RIQUEZAS VATICANAS
Leyenda negra



   El presupuesto de la Santa Sede –es decir, de un Estado soberano con, entre otras cosas, una red de más de cien embajadas, <<nunciaturas>>, y todos esos <<ministerios>> que son las congregaciones, además de los secretariados y un sinfín de oficinas-, ese presupuesto en 1989 era igual a menos de la mitad del presupuesto del Parlamento italiano. En resumen, tan sólo los diputados y senadores que acuden a los dos edificios romanos de Montecitorio y Palazzo Madama cuestan al contribuyente más del doble de lo que cuesta el Vaticano a los ochocientos millones de católicos en todo el mundo.

   Esos católicos ¿son muy generosos? No lo parece, dado que esos ochocientos millones de cristianos ofrecen cada año a su iglesia donaciones inferiores a las que dan los dos millones de americanos miembros de la Iglesia Adventista del Séptimo Día. Por no hablar de los Testigos de Jehová o de las demás sectas, las cuales disponen de capitales que mueven e invierten en todo el mundo y que ponen en ridículo las <<riquezas>> del Vaticano.

   A esos que se indignan se les escapa el detalle que semejantes riquezas se han puesto a trabajar a lo largo de siglos con una <<inversión>> que dio, da y dará siempre dividendos extraordinarios. ¿Qué sería de Roma si sólo contase con esas escasas ruinas imperiales, si una serie ininterrumpida de papas no le hubiese puesto encima las famosas y criticadas <<riquezas>> para crear el que tal vez sea el mayor conjunto artístico del mundo, repartido por todos los barrios? Alguien debería recordar a los políticos, periodistas y demagogos varios que se dedican a moralizar en Roma sobre el <<dinero del Vaticano>> que en esa misma ciudad casi la mitad de gente vive de los ingresos del turismo surgido, precisamente, de gastar dinero <<católico>>, siglo tras siglo, a favor del arte.

   A propósito del dinero, la campaña de escándalo contra el ocho por mil del impuesto sobre la renta de las personas físicas que los contribuyentes pueden poner libremente a disposición de la Iglesia italiana ignora cuál es el trasfondo histórico. En 1860 los piamonteses, con el fin de alcanzar a Garibaldi en el sur, invadieron las regiones pontificias de la Romaña, las Marcas y Umbría. De todas sus posesiones, a la Iglesia sólo le quedó el Lacio, que también se vio invadido y confiscado por los Saboya en 1870. Todo esto fue considerado como una completa y verdadera rapiña por los historiadores de derecho internacional, y por cierto que no todos católicos. A esto siguió otro clamoroso abuso del secuestro y confiscación de todos los bienes eclesiásticos italianos: desde los monasterios a las instituciones benéficas, los campos y las iglesias mismas. Confiscación a la que no precedió alguna indemnización.

   Para tratar de salvar la cara frente a la comunidad internacional, inmediatamente después de la apertura de Porta Pia, el gobierno de los liberales aprobaba la llamada Ley de las garantías (Guarentigie). Una ley que, reconociendo implícitamente que la conquista sin siquiera declaración de guerra, de todos los territorios de un Estado, violaba el derecho de gentes, atribuía un <<reembolso>> al Papa, como soberano saqueado. La suma se estableció como una renta de casi tres millones y medio de liras-oro, lo cual era una enormidad para un Estado como el italiano, cuyo presupuesto era de pocos centenares de millones de liras, lo cual confirma sin embargo, la magnitud de la <<rapiña>> perpetrada. Los papas nunca la reconocieron ni quisieron aceptar ni un céntimo de esa llamativa cifra.

   Sólo casi seis décadas después, en 1929, se alcanzaron los Pactos Lateranenses, que incluían un concordato y un tratado que regulaba también las relaciones financieras. El tratado restablecía el principio de aquel <<reembolso>> por la confiscación del Estado pontificio y de los bienes eclesiásticos que el mismo gobierno italiano de 1870 había juzgado necesario. Se estableció de ese modo que Italia pagaría 750 millones al contado y que asumiría algunos gastos como el de una paga para los sacerdotes <<al cuidado de las almas>>. Esta paga se basaba en parte en los créditos que la Iglesia vertía al Estado italiano, y en parte surgía de las nuevas funciones públicas –como la celebración de matrimonios que también tenían validez civil- que los pactos atribuían a la Iglesia. Así pues, las concesiones económicas de 1929, motivo de tanto escándalo por la polémica anticlerical, no eran un <<regalo>>, el fruto de un favor <<constantiniano>>, sino el abono (si bien sólo parcial) de una deuda derivada de las expoliaciones del siglo XIX. La revisión de estos pactos debería juzgarse desde esta perspectiva histórica. Hay que considerar también que con relación al famoso <<ocho por mil>>, se escapa al concepto de <<reembolso>>, ya que el Estado opera a modo de recaudador de las contribuciones voluntarias.

  Volvamos al punto inicial: intentemos vender –a beneficio de los pobres- los tesoros del Vaticano. Empecemos, por ejemplo, con la Piedad de Miguel Ángel, que está en San Pedro.  El precio de salida, según dice quien ha intentado aventurar una valoración, no podría ser inferior a los mil millones de dólares. Sólo un consorcio de bancos o multinacionales americanas o japonesas podría permitirse semejante adquisición. Como primera consecuencia, esta maravillosa obra de arte abandonaría Italia.

   Y luego, esta obra que ahora se exhibe gratuitamente para disfrute de todo el mundo caería bajo el arbitrio de un propietario privado –sociedad o coleccionista multimillonario- que podría incluso decidir guardársela para sí, ocultando a la vista ajena tanta belleza. Belleza que, además, al dejar de dar gloria a Dios en San Pedro, daría gloria en algún búnker privado al poder de las finanzas. Tal vez el mundo tendría un hospital más, pero ¿sería verdaderamente más rico y más humano?.

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(Samuel Miranda)