el principio, una apertura
total a la persona de Cristo, a toda su obra y misión. Las palabras
« he aquí la esclava del Señor » atestiguan esta
apertura del espíritu de María, la cual, de manera perfecta,
reúne en sí misma el amor propio de la virginidad y el amor
característico de la maternidad, unidos y como fundidos juntamente.
Por tanto María ha llegado a ser no sólo la « madre-nodriza
» del Hijo del hombre, sino también la « compañera
singularmente generosa » [101] del Mesías y Redentor. Ella -como
ya he dicho- avanzaba en la peregrinación de la fe y en esta peregrinación
suya hasta los pies de la Cruz se ha realizado, al mismo tiempo, su cooperación
materna en toda la misión del Salvador mediante sus acciones y sufrimientos.
A través de esta colaboración en la obra del Hijo Redentor,
la maternidad misma de María conocía una transformación
singular, colmándose cada vez más de « ardiente caridad
» hacia todos aquellos a quienes estaba dirigida la misión de
Cristo. Por medio de esta « ardiente caridad », orientada a realizar
en unión con Cristo la restauración de la « vida sobrenatural
de las almas »,[102] María entraba de manera muy personal en
la única mediación « entre Dios y los hombres »,
que es la mediación del hombre Cristo Jesús. Si ella fue la
primera en experimentar en sí misma los efectos sobrenaturales de
esta única mediación -ya en la anunciación había
sido saludada como « llena de gracia »- entonces es necesario
decir, que por esta plenitud de gracia y de vida sobrenatural, estaba particularmente
predispuesta a la cooperación con Cristo, único mediador de
la salvación humana. Y tal cooperación es precisamente esta
mediación subordinada a la mediación de Cristo.
En el caso de María se trata de una mediación especial y excepcional,
basada sobre su « plenitud de gracia », que se traducirá
en la plena disponibilidad de la « esclava del Señor ».
Jesucristo, como respuesta a esta disponibilidad interior de su Madre, la
preparaba cada vez más a ser para los hombres « madre en el
orden de la gracia ». Esto indican, al menos de manera indirecta, algunos
detalles anotados por los Sinópticos (cf. Lc 11, 28; 8, 20-21; Mc
3, 32-35; Mt 12, 47-50) y más aún por el Evangelio de Juan
(cf. 2, 1-12; 19, 25-27), que ya he puesto de relieve. A este respecto, son
particularmente elocuentes las palabras, pronunciadas por Jesús en
la Cruz, relativas a María y a Juan.
40. Después de los acontecimientos de la resurrección y de
la ascensión, María, entrando con los apóstoles en el
cenáculo a la espera de Pentecostés, estaba presente como Madre
del Señor glorificado. Era no sólo la que « avanzó
en la peregrinación de la fe » y guardó fielmente su
unión con el Hijo « hasta la Cruz », sino también
la « esclava del Señor », entregada por su Hijo como madre
a la Iglesia naciente: « He aquí a tu madre ». Así
empezó a formarse una relación especial entre esta Madre y
la Iglesia. En efecto, la Iglesia naciente era fruto de la Cruz y de la resurrección
de su Hijo. María, que desde el principio se había entregado
sin reservas a la persona y obra de su Hijo, no podía dejar de volcar
sobre la Iglesia esta entrega suya materna. Después de la ascensión
del Hijo, su maternidad permanece en la Iglesia como mediación materna;
intercediendo por todos sus hijos, la madre coopera en la acción salvífica
del Hijo, Redentor del mundo. Al respecto enseña el Concilio: «
Esta maternidad de María en la economía de la gracia perdura
sin cesar … hasta la consumación perpetua de todos los elegidos ».[103]
Con la muerte redentora de su Hijo, la mediación materna de la esclava
del Señor alcanzó una dimensión universal, porque la
obra de la redención abarca a todos los hombres. Así se manifiesta
de manera singular la eficacia de la mediación única y universal
de Cristo « entre Dios y los hombres ». La cooperación
de María participa, por su carácter subordinado, de la universalidad
de la mediación del Redentor, único mediador. Esto lo indica
claramente el Concilio con las palabras citadas antes.
« Pues –leemos todavía– asunta a los cielos, no ha dejado esta
misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión
continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna
».[104] Con este carácter de « intercesión »,
que se manifestó por primera vez en Caná de Galilea, la mediación
de María continúa en la historia de la Iglesia y del mundo.
Leemos que María « con su amor materno se cuida de los hermanos
de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad
hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada ».[105] De este
modo la maternidad de María perdura incesantemente en la Iglesia como
mediación intercesora, y la Iglesia expresa su fe en esta verdad invocando
a María « con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro,
Mediadora ».[106]
41. María, por su mediación subordinada a la del Redentor,
contribuye de manera especial a la unión de la Iglesia peregrina en
la tierra con la realidad escatológica y celestial de la comunión
de los santos, habiendo sido ya « asunta a los cielos ».[107]
La verdad de la Asunción, definida por Pío XII, ha sido reafirmada
por el Concilio Vaticano II, que expresa así la fe de la Iglesia:
« Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha
de culpa original, terminado el decurso de su vida terrena, fue asunta en
cuerpo y alma a la gloria celestial y fue ensalzada por el Señor como
Reina universal con el fin de que se asemeje de forma más plena a
su Hijo, Señor de señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado
y de la muerte ».[108] Con esta enseñanza Pío XII enlazaba
con la Tradición, que ha encontrado múltiples expresiones en
la historia de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente.
Con el misterio de la Asunción a los cielos, se han realizado definitivamente
en María todos los efectos de la única mediación de
Cristo Redentor del mundo y Señor resucitado: « Todos vivirán
en Cristo. Pero cada cual en su rango: Cristo como primicias; luego, los
de Cristo en su Venida » (1 Co 15, 22-23). En el misterio de la Asunción
se expresa la fe de la Iglesia, según la cual María «
está también íntimamente unida » a Cristo porque,
aunque como madre-virgen estaba singularmente unida a él en su primera
venida, por su cooperación constante con él lo estará
también a la espera de la segunda; « redimida de modo eminente,
en previsión de los méritos de su Hijo »,[109] ella tiene
también aquella función, propia de la madre, de mediadora de
clemencia en la venida definitiva, cuando todos los de Cristo revivirán,
y « el último enemigo en ser destruido será la Muerte
» (1 Co 15, 26).[110]
A esta exaltación de la « Hija excelsa de Sión »,[111]
mediante la asunción a los cielos, está unido el misterio de
su gloria eterna. En efecto, la Madre de Cristo es glorificada como «
Reina universal ».[112] La que en la anunciación se definió
como « esclava del Señor » fue durante toda su vida terrena
fiel a lo que este nombre expresa, confirmando así que era una verdadera
« discípula » de Cristo, el cual subrayaba intensamente
el carácter de servicio de su propia misión: el Hijo del hombre
« no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate
por muchos » (Mt 20, 28). Por esto María ha sido la primera
entre aquellos que, « sirviendo a Cristo también en los demás,
conducen en humildad y paciencia a sus hermanos al Rey, cuyo servicio equivale
a reinar »,[113] Y ha conseguido plenamente aquel « estado de
libertad real », propio de los discípulos de Cristo: ¡servir
quiere decir reinar!
