Rodolfo Komarek nació el 11 de octubre de 1890 en Bielsko, Silesia Polaca, que en la época pertenecía a Austria. Era el tercero de siete hijos de Juan e Inés Goch, dos padres verdaderamente cristianos. A los 19 años ingresó al Seminario, donde se le comparaba con San Luis. A los 24 fue ordenado sacerdote en la diócesis de Breslavia. Durante le Primer Guerra Mundial fue capellán militar en el hospital y a pedido suyo también en el frente.
Cuando cumplió 32 años solicitó si
podía ingresar a la Congregación Salesiana y en 1922
comenzó el noviciado. Quería ser misionero. Por esa
razón, en octubre de 1924 fue enviado a San Feliciano, Brasil,
para hacerse cargo de los inmigrantes polacos y de aquéllos que
necesitaran ayuda religiosa. Sobresalió como un excepcional
evangelizador y confesor.
Lo llamaban “el santo padre”. Era ejemplar en su forma de vivir el voto de pobreza que tanto amaba Don Bosco. Vivía en unión con Dios en la presencia del Señor. Solían decir de él: “Nunca se vio a un hombre rezar tanto”. Y además: “Sus genuflexiones merecían un sermón y su forma de arrodillarse en el piso nos convencieron de su espíritu de piedad y mortificación”.
Estuvo en varias comunidades salesianas y parroquias. Fue enviado como confesor al estudiantado salesiano en Lavrinhas, donde sobresalió por su santidad. Enseñaba 28 horas a la semana. La residencia de ancianos de San José dos Campos fue su última etapa de los 25 años de misión. En los últimos ocho años de su vida, estaba feliz de entregarse completamente a Dios, hasta el último momento, cuando respiró su último aliento con sus pulmones afectados por la tuberculosis.
Cada día ayudaba a otros enfermos con su ministerio
sacerdotal. Solía dormir en varias mesas de madera. Pasó
sus últimos días en constante oración.
Quería que sus medicamentos, inútiles para él en
ese estado, fueran donados a la gente pobre que no tenía otra
forma de obtenerlos. No aceptaba ni oxígeno ni agua.
Murió
a los 59 años de edad el 11 de diciembre de 1949. Está
enterrado en San José de los Campos, donde su profunda piedad
–especialmente su amor por la Eucaristía, su infatigable
servicio al prójimo y su espíritu de penitencia-
formó y continúa formando generaciones de creyentes.
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(Samuel Miranda)