S.S. Juan Pablo II
«ROSARIUM VIRGINIS MARIAE»
Carta apostólica sobre el Santo Rosario (16-X-2002)
INTRODUCCIÓN
1. El Rosario de la Virgen María, difundido gradualmente en el segundo
milenio bajo el soplo del Espíritu de Dios, es una oración
apreciada por numerosos santos y fomentada por el Magisterio. En su sencillez
y profundidad, sigue siendo también en este tercer milenio, apenas
iniciado, una oración de gran significado, destinada a producir frutos
de santidad. Se encuadra bien en el camino espiritual de un cristianismo
que, después de dos mil años, no ha perdido nada de la novedad
de los orígenes, y se siente empujado por el Espíritu de Dios
a «remar mar adentro» (duc in altum!), para anunciar, más
aún, «proclamar» a Cristo al mundo como Señor y
Salvador, «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6), el «fin
de la historia humana, el punto en el que convergen los deseos de la historia
y de la civilización».1
El Rosario, en efecto, aunque se distingue por su carácter mariano,
es una oración centrada en la cristología. En la sobriedad
de sus partes, encierra en sí la profundidad de todo el mensaje evangélico,
del cual es como un compendio.2 En él resuena la oración de
María, su perenne Magníficat por la obra de la Encarnación
redentora en su seno virginal. Con él, el pueblo cristiano aprende
de María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar
la profundidad de su amor. Mediante el Rosario, el creyente obtiene abundantes
gracias, como recibiéndolas de las mismas manos de la Madre del Redentor.
Los Romanos Pontífices y el Rosario
2. A esta oración le han atribuido gran importancia muchos de mis
predecesores. Un mérito particular a este respecto corresponde a
León XIII que, el 1 de septiembre de 1883, promulgó la Encíclica
Supremi apostolatus officio,3 importante declaración con la cual
inauguró otras muchas intervenciones sobre esta oración, indicándola
como instrumento espiritual eficaz ante los males de la sociedad. Entre
los Papas más recientes que, en la época conciliar, se han
distinguido por la promoción del Rosario, deseo recordar al beato
Juan XXIII4 y, sobre todo, a Pablo VI, que en la Exhortación apostólica
Marialis cultus, en consonancia con la inspiración del Concilio Vaticano
II, subrayó el carácter evangélico del Rosario y su
orientación cristológica.
Yo mismo, después, no he dejado pasar ocasión de exhortar
a rezar con frecuencia el Rosario. Esta oración ha tenido un puesto
importante en mi vida espiritual desde mis años jóvenes. Me
lo ha recordado mucho mi reciente viaje a Polonia, especialmente la visita
al santuario de Kalwaria. El Rosario me ha acompañado en los momentos
de alegría y en los de tribulación. A él he confiado
tantas preocupaciones y en él siempre he encontrado consuelo. Hace
veinticuatro años, el 29 de octubre de 1978, dos semanas después
de la elección a la Sede de Pedro, como abriendo mi alma, me expresé
así: «El Rosario es mi oración predilecta. ¡Plegaria
maravillosa! Maravillosa en su sencillez y en su profundidad. [...] Se puede
decir que el Rosario es, en cierto modo, un comentario-oración sobre
el último capítulo de la Constitución Lumen gentium
del Vaticano II, capítulo que trata de la presencia admirable de la
Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia. En efecto, con el
trasfondo de las Avemarías pasan ante los ojos del alma los episodios
principales de la vida de Jesucristo. El Rosario en su conjunto consta de
misterios gozosos, dolorosos y gloriosos, y nos ponen en comunión
vital con Jesús a través -podríamos decir- del Corazón
de su Madre. Al mismo tiempo, nuestro corazón puede incluir en estas
decenas del Rosario todos los hechos que entraman la vida del individuo,
la familia, la nación, la Iglesia y la humanidad. Experiencias personales
o del prójimo, sobre todo de las personas más cercanas o que
llevamos más en el corazón. De este modo, la sencilla plegaria
del Rosario sintoniza con el ritmo de la vida humana».5
Con estas palabras, mis queridos hermanos y hermanas, introducía
mi primer año de Pontificado en el ritmo cotidiano del Rosario. Hoy,
al inicio del vigésimo quinto año de servicio como Sucesor
de Pedro, quiero hacer lo mismo. ¡Cuántas gracias he recibido
de la Santísima Virgen a través del Rosario en estos años:
Magníficat anima mea Dominum! Deseo elevar mi agradecimiento al Señor
con las palabras de su Madre Santísima, bajo cuya protección
he puesto mi ministerio petrino: Totus tuus!