« Cristo, habiéndose hecho obediente hasta la muerte y habiendo
sido por ello exaltado por el Padre (cf. Flp 2,8-9), entró en la gloria
de su reino. A El están sometidas todas las cosas, hasta que El se
someta a Sí mismo y todo lo creado al Padre, a fin de que Dios sea
todo en todas las cosas (cf. 1 Co 15, 27-28) ».[114] María,
esclava del Señor, forma parte de este Reino del Hijo.[115] La gloria
de servir no cesa de ser su exaltación real; asunta a los cielos,
ella no termina aquel servicio suyo salvífico, en el que se manifiesta
la mediación materna, « hasta la consumación perpetua
de todos los elegidos ».[116] Así aquella, que aquí en
la tierra « guardó fielmente su unión con el Hijo hasta
la Cruz », sigue estando unida a él, mientras ya « a El
están sometidas todas las cosas, hasta que El se someta a Sí
mismo y todo lo creado al Padre ». Así en su asunción
a los cielos, María está como envuelta por toda la realidad
de la comunión de los santos, y su misma unión con el Hijo
en la gloria está dirigida toda ella hacia la plenitud definitiva
del Reino, cuando « Dios sea todo en todas las cosas ».
También en esta fase la mediación materna de María sigue
estando subordinada a aquel que es el único Mediador, hasta la realización
definitiva de la « plenitud de los tiempos », es decir, hasta
que « todo tenga a Cristo por Cabeza » (Ef 1, 10).
2. MARÍA EN LA VIDA DE LA IGLESIA Y DE CADA CRISTIANO
42. El Concilio Vaticano II, siguiendo la Tradición, ha dado nueva
luz sobre el papel de la Madre de Cristo en la vida de la Iglesia. «
La Bienaventurada Virgen, por el don … de la maternidad divina, con la que
está unida al Hijo Redentor, y por sus singulares gracias y dones,
está unida también íntimamente a la Iglesia. LaMadre
de Dios es tipo de la Iglesia, a saber: en el orden de la fe, de la caridad
y de la perfecta unión con Cristo ».[117] Ya hemos visto anteriormente
como María permanece, desde el comienzo, con los apóstoles
a la espera de Pentecostés y como, siendo « feliz la que ha
creído », a través de las generaciones está presente
en medio de la Iglesia peregrina mediante la fe y como modelo de la esperanza
que no desengaña (cf. Rom 5, 5).
María creyó que se cumpliría lo que le había
dicho el Señor. Como Virgen, creyó que concebiría y
daría a luz un hijo: el « Santo », al cual corresponde
el nombre de « Hijo de Dios », el nombre de « Jesús
» (Dios que salva). Como esclava del Señor, permaneció
perfectamente fiel a la persona y a la misión de este Hijo. Como madre,
« creyendo y obedeciendo, engendró en la tierra al mismo Hijo
del Padre, y esto sin conocer varón, cubierta con la sombra del Espíritu
Santo ».[118]
Por estos motivos María « con razón es honrada con especial
culto por la Iglesia; ya desde los tiempos más antiguos … es honrada
con el título de Madre de Dios, a cuyo amparo los fieles en todos
sus peligros y necesidades acuden con sus súplicas ».[119] Este
culto es del todo particular: contiene en sí y expresa aquel profundo
vínculo existente entre la Madre de Cristo y la Iglesía.[120]Como
virgen y madre, María es para la Iglesia un « modelo perenne
». Se puede decir, pues, que, sobre todo según este aspecto,
es decir como modelo o, más bien como « figura », María,
presente en el misterio de Cristo, está también constantemente
presente en el misterio de la Iglesia. En efecto, también la Iglesia
« es llamada madre y virgen », y estos nombres tienen una profunda
justificación bíblica y teológica.[121]
43. La Iglesia « se hace también madre mediante la palabra de
Dios aceptada con fidelidad ».[122] Igual que María creyó
la primera, acogiendo la palabra de Dios que le fue revelada en la anunciación,
y permaneciendo fiel a ella en todas sus pruebas hasta la Cruz, así
la Iglesia llega a ser Madre cuando, acogiendo con fidelidad la palabra de
Dios, « por la predicación y el bautismo engendra para la vida
nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo ynacidos
de Dios ».[123] Esta característica « materna »
de la Iglesia ha sido expresada de modo particularmente vigoroso por el Apóstol
de las gentes, cuando escribía: « ¡Hijos míos,
por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en
vosotros! » (Gál 4, 19). En estas palabras de san Pablo está
contenido un indicio interesante de la conciencia materna de la Iglesia primitiva,
unida al servicio apostólico entre los hombres. Esta conciencia permitía
y permite constantemente a la Iglesia ver el misterio de su vida y de su
misión a ejemplo de la misma Madre del Hijo, que es el « primogénito
entre muchos hermanos » (Rom 8, 29).
Se puede afirmar que la Iglesia aprende también de María la
propia maternidad; reconoce la dimensión materna de su vocación,
unida esencialmente a su naturaleza sacramental, « contemplando su
arcana santidad e imitando su caridad, y cumpliendo fielmente la voluntad
del Padre ».[124] Si la Iglesia es signo e instrumento de la unión
íntima con Dios, lo es por su maternidad, porque, vivificada por el
Espíritu, « engendra » hijos e hijas de la familia humana
a una vida nueva en Cristo. Porque, al igual que María está
al servicio del misterio de la encarnación, así la Iglesia
permanece al servicio del misterio de la adopción como hijos por medio
de la gracia.
Al mismo tiempo, a ejemplo de María, la Iglesia es la virgen fiel
al propio esposo: « también ella es virgen que custodia pura
e íntegramente la fe prometida al Esposo ».[125] La Iglesia
es, pues, la esposa de Cristo, como resulta de las cartas paulinas (cf. Ef
5, 21-33; 2 Co 11, 2) y de la expresión joánica « la
esposa del Cordero » (Ap 21, 9). Si la Iglesia como esposa custodia
« la fe prometida a Cristo », esta fidelidad, a pesar de que
en la enseñanza del Apóstol se haya convertido en imagen del
matrimonio (cf. Ef 5, 23-33), posee también el valor tipo de la total
donación a Dios en el celibato « por el Reino de los cielos
», es decir de la virginidad consagrada a Dios (cf. Mt 19, 11-12; 2
Cor 11, 2). Precisamente esta virginidad, siguiendo el ejemplo de la Virgen
de Nazaret, es fuente de una especial fecundidad espiritual: es fuente de
la maternidad en el Espíritu Santo.
Pero la Iglesia custodia también la fe recibida de Cristo; a ejemplo
de María, que guardaba y meditaba en su corazón (cf. Lc 2,
19. 51) todo lo relacionado con su Hijo divino, está dedicada a custodiar
la Palabra de Dios, a indagar sus riquezas con discernimiento y prudencia
con el fin de dar en cada época un testimonio fiel a todos los hombres.[126]
44. Ante esta ejemplaridad, la Iglesia se encuentra con María e intenta
asemejarse a ella: « Imitando a la Madre de su Señor, por la
virtud del Espíritu Santo conserva virginalmente la fe íntegra,
la sólida esperanza, la sincera caridad ».[127] Por consiguiente,
María está presente en el misterio de la Iglesia como modelo.
Pero el misterio de la Iglesia consiste también en el hecho de engendrar
a los hombres a una vida nueva e inmortal: es su maternidad en el Espíritu
Santo. Y aquí María no sólo es modelo y figura de la
Iglesia, sino mucho más. Pues, « con materno amor coopera a
la generación y educación »de los hijos e hijas de la
madre Iglesia. La maternidad de la Iglesia se lleva a cabo no sólo
según el modelo y la figura de la Madre de Dios, sino también
con su « cooperación ». La Iglesia recibe copiosamente
de esta cooperación, es decir de la mediación materna, que
es característica de María, ya que en la tierra ella cooperó
a la generación y educación de los hijos e hijas de la Iglesia,
como Madre de aquel Hijo « a quien Dios constituyó como hermanos
».[128]
En ello cooperó -como enseña el Concilio Vaticano II- con materno
amor.[129] Se descubre aquí el valor real de las palabras dichas por
Jesús a su madre cuando estaba en la Cruz: « Mujer, ahí
tienes a tu hijo » y al discípulo: « Ahí tienes
a tu madre » (Jn 19, 26-27). Son palabras que determinan el lugar de
María en la vida de los discípulos de Cristo y expresan -como
he dicho ya- su nueva maternidad como Madre del Redentor: la maternidad espiritual,
nacida de lo profundo del misterio pascual del Redentor del mundo. Es una
maternidad en el orden de la gracia, porque implora el don del Espíritu
Santo que suscita los nuevos hijos de Dios, redimidos mediante el sacrificio
de Cristo: aquel Espíritu que, junto con la Iglesia, María
ha recibido también el día de Pentecostés.
Esta maternidad suya ha sido comprendida y vivida particularmente por el
pueblo cristiano en el sagrado Banquete -celebración litúrgica
del misterio de la Redención-, en el cual Cristo, su verdadero cuerpo
nacido de María Virgen, se hace presente.
Con razón la piedad del pueblo cristiano ha visto siempre un profundo
vínculo entre la devoción a la Santísima Virgen y el
culto a la Eucaristía; es un hecho de relieve en la liturgia tanto
occidental como oriental, en la tradición de las Familias religiosas,
en la espiritualidad de los movimientos contemporáneos incluso los
juveniles, en la pastoral de los Santuarios marianos María guía
a los fieles a la Eucaristía.
45. Es esencial a la maternidad la referencia a la persona. La maternidad
determina siempre una relación única e irrepetible entre dos
personas: la de la madre con el hijo y la del hijo con la Madre. Aun cuando
una misma mujer sea madre de muchos hijos, su relación personal con
cada uno de ellos caracteriza la maternidad en su misma esencia. En efecto,
cada hijo es engendrado de un modo único e irrepetible, y esto vale
tanto para la madre como para el hijo. Cada hijo es rodeado del mismo modo
por aquel amor materno, sobre el que se basa su formación y maduración
en la humanidad.
Se puede afirmar que la maternidad « en el orden de la gracia »
mantiene la analogía con cuanto a en el orden de la naturaleza »
caracteriza la unión de la madre con el hijo. En esta luz se hace
más comprensible el hecho de que, en el testamento de Cristo en el
Gólgota, la nueva maternidad de su madre haya sido expresada en singular,
refiriéndose a un hombre: « Ahí tienes a tu hijo ».
Se puede decir además que en estas mismas palabras está indicado
plenamente el motivo de la dimensión mariana de la vida de los discípulos
de Cristo; no sólo de Juan, que en aquel instante se encontraba a
los pies de la Cruz en compañía de la Madre de su Maestro,
sino de todo discípulo de Cristo, de todo cristiano. El Redentor confía
su madre al discípulo y, al mismo tiempo, se la da como madre. La
maternidad de María, que se convierte en herencia del hombre, es un
don: un don que Cristo mismo hace personalmente a cada hombre. El Redentor
confía María a Juan, en la medida en que confía Juan
a María. A los pies de la Cruz comienza aquella especial entrega del
hombre a la Madre de Cristo, que en la historia de la Iglesia se ha ejercido
y expresado posteriormente de modos diversos. Cuando el mismo apóstol
y evangelista, después de haber recogido las palabras dichas por Jesús
en la Cruz a su Madre y a él mismo, añade: « Y desde
aquella hora el discípulo la acogió en su casa » (Jn
19,27). Esta afirmación quiere decir con certeza que al discípulo
se atribuye el papel de hijo y que él cuidó de la Madre del
Maestro amado. Y ya que María fue dada como madre personalmente a
él, la afirmación indica, aunque sea indirectamente, lo que
expresa la relación íntima de un hijo con la madre. Y todo
esto se encierra en la palabra « entrega ». La entrega es la
respuesta al amor de una persona y, en concreto, al amor de la madre.
La dimensión mariana de la vida de un discípulo de Cristo se
manifiesta de modo especial precisamente mediante esta entrega filial respecto
a la Madre de Dios, iniciada con el testamento del Redentor en el Gólgota.
Entregándose filialmente a María, el cristiano, como el apóstol
Juan, « acoge entre sus cosas propias » [130] a la Madre de Cristo
y la introduce en todo el espacio de su vida interior, es decir, en su «
yo » humano y cristiano: « La acogió en su casa »
Así el cristiano, trata de entrar en el radio de acción de
aquella « caridad materna », con la que la Madre del Redentor
« cuida de los hermanos de su Hijo »,[131] « a cuya generación
y educación coopera » [132] según la medida del don,
propia de cada uno por la virtud del Espíritu de Cristo. Así
se manifiesta también aquella maternidad según el espíritu,
que ha llegado a ser la función de María a los pies de la Cruz
y en el cenáculo.