Octubre 2002 - Octubre 2003: Año del Rosario
3. Por eso, de acuerdo con las consideraciones hechas en la Carta apostólica
Novo millennio ineunte, en la que, después de la experiencia jubilar,
he invitado al Pueblo de Dios «a caminar desde Cristo»,6 he
sentido la necesidad de desarrollar una reflexión sobre el Rosario,
en cierto modo como coronación mariana de dicha Carta apostólica,
para exhortar a la contemplación del rostro de Cristo en compañía
y a ejemplo de su Santísima Madre. En efecto, rezar el Rosario es,
en realidad, contemplar con María el rostro de Cristo. Para dar mayor
realce a esta invitación, con ocasión del próximo 120º
aniversario de la mencionada Encíclica de León XIII, deseo
que a lo largo del año se proponga y valore de manera particular esta
oración en las diversas comunidades cristianas. Por tanto, proclamo
el año que va de este octubre a octubre de 2003 Año del Rosario.
Dejo esta indicación pastoral a la iniciativa de cada comunidad
eclesial. Con ella no quiero obstaculizar, sino más bien integrar
y consolidar, los planes pastorales de las Iglesias particulares. Confío
en que sea acogida con prontitud y generosidad. El Rosario, comprendido en
su pleno significado, conduce al corazón mismo de la vida cristiana
y ofrece una oportunidad ordinaria y fecunda, espiritual y pedagógica,
para la contemplación personal, la formación del Pueblo de
Dios y la nueva evangelización. Me es grato reiterarlo recordando
con gozo también otro aniversario: el 40º aniversario del comienzo
del Concilio Ecuménico Vaticano II (11 de octubre de 1962), el «gran
don de gracia» dispensada por el espíritu de Dios a la Iglesia
de nuestro tiempo.7
Objeciones al Rosario
4. La oportunidad de esta iniciativa se basa en diversas consideraciones.
La primera se refiere a la urgencia de afrontar una cierta crisis de esta
oración que, en el actual contexto histórico y teológico,
corre el riesgo de ser subestimada injustamente y, por tanto, poco propuesta
a las nuevas generaciones. Hay quien piensa que la centralidad de la liturgia,
acertadamente subrayada por el Concilio Ecuménico Vaticano II, tenga
necesariamente como consecuencia una disminución de la importancia
del Rosario. En realidad, como puntualizó Pablo VI, esta oración
no sólo no se opone a la Liturgia, sino que le da soporte, ya que
la introduce y la recuerda, ayudando a vivirla con plena participación
interior, recogiendo así sus frutos en la vida cotidiana.
Quizás hay también quien teme que pueda resultar poco ecuménica
por su carácter marcadamente mariano. En realidad, se sitúa
en el más límpido horizonte del culto a la Madre de Dios,
tal como el Concilio ha establecido: un culto orientado al centro cristológico
de la fe cristiana, de modo que «mientras es honrada la Madre, el
Hijo sea debidamente conocido, amado, glorificado».8 Comprendido adecuadamente,
el Rosario es una ayuda, no un obstáculo para el ecumenismo.
Vía de contemplación
5. Pero el motivo más importante para volver a proponer con determinación
la práctica del Rosario es por ser un medio sumamente válido
para favorecer en los fieles la exigencia de contemplación del misterio
cristiano, que he propuesto en la Carta Apostólica Novo millennio
ineunte como verdadera y propia «pedagogía de la santidad»:
«Es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte
de la oración».9 Mientras en la cultura contemporánea,
incluso entre tantas contradicciones, aflora una nueva exigencia de espiritualidad,
impulsada también por influjo de otras religiones, es más urgente
que nunca que nuestras comunidades cristianas se conviertan en «auténticas
escuelas de oración».10
El Rosario forma parte de la mejor y más reconocida tradición
de la contemplación cristiana. Iniciado en Occidente, es una oración
típicamente meditativa y se corresponde de algún modo con
la «oración del corazón», u «oración
de Jesús», surgida sobre el humus del Oriente cristiano.