46. Esta relación filial, esta entrega de un hijo a la Madre no sólo
tiene su comienzo en Cristo, sino que se puede decir que definitivamente
se orienta hacia él. Se puede afirmar que María sigue repitiendo
a todos las mismas palabras que dijo en Caná de Galilea: « Haced
lo que él os diga ». En efecto es él, Cristo, el único
mediador entre Dios y los hombres; es él « el Camino, la Verdad
y la Vida » (Jn 4, 6); es él a quien el Padre ha dado al mundo,
para que el hombre « no perezca, sino que tenga vida eterna »
(Jn 3, 16). La Virgen de Nazaret se ha convertido en la primera « testigo
» de este amor salvífico del Padre y desea permanecer también
su humilde esclava siempre y por todas partes. Para todo cristiano y todo
hombre, María es la primera que « ha creído »,
y precisamente con esta fe suya de esposa y de madre quiere actuar sobre
todos los que se entregan a ella como hijos. Y es sabido que cuanto más
estos hijos perseveran en esta actitud y avanzan en la misma, tanto más
María les acerca a la « inescrutable riqueza de Cristo »
(Ef 3, 8). E igualmente ellos reconocen cada vez mejor la dignidad del hombre
en toda su plenitud, y el sentido definitivo de su vocación, porque
« Cristo … manifiesta plenamente el hombre al propio hombre ».[133]
Esta dimensión mariana en la vida cristiana adquiere un acento peculiar
respecto a la mujer y a su condición. En efecto, la feminidad tiene
una relación singular con la Madre del Redentor, tema que podrá
profundizarse en otro lugar. Aquí sólo deseo poner de relieve
que la figura de María de Nazaret proyecta luz sobre la mujer en cuanto
tal por el mismo hecho de que Dios, en el sublime acontecimiento de la encarnación
del Hijo, se ha entregado al ministerio libre y activo de una mujer. Por
lo tanto, se puede afirmar que la mujer, al mirar a María, encuentra
en ella el secreto para vivir dignamente su feminidad y para llevar a cabo
su verdadera promoción. A la luz de María, la Iglesia lee en
el rostro de la mujer los reflejos de una belleza, que es espejo de los más
altos sentimientos, de que es capaz el corazón humano: la oblación
total del amor, la fuerza que sabe resistir a los más grandes dolores,
la fidelidad sin límites, la laboriosidad infatigable y la capacidad
de conjugar la intuición penetrante con la palabra de apoyo y de estímulo.
47. Durante el Concilio Pablo VI proclamó solemnemente que María
es Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto
de los fieles como de los pastores ».[134] Más tarde, el año
1968 en la Profesión de fe, conocida bajo el nombre de « Credo
del pueblo de Dios », ratificó esta afirmación de forma
aún más comprometida con las palabras « Creemos que la
Santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia continúa
en el cielo su misión maternal para con los miembros de Cristo, cooperando
al nacimiento y al desarrollo de la vida divina en las almas de los redimidos
».[135]
El magisterio del Concilio ha subrayado que la verdad sobre la Santísima
Virgen, Madre de Cristo, constituye un medio eficaz para la profundización
de la verdad sobre la Iglesia. El mismo Pablo VI, tomando la palabra en relación
con la Constitución Lumen gentium, recién aprobada por el Concilio,
dijo: « El conocimiento de la verdadera doctrina católica sobre
María será siempre la clave para la exacta comprensión
del misterio de Cristo y de la Iglesia ».[136]María está
presente en la Iglesia como Madre de Cristo y, a la vez, como aquella Madre
que Cristo, en el misterio de la redención, ha dado al hombre en la
persona del apóstol Juan. Por consiguiente, María acoge, con
su nueva maternidad en el Espíritu, a todos y a cada uno en la Iglesia,
acoge también a todos y a cada uno por medio de la Iglesia. En este
sentido María, Madre de la Iglesia, es también su modelo. En
efecto, la Iglesia -como desea y pide Pablo VI- « encuentra en ella
(María) la más auténtica forma de la perfecta imitación
de Cristo ».[137]
Merced a este vínculo especial, que une a la Madre de Cristo con la
Iglesia, se aclara mejor el misterio de aquella « mujer » que,
desde los primeros capítulos del Libro del Génesis hasta el
Apocalipsis, acompaña la revelación del designio salvífico
de Dios respecto a la humanidad. Pues María, presente en la Iglesia
como Madre del Redentor, participa maternalmente en aquella « dura
batalla contra el poder de las tinieblas » [138] que se desarrolla
a lo largo de toda la historia humana. Y por esta identificación suya
eclesial con la « mujer vestida de sol » (Ap 12, 1),[139] se
puede afirmar que « la Iglesia en la Beatísima Virgen ya llegó
a la perfección, por la que se presenta sin mancha ni arruga »;
por esto, los cristianos, alzando con fe los ojos hacia María a lo
largo de su peregrinación terrena, « aún se esfuerzan
en crecer en la santidad ».[140] María, la excelsa hija de Sión,
ayuda a todos los hijos -donde y como quiera que vivan- a encontrar en Cristo
el camino hacia la casa del Padre.
Por consiguiente, la Iglesia, a lo largo de toda su vida, mantiene con la
Madre de Dios un vínculo que comprende, en el misterio salvífico,
el pasado, el presente y el futuro, y la venera como madre espiritual de
la humanidad y abogada de gracia.
3. EL SENTIDO DEL AÑO MARIANO
48. Precisamente el vínculo especial de la humanidad con esta Madre
me ha movido a proclamar en la Iglesia, en el período que precede
a la conclusión del segundo Milenio del nacimiento de Cristo, un Año
Mariano. Una iniciativa similar tuvo lugar ya en el pasado, cuando Pío
XII proclamó el 1954 como Año Mariano, con el fin de resaltar
la santidad excepcional de la Madre de Cristo, expresada en los misterios
de su Inmaculada Concepción (definida exactamente un siglo antes)
y de su Asunción a los cielos.[141]
Ahora, siguiendo la línea del Concilio Vaticano II, deseo poner de
relieve la especial presencia de la Madre de Dios en el misterio de Cristo
y de su Iglesia. Esta es, en efecto, una dimensión fundamental que
brota de la mariología del Concilio, de cuya clausura nos separan
ya más de veinte años. El Sínodo extraordinario de los
Obispos, que se ha realizado el año 1985, ha exhortado a todos a seguir
fielmente el magisterio y las indicaciones del Concilio. Se puede decir que
en ellos -Concilio y Sínodo- está contenido lo que el mismo
Espíritu Santo desea « decir a la Iglesia » en la presente
fase de la historia.
En este contexto, el Año Mariano deberá promover también
una nueva y profunda lectura de cuanto el Concilio ha dicho sobre la Bienaventurada
Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia,
a la que se refieren las consideraciones de esta Encíclica. Se trata
aquí no sólo de la doctrina de fe, sino también de la
vida de fe y, por tanto, de la auténtica « espiritualidad mariana
», considerada a la luz de la Tradición y, de modo especial,
de la espiritualidad a la que nos exhorta el Concilio.[142] Además,
la espiritualidad mariana, a la par de la devoción correspondiente,
encuentra una fuente riquísima en la experiencia histórica
de las personas y de las diversas comunidades cristianas, que viven entre
los distintos pueblos y naciones de la tierra. A este propósito, me
es grato recordar, entre tantos testigos y maestros de la espiritualidad
mariana, la figura de san Luis María Grignion de Montfort, el cual
proponía a los cristianos la consagración a Cristo por manos
de María, como medio eficaz para vivir fielmente el compromiso del
bautismo.[143] Observo complacido cómo en nuestros días no
faltan tampoco nuevas manifestaciones de esta espiritualidad y devoción.
49. Este Año comenzará en la solemnidad de Pentecostés,
el 7 de junio próximo. Se trata, pues, de recordar no sólo
que María « ha precedido » la entrada de Cristo Señor
en la historia de la humanidad, sino de subrayar además, a la luz
de María, que desde el cumplimiento del misterio de la Encarnación
la historia de la humanidad ha entrado en la « plenitud de los tiempos
» y que la Iglesia es el signo de esta plenitud. Como Pueblo de Dios,
la Iglesia realiza su peregrinación hacia la eternidad mediante la
fe, en medio de todos los pueblos y naciones, desde el día de Pentecostés.
La Madre de Cristo, que estuvo presente en el comienzo del « tiempo
de la Iglesia », cuando a la espera del Espíritu Santo rezaba
asiduamente con los apóstoles y los discípulos de su Hijo,
« precede » constantemente a la Iglesia en este camino suyo a
través de la historia de la humanidad. María es también
la que, precisamente como esclava del Señor, coopera sin cesar en
la obra de la salvación llevada a cabo por Cristo, su Hijo.
Así, mediante este Año Mariano, la Iglesia es llamada no sólo
a recordar todo lo que en su pasado testimonia la especial y materna cooperación
de la Madre de Dios en la obra de la salvación en Cristo Señor,
sino además a preparar, por su parte, cara al futuro las vías
de esta cooperación, ya que el final del segundo Milenio cristiano
abre como una nueva perspectiva.
50. Como ya ha sido recordado, también entre los hermanos separados
muchos honran y celebran a la Madre del Señor, de modo especial los
Orientales. Es una luz mariana proyectada sobre el ecumenismo. De modo particular,
deseo recordar todavía que, durante el Año Mariano, se celebrará
el Milenio del bautismo de San Vladimiro, Gran Príncipe de Kiev (a.
988), que dio comienzo al cristianismo en los territorios de la Rus" de entonces
y, a continuación, en otros territorios de Europa Oriental; y que
por este camino, mediante la obra de evangelización, el cristianismo
se extendió también más allá de Europa, hasta
los territorios septentrionales del continente asiático. Por lo tanto,
queremos, especialmente a lo largo de este Año, unirnos en plegaria
con cuantos celebran el Milenio de este bautismo, ortodoxos y católicos,
renovando y confirmando con el Concilio aquellos sentimientos de gozo y de
consolación porque « los orientales … corren parejos con nosotros
por su impulso fervoroso y ánimo en el culto de la Virgen Madre de
Dios ».[144] Aunque experimentamos todavía los dolorosos efectos
de la separación, acaecida algunas décadas más tarde
(a. 1054), podemos decir que ante la Madre de Cristo nos sentimos verdaderos
hermanos y hermanas en el ámbito de aquel pueblo mesiánico,
llamado a ser una única familia de Dios en la tierra, como anunciaba
ya al comienzo del Año Nuevo: « Deseamos confirmar esta herencia
universal de todos los hijos y las hijas de la tierra ».[145]
Al anunciar el año de María, precisaba además que su
clausura se realizará el año próximo en la solemnidad
de la Asunción de la Santísima Virgen a los cielos, para resaltar
así « la señal grandiosa en el cielo », de la que
habla el Apocalipsis. De este modo queremos cumplir también la exhortación
del Concilio, que mira a María como a un « signo de esperanza
segura y de consuelo para el pueblo de Dios peregrinante ». Esta exhortación
la expresa el Concilio con las siguientes palabras: « Ofrezcan los
fieles súplicas insistentes a la Madre de Dios y Madre de los hombres,
para que ella, que estuvo presente en las primeras oraciones de la Iglesia,
ahora también, ensalzada en el cielo sobre todos los bienaventurados
y los ángeles, en la comunión de todos los santos, interceda
ante su Hijo, para que las familias de todos los pueblos, tanto los que se
honran con el nombre cristiano como los que aún ignoran al Salvador,
sean felizmente congregados con paz y concordia en un solo Pueblo de Dios,
para gloria de la Santísima e individua Trinidad ».[146]
CONCLUSIÓN
51. Al final de la cotidiana liturgia de las Horas se eleva, entre otras,
esta invocación de la Iglesia a María: « Salve, Madre
soberana del Redentor, puerta del cielo siempre abierta, estrella del mar;
socorre al pueblo que sucumbe y lucha por levantarse, tú que para
asombro de la naturaleza has dado el ser humano a tu Creador ».
« Para asombro de la naturaleza ». Estas palabras de la antífona
expresan aquel asombro de la fe, que acompaña el misterio de la maternidad
divina de María. Lo acompaña, en cierto sentido, en el corazón
de todo lo creado y, directamente, en el corazón de todo el Pueblo
de Dios, en el corazón de la Iglesia. Cuán admirablemente lejos
ha ido Dios, creador y señor de todas las cosas, en la « revelación
de sí mismo » al hombre.[147] Cuán claramente ha superado
todos los espacios de la infinita « distancia » que separa al
creador de la criatura. Si en sí mismo permanece inefable e inescrutable,
más aún es inefable e inescrutable en la realidad de la Encarnación
del Verbo, que se hizo hombre por medio de la Virgen de Nazaret.
Si El ha querido llamar eternamente al hombre a participar de la naturaleza
divina (cf. 2 P 1, 4), se puede afirmar que ha predispuesto la « divinización
» del hombre según su condición histórica, de
suerte que, después del pecado, está dispuesto a restablecer
con gran precio el designio eterno de su amor mediante la « humanización
» del Hijo, consubstancial a El. Todo lo creado y, más directamente,
el hombre no puede menos de quedar asombrado ante este don, del que ha llegado
a ser partícipe en el Espíritu Santo: « Porque tanto
amó Dios al mundo que dio a su Hijo único » (Jn 3, 16).
En el centro de este misterio, en lo más vivo de este asombro de la
fe, se halla María, Madre soberana del Redentor, que ha sido la primera
en experimentar: « tú que para asombro de la naturaleza has
dado el ser humano a tu Creador ».
52. En la palabras de esta antífona litúrgica se expresa también
la verdad del « gran cambio »,que se ha verificado en el hombre
mediante el misterio de la Encarnación. Es un cambio que pertenece
a toda su historia, desde aquel comienzo que se ha revelado en los primeros
capítulos del Génesis hasta el término último,
en la perspectiva del fin del mundo, del que Jesús no nos ha revelado
« ni el día ni la hora » (Mt 25, 13). Es un cambio incesante
y continuo entre el caer y el levantarse, entre el hombre del pecado y el
hombre de la gracia y de la justicia. La liturgia, especialmente en Adviento,
se coloca en el centro neurálgico de este cambio, y toca su incesante
« hoy y ahora », mientras exclama: « Socorre al pueblo
que sucumbe y lucha por levantarse ».
Estas palabras se refieren a todo hombre, a las comunidades, a las naciones
y a los pueblos, a las generaciones y a las épocas de la historia
humana, a nuestros días, a estos años del Milenio que está
por concluir: « Socorre, si, socorre al pueblo que sucumbe ».
Esta es la invocación dirigida a María, « santa Madre
del Redentor », es la invocación dirigida a Cristo, que por
medio de María ha entrado en la historia de la humanidad. Año
tras año, la antífona se eleva a María, evocando el
momento en el que se ha realizado este esencial cambio histórico,
que perdura irreversiblemente: el cambio entre el « caer » y
el « levantarse ».
La humanidad ha hecho admirables descubrimientos y ha alcanzado resultados
prodigiosos en el campo de la ciencia y de la técnica, ha llevado
a cabo grandes obras en la vía del progreso y de la civilización,
y en épocas recientes se diría que ha conseguido acelerar el
curso de la historia. Pero el cambio fundamental, cambio que se puede definir
« original », acompaña siempre el camino del hombre y,
a través de los diversos acontecimientos históricos, acompaña
a todos y a cada uno. Es el cambio entre el « caer » y el «
levantarse », entre la muerte y la vida. Es también un constante
desafío a las conciencias humanas, un desafío a toda la conciencia
histórica del hombre: el desafío a seguir la vía del
« no caer » en los modos siempre antiguos y siempre nuevos, y
del « levantarse », si ha caído.
Mientras con toda la humanidad se acerca al confín de los dos Milenios,
la Iglesia, por su parte, con toda la comunidad de los creyentes y en unión
con todo hombre de buena voluntad, recoge el gran desafío contenido
en las palabras de la antífona sobre el « pueblo que sucumbe
y lucha por levantarse » y se dirige conjuntamente al Redentor y a
su Madre con la invocación « Socorre ». En efecto, la
Iglesia ve -y lo confirma esta plegaria- a la Bienaventurada Madre de Dios
en el misterio salvífico de Cristo y en su propio misterio; la ve
profundamente arraigada en la historia de la humanidad, en la eterna vocación
del hombre según el designio providencial que Dios ha predispuesto
eternamente para él; la ve maternalmente presente y partícipe
en los múltiples y complejos problemas que acompañan hoy la
vida de los individuos, de las familias y de las naciones; la ve socorriendo
al pueblo cristiano en la lucha incesante entre el bien y el mal, para que
« no caiga » o, si cae, « se levante ».
Deseo fervientemente que las reflexiones contenidas en esta Encíclica
ayuden también a la renovación de esta visión en el
corazón de todos los creyentes.
Como Obispo de Roma, envío a todos, a los que están destinadas
las presentes consideraciones, el beso de la paz, el saludo y la bendición
en nuestro Señor Jesucristo. Así sea.
Dado en Roma, junto a san Pedro, el 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación
del Señor del año 1987, noveno de mi pontificado.
Joannes Paulus PP. II.
--------------------------------------------------------------------------------
[1] Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 52 y todo el cap. VIII,
titulado « La bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en
el misterio de Cristo y de la Iglesia ».
[2] La expresión « plenitud de los tiempos » (pléroma
tou jrónou) es paralela a locuciones afines del judaísmo tanto
bíblico (cf. Gn 29, 2l, 1 S 7, 12; Tb l4, 5) como extrabíblico,
y sobre todo del N.T. (cf. Mc 1, l5; Lc 21, 24; Jn 7, 8; Ef l, 10). Desde
el punto de vista formal, esta expresión indica no sólo la
conclusión de un proceso cronológico, sino sobre todo la madurez
o el cumplimiento de un período particularmente importante, porque
está orientado hacia la actuación de una espera, que adquiere,
por tanto, una dimensión escatológica. Según Ga 4, 4
y su contexto, es el acontecimiento del Hijo de Dios quien revela que el
tiempo ha colmado, por asi decir, la medida; o sea, el período indicado
por la promesa hecha a Abraham, así como por la ley interpuesta por
Moisés, ha alcanzado su culmen, en el sentido de que Cristo cumple
la promesa divina y supera la antigua ley.
[3] Cf. Misal Romano, Prefacio del 8 de diciembre, en la Inmaculada Concepión
de Santa María Virgen; S. Ambrosio, De Institutione Virginis, V, 93-94;
PL 16, 342; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium,
68.
[4] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 58.
[5] Pablo VI, Carta Enc. Christi Matri (15 de septiembre de 1966): AAS 58
(1966) 745-749; Exhort. Apost. Signum magnum (13 de mayo de 1967): AAS 59
(1967) 465-475; Exhort. Apost. Marialis cultus (2 de febrero de 1974): AAS
66 (1974) 113-168.
[6] El Antiguo Testamento ha anunciado de muchas maneras el misterio de María:
cf. S. Juan Damasceno, Hom. in Dormitionem I, 8-9: S. Ch. 80, 103-107.
[7] Cf. Enseñanzas, VI/2 (1983), 225 s., Pío IX, Carta Apost.
Ineffabilis Deus (8 de diciembre de 1854): Pii IX P. M. Acta , pars I, 597-599.
[8] Cf. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes,
22.
[9] Conc. Ecum. Ephes.: Conciliorum Oecumenicorum Decreto, Bologna 1973(3),
41-44; 59-61 (DS 250-264), cf. Conc. Ecum. Calcedon.: o.c., 84-87 (DS 300-303).
[10] Conc. Ecum. Vat II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 22.
[11] Const dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 52.
[12] Cf. ibid., 58.
[13] Ibid., 63; cf. S. Ambrosio, Expos. Evang. sec. Luc., II, 7:CSEL, 32/4,
45; De Institutione Virginis, XIV, 88-89: PL 16, 341.
[14] Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 64.
[15] Ibid., 65.
[16] « Elimina este astro del sol que ilumina el mundo y ¿dónde
va el día? Elimina a María, esta estrella del mar, sí,
del mar grande e inmenso ¿qué permanece sino una vasta niebla
y la sombra de muerte y densas nieblas?: S. Bernardo, In Nativitate B. Mariae
Sermo-De aquaeductu, 6: S. Bernardi Opera, V, 1968, 279; cf. In laudibus
Virginis Matris Homilia II, 17: Ed. cit., IV, 1966, 34 s.
[17] Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 63.
[18] Ibid., 63.
[19] Sobre la predestinación de Maria, cf. S. Juan Damasceno, Hom.
in Nativitatem, 7; 10: S. Ch. 80, 65; 73; Hom. in Dormitionem I, 3: S. Ch.
80, 85: « Es ella, en efecto, que, elegida desde las generaciones antiguas,
en virtud de la predestinación y de la benevolencia del Dios y Padre
que te ha engendrado a ti (oh Verbo de Dios) fuera del tiempo sin salir de
sí mismo y sin alteración alguna, es ella que te ha dado a
luz, alimentado con su carne, en los últimos tiempos … ».
[20] Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 55.
[21] Sobre esta expresión hay en la tradición patrística
una interpretación amplia y variada: cf. Orígenes, In Lucam
homiliae, VI, 7: S. Ch. 87, 148; Severiano De Gabala, In mundi creationem,
Oratio VI, 10: PG 56, 497 s.; S. Juan Crisóstomo (pseudo), In Annuntiationem
Deiparae et contra Arium impium, PG 62, 765 s.; Basilio De Seleucia, Oratio
39, In Sanctissimaé Deiparae Annuntiationem, 5: PG 85, 441-446; Antipatro
De Ostra, Hom. II, In Sanctissimae Deiparae Annuntiationem, 3-11: PG, 1777-1783;
S. Sofronio de Jerusalén, Oratio II, In Sanctissimae Deiparae Annnuntiationem,
17-19: PG 87/3, 3235-3240; S. Juan Damasceno, Hom. in Dormitionem, I, 7:
S. Ch. 80, 96-101; S. Jerónimo, Epistola 65, 9: PL 22, 628; S. Ambrosio,
Expos. Evang. sec. Lucam, II, 9: CSEL 34/4, 45 s.; S. Agustín, Sermo
291, 4-6: PL 38, 1318 s.; Enchiridion, 36, 11: PL 40, 250; S. Pedro Crisólogo,
Sermo 142: PL 52, 579 s.; Sermo 143: PL 52, 583; S. Fulgencio De Ruspe, Epistola
17, VI, 12: PL 65, 458; S. Bernardo, In laudibus Virginis Matris, Homilía
III , 2-3: S. Bernardi Opera, IV, 1966, 36-38.
[22] Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 55.
[23] ibid., 53.
[24] Cf. Pío IX, Carta Apost. Ineffabilis Deus (8 de diciembre de
1856): Pii IX P. M. Acta, pars I, 616; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
sobre la Iglesía Lumen gentium, 53.
[25] Cf. S. Germán. Cost., In Anntiationem SS. Deiparae Hom.: PG 98,
327 s.; S. Andrés Cret., Canon in B. Mariae Natalem, 4: PG 97, 1321
s.; In Nativitatem B. Mariae, I: PG 97, 811 s.; Hom. in Dormitionem S. Mariae
1: PG 97, 1067 s.
[26] Liturgia de las Horas, del 15 de Agosto, en la Asunción de la
Bienaventurada Virgen María, Himno de las I y II Vísperas;
S. Pedro Damián, Carmina et preces, XLVII: PL 145, 934.
[27] Divina Comedia, Paraíso XXXIII, 1; cf. Liturgia de las Horas,
Memoria de Santa María en sábado, Himno II en el Officio de
Lectura.
[28] Cf. S. Agustín, De Sancta Virginitate, III, 3: PL 40, 398; Sermo
25, 7: PL 16, 937 s.
[29] Const. dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 5.
[30] Este es un tema clásico, ya expuesto por S. Ireneo: « Y
como por obra de la virgen desobediente el hombre fue herido y, precipitado,
murió, así también por obra de la Virgen obediente a
la palabra de Dios, el hombre regenerado recibió, por medio de la
vida, la vida … Ya que era conveniente y justo … que Eva fuera « recapitulada
» en María, con el fin de que la Virgen, convertida en abogada
de la virgen, disolviera y destruyera la desobediencia virginal por obra
de la obediencia virginal »; Expositio doctrinae apostolicae, 33: S.
Ch. 62, 83-86; cf. también Adversus Haereses, V, 19, 1: S. Ch. 153,
248-250.
[31] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la divina revelación
Dei Verbum, 5.
[32] Ibid., 5; cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium , 56.
[33] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 56.
[34] Ibid., 56.
[35] Cf. ibid., 53; S. Agustín, De Sancta Virginitate, III, 3: PL
40, 398; Sermo 215, 4: PL 38, 1074; Sermo 196, I: PL 38, 1019; De peccatorum
meritis et remissione, I, 29, 57: PL 44, 142; Sermo 25, 7: PL 46, 937 s.;
S. León Magno, Tractatus 21; De natale Domini, I: CCL 138, 86.
[36] Cf. Subida del Monte Carmelo, L. II, cap. 3, 4-6.
[37] Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 58.
[38] Ibid., 58.
[39] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la divina revelación
Dei Verbum, 5.
[40] Sobre la participación o « compasión » de
María en la muerte de Cristo, cf. S. Bernardo, In Dominica infra octavam
Assumptionis Sermo, 14: S. Bernardi Opera, V, 1968, 273.
[41] S. Ireneo, Adversus Haereses, III, 22, 4: S. Ch. 211, 438-444; cf. Const.
dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 56, nota 6.
[42] Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 56 y los Padres citados
en las notas 8 y 9.
[43] « Cristo es verdad, Cristo es carne, Cristo verdad en la mente
de María, Cristo carne en el seno de María »: S. Agustín,
Sermo 25 (Sermones inediti), 7: PL 46, 938.
[44] Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 60.
[45] Ibid., 61.
[46] Ibid., 62.
[47] Es conocido lo que escribe Orígenes sobre la presencia de María
y de Juan en el Calvario: « Los Evangelios son las primicias de toda
la Escritura, y el Evangelio de Juan es el primero de los Evangelios; ninguno
puede percibir el significado si antes no ha posado la cabeza sobre el pecho
de Jesús y no ha recibido de Jesús a María como Madre
»: Comm. in Ioan., 1, 6: PG 14, 31; cf. S. Ambrosio, Expos. Evang.
sec. Luc., X, 129-131: CSEL, 32/4, 504 s.
[48] Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 54 y 53; este último
texto conciliar cita a S. Agustín, De Sancta Virgintitate, VI, 6:
PL 40, 399.
[49] Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 55.
[50] Cf. S. León Magno, Tractatus 26, de natale Domini, 2: CCL 138,
126.
[51] Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 59.
[52] S. Agustín, De Civitate Dei, XVIII, 51: CCL 48, 650.
[53] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 8.
[54] Ibid., 9.
[55] Ibid., 9.
[56] Ibid., 8.
[57] Ibid., 9.
[58] Ibid., 65.
[59] Ibid., 59.
[60] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la divina revelación
Dei Verbum,5.
[61] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium,
63.
[62] Cf. ibid., 9.
[63] Cf. ibid., 65.
[64] Ibid., 65.
[65] Ibid., 65.
[66] Cf. ibid., 13.
[67] Cf. ibid., 13.
[68] Cf. ibid., 13.
[69] Cfr. Misal Romano, fórmula de la consagración del cáliz
en las Plegarias Eucarísticas.
[70] Conc. Ecum. Vat. II. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 1.
[71] Ibid., 13.
[72] Ibid., 15.
[73] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio,
1.
[74] Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 68, 69. Sobre la Santísima
Virgen María, promotora de la unidad de los cristianos y sobre el
culto de María en Oriente, cf. León XIII, Carta Enc. Adiutricem
populi (5 de septiembre de 1895): Acta Leonis, XV, 300-312.
[75] Cf. Conc Ecum. Vat. II, Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio,
20.
[76] Ibid., 19.
[77] Ibid., 14.
[78] Ibid., 15.
[79] Conc. Ecum. Vat II, Const. dogm., sobre la Iglesia Lumen gentium, 66.
[80] Conc. Ecum. Calced., Definitio fidei: Conciliorum Oecumenicorum Decreta,
Bologna 1973(3), 86 (DS 301)
[81] Cf. el Weddâsê Mâryâm (Alabanzas de María),
que está a continuación del Salterio etíope y contiene
himnos y plegarias a María para cada día de la semana. Cf.
también el Matshafa Kidâna Mehrat (Libro del Pacto de Misericordia);
es de destacar la importancia reservada a María en los Himnos así
como en la liturgia etíope.
[82] Cf. S. Efrén, Hymn. de Nativitate: Scriptores Syri, 82: CSCO,
186.
[83] Cf.. S. Gregorio De Narek, Le livre des prières: S. Ch. 78, 160-163;
428-432.
[84] Conc. Ecum. Niceno II: Conciliorum Oecumenicorum Decreta, Bologna 1973(3),
135-138 (DS 600-609).
[85] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium,
59.
[86] Cf Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio,
19.
[87] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 8.
[88] Ibid., 9.
[89] Como es sabido, las palabras del Magníficat contienen o evocan
numerosos pasajes del Antiguo Testamento.
[90] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la divina revelación
Dei Verbum, 2.
[91] Cf. por ejemplo S. Justino, Dialogus cum Tryphone Iudaeo, 100: Otto
II, 358; S. Ireneo, Adversus Haereses III, 22, 4: S. Ch. 211, 439-449; Tertuliano,
De carne Christi, 17, 4-6: CCL 2, 904 s.
[92] Cf. S. Epifanio, Panarion, III, 2;Haer. 78, 18: PG 42, 727-730
[93] Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre
Libertad cristiana y liberación (22 de marzo de 1986), 97.
[94] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 60.
[95] Ibid., 60.
[96] Cf. Ia fómula de mediadora « ad Mediatorem » de S.
Bernardo, In Dominica infra oct. Assumptionis Sermo, 2: S. Bernardi Opera,
V, 1968, 263. María como puro espejo remite al Hijo toda gloria y
honor que recibe: Id., In Nativitate B. Mariae Sermo-De aquaeductu, 12: ed.
cit. , 283.
[97] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 62.
[98] Ibid., 62.
[99] Ibid., 61.
[100] Ibid., 62.
[101] Ibid., 61
[102] Ibid., 61
[103] Ibid., 62.
[104] Ibid., 62.
[105] Ibid., 62; también en su oración la Iglesia reconoce
y celebra la « función materna » de María, función
« de intercesión y perdón, de impetración y gracia,
de reconciliación y paz » (cf. prefacio de la Misa de la Bienaventurada
Virgen María, Madre y Mediadora de gracia, en Collectio Missarum de
Beata Maria Virgine, ed. typ. 1987, I, 120.
[106] Ibid., 62.
[107] Ibid., 62; S. Juan Damasceno, Hom. in Dormitionem, I, 11; II, 2, 14:
S. Ch. 80, 111 s.; 127-131; 157-161; 181-185; S. Bernardo, In Assumptione
Beatae Mariae Sermo, 1-2: S Bernardi Opera, V, 1968, 228-238.
[108] Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 59; cf. Pío XII,
Const. Apost. Munificentissimus Deus (1 de noviembre de 1950): AAS 42 (1950)
769-771; S. Bernardo presenta a María inmersa en el esplendor de la
gloria del Hijo: In Dominica infra oct. Assumptionis Sermo, 3: S. Bernardi
Opera, V, 1968, 263 s.
[109] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 53.
[110] Sobre este aspecto particular de la mediación de María
como impetradora de clemencia ante el Hijo Juez, cf. S. Bernardo, In Dominica
infra oct. Assumptionis Sermo, 1-2: S. Bernardi Opera, V, 1968, 262 s.; León
XIII, Cart. Enc. Octobri mense (22 de septiembre de 1891): Acta Leonis, XI,
299-315.
[111] Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 55.
[112] Ibid., 59.
[113] Ibid., 36.
[114] Ibid., 36.
[115] A propósito de María Reina, cf. S. Juan Damasceno, Hom.
in Nativitatem, 6, 12; Hom. in Dormitionem, I, 2, 12, 14; II, 11; III, 4:
S. Ch. 80, 59 s.; 77 s.; 83 s.; 113 s.; 117; 151 s.; 189-193.
[116] Conc. Ecum. Vat. II, Const. sobre la Iglesia Lumen gentium, 62
[117] Ibid., 63.
[118] Ibid., 63.
[119] Ibid., 66.
[120] Cf. S. Ambrosio, De Institutione Virginis, XIV, 88-89: PL 16, 341;
S. Agustín, Sermo 215, 4: PL 38, 1074; De Sancta Virginitate, II,
2; V, 5; VI, 6: PL 40, 397; 398 s.; 399; Sermo 191, II, 3: PL 38, 1010 s.
[121] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen Gentium,
63.
[122] Ibid., 64.
[123] Ibid., 64.
[124] Ibid., 64.
[125] Ibid., 64.
[126] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la divina revelación
Dei Verbum, 8; S. Buenaventura, Comment. in Evang. Lucae, Ad Claras Aquas,
VII, 53, n. 40; 68, n. 109.
[127] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 64.
[128] Ibid., 63.
[129] Ibid., 63.
[130] Como es bien sabido, en el texto griego la expresión «eis
ta ídia» supera el límite de una acogida de María
por parte del discípulo, en el sentido del mero alojamiento material
y de la hospitalidad en su casa; quiere indicar más bien una comunión
de vida que se establece entre los dos en base a las palabras de Cristo agonizante.
Cf. S. Agustín, In Ioan. Evang. tract. 119, 3: CCL 36, 659: «
La tomó consigo, no en sus heredades, porque no poseía nada
propio, sino entre sus obligaciones que atendía con premura ».
[131] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 62.
[132] Ibid., 63.
[133] Conc. Ecum. Vat II, Const past. sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et Spes, 22.
[134] Cf. Pablo VI, Discurso del 21 de noviembre de 1964: AAS 56 (1964) 1015.
[135] Pablo VI, Solemne Profesión de Fe (30 de junio de 1968), 15:
AAS 60 (1968) 438 s.
[136] Pablo VI, Discurso del 21 de noviembre de 1964: AAS 56 (1964) 1015.
[137] Ibid., 1016.
[138] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 37.
[139] C[sterling]. S. Bernardo, In Dominica infra oct. Assumptionis Sermo:
S. Bernardi Opera, V, 1968, 262-274.
[140] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 65.
[141] Cf. Cart. Enc. Fulgens corona (8 de septiembre de 1953): AAS 45 (1953)
577-592. Pío X con la Cart. Enc. Ad diem illum (2 de febrero de 1904),
con ocasión del 50 aniversario de la definición dogmática
de la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María,
había proclamado un Jubileo extraordinario de algunos meses de duración:
Pii X P. M. Acta, I, 147-166.
[142] Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 66-67.
[143] Cf. S. Luis María Grignion de Montfort, Traité de la
vraie dévotion á la sainte Vierge. Junto a este Santo se puede
colocar también la figura de S. Alfonso María de Ligorio, cuyo
segundo contenario de su muerte se conmemora este año: cf. entre sus
obras, Las glorias de María.
[144] Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium , 69.
[145] Homilía del 1 de enero de 1987.
[146] Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen Gentium, 69.
[147] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la divina revelación
Dei Verbum, 2: « Por esta revelación Dios invisible habla a
los hombres como amigo, movido por su gran amor y mora con ellos para invitarlos
a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía
».
Página Principal
(Samuel Miranda)