Oración por la paz y por la familia
6. Algunas circunstancias históricas ayudan a dar un nuevo impulso
a la propagación del Rosario. Ante todo, la urgencia de implorar
de Dios el don de la paz. El Rosario ha sido propuesto muchas veces por
mis predecesores y por mí mismo como oración por la paz. Al
inicio de un milenio que se ha abierto con las horrorosas escenas del atentado
del 11 de septiembre de 2001 y que ve cada día en muchas partes del
mundo nuevos episodios de sangre y violencia, promover el Rosario significa
sumirse en la contemplación del misterio de Aquel que «es nuestra
paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba,
la enemistad» (Ef 2,14). No se puede, pues, recitar el Rosario sin
sentirse implicados en un compromiso concreto de servir a la paz, con una
particular atención a la tierra de Jesús, aún ahora
tan atormentada y tan querida por el corazón cristiano.
Otro ámbito crucial de nuestro tiempo que requiere una urgente atención
y oración es el de la familia, célula de la sociedad, amenazada
cada vez más por fuerzas disgregadoras, tanto de índole ideológica
como práctica, que hacen temer por el futuro de esta fundamental
e irrenunciable institución y, con ella, por el destino de toda la
sociedad. En el marco de una pastoral familiar más amplia, fomentar
el Rosario en las familias cristianas es una ayuda eficaz para contrarrestar
los efectos desoladores de esta crisis actual.
«¡Ahí tienes a tu madre!» (Jn 19,27)
7. Numerosos signos muestran cómo la Santísima Virgen ejerce
también hoy, precisamente a través de esta oración,
aquella solicitud materna para con todos los hijos de la Iglesia que el Redentor,
poco antes de morir, le confió en la persona del discípulo
predilecto: «¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!» (Jn
19,26). Son conocidas las distintas circunstancias en las que la Madre de
Cristo, entre el siglo XIX y XX, hizo de algún modo notar su presencia
y su voz para exhortar al Pueblo de Dios a recurrir a esta forma de oración
contemplativa. Deseo en particular recordar, por la incisiva influencia
que conservan en la vida de los cristianos y por el acreditado reconocimiento
recibido de la Iglesia, las apariciones de Lourdes y de Fátima,11
cuyos Santuarios son meta de numerosos peregrinos, en busca de consuelo y
de esperanza.
Tras las huellas de los testigos
8. Sería imposible citar la multitud innumerable de santos que han
encontrado en el Rosario un auténtico camino de santificación.
Bastará con recordar a san Luis María Grignion de Montfort,
autor de una preciosa obra sobre el Rosario12 y, más cercano a nosotros,
al padre Pío de Pietrelcina, que recientemente he tenido la alegría
de canonizar. Un especial carisma como verdadero apóstol del Rosario
tuvo también el beato Bartolomé Longo. Su camino de santidad
se apoya sobre una inspiración sentida en lo más hondo de
su corazón: «¡Quien propaga el Rosario se salva!».13
Basándose en ello, se sintió llamado a construir en Pompeya
un templo dedicado a la Virgen del Santo Rosario colindante con los restos
de la antigua ciudad, apenas influenciada por el anuncio cristiano antes
de quedar cubierta por la erupción del Vesubio en el año 79
y rescatada de sus cenizas siglos después, como testimonio de las
luces y las sombras de la civilización clásica.
Con toda su obra y, en particular, a través de los «Quince
Sábados», Bartolomé Longo desarrolló el núcleo
cristológico y contemplativo del Rosario, que contó con un particular
aliento y apoyo en León XIII, el «Papa del Rosario».
CAPÍTULO I
CONTEMPLAR A CRISTO CON MARÍA
Un rostro brillante como el sol
9. «Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante
como el sol» (Mt 17,2). La escena evangélica de la transfiguración
de Cristo, en la que los tres apóstoles Pedro, Santiago y Juan aparecen
como extasiados por la belleza del Redentor, puede ser considerada como
icono de la contemplación cristiana. Fijar los ojos en el rostro
de Cristo, descubrir su misterio en el camino ordinario y doloroso de su
humanidad hasta percibir su fulgor divino manifestado definitivamente en
el Resucitado glorificado a la derecha del Padre es la tarea de todos los
discípulos de Cristo; por tanto, es también la nuestra. Contemplando
este rostro nos disponemos a acoger el misterio de la vida trinitaria, para
experimentar de nuevo el amor del Padre y gozar de la alegría del
Espíritu Santo. Se realiza así también en nosotros
la palabra de san Pablo: «Reflejamos como en un espejo la gloria del
Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más:
así es como actúa el Señor, que es Espíritu»
(2 Cor 3,18).
María modelo de contemplación
10. La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable.
El rostro del Hijo le pertenece de un modo especial. Ha sido en su vientre
donde se ha formado, tomando también de ella una semejanza humana
que evoca una intimidad espiritual ciertamente más grande aún.
Nadie se ha dedicado con la asiduidad de María a la contemplación
del rostro de Cristo. Los ojos de su corazón se concentran de algún
modo en Él ya en la Anunciación, cuando lo concibe por obra
del Espíritu Santo; en los meses sucesivos empieza a sentir su presencia
y a imaginar sus rasgos. Cuando por fin lo da a luz en Belén, sus
ojos se vuelven también tiernamente sobre el rostro del Hijo, cuando
lo «envolvió en pañales y le acostó en un pesebre»
(Lc 2,7).
Desde entonces su mirada, siempre llena de adoración y asombro,
no se apartará jamás de Él. Será a veces una
mirada interrogadora, como en el episodio de su extravío en el templo:
«Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?» (Lc 2,48);
será en todo caso una mirada penetrante, capaz de leer en lo íntimo
de Jesús, hasta percibir sus sentimientos escondidos y presentir sus
decisiones, como en Caná (cf. Jn 2,5); otras veces será una
mirada dolorida, sobre todo al pie de la cruz, donde todavía será,
en cierto sentido, la mirada de la «parturienta», ya que María
no se limitará a compartir la pasión y la muerte del Unigénito,
sino que acogerá al nuevo hijo en el discípulo predilecto
confiado a ella (cf. Jn 19,26-27); en la mañana de Pascua será
una mirada radiante por la alegría de la resurrección y, por
fin, una mirada ardorosa por la efusión del Espíritu en el
día de Pentecostés (cf. Hch 1,14).
Los recuerdos de María
11. María vive mirando a Cristo y tiene en cuenta cada una de sus
palabras: «Guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón»
(Lc 2,19; cf. 2,51). Los recuerdos de Jesús, impresos en su alma,
la acompañan en todo momento, llevándola a recorrer con el
pensamiento los distintos episodios de su vida junto al Hijo. Han sido aquellos
recuerdos los que han constituido, en cierto sentido, el «rosario»
que ella rezó constantemente en los días de su vida terrena.
Y también ahora, entre los cantos de alegría de la Jerusalén
celestial, permanecen intactos los motivos de su acción de gracias
y su alabanza. Ellos inspiran su solicitud materna hacia la Iglesia peregrina,
en la que sigue desarrollando la trama de su «papel» de evangelizadora.
María propone continuamente a los creyentes los «misterios»
de su Hijo, con el deseo de que sean contemplados, para que puedan desplegar
toda su fuerza salvadora. Cuando reza el Rosario, la comunidad cristiana
está en sintonía con el recuerdo y con la mirada de María.
El Rosario, oración contemplativa
12. El Rosario, precisamente a partir de la experiencia de María,
es una oración marcadamente contemplativa. Sin esta dimensión,
se desnaturalizaría, como subrayó Pablo VI: «Sin contemplación,
el Rosario es un cuerpo sin alma y su rezo corre el peligro de convertirse
en mecánica repetición de fórmulas y de contradecir
la advertencia de Jesús: "Cuando oréis, no seáis charlatanes
como los paganos, que creen ser escuchados en virtud de su locuacidad" (Mt
6,7). Por su naturaleza el rezo del Rosario exige un ritmo tranquilo y un
reflexivo remanso, que favorezca en quien ora la meditación de los
misterios de la vida del Señor, vistos a través del corazón
de Aquella que estuvo más cerca del Señor, y que desvelen
su insondable riqueza».14
Es necesario detenernos en este profundo pensamiento de Pablo VI para poner
de relieve algunas dimensiones del Rosario que definen mejor su carácter
de contemplación cristológica.
Recordar a Cristo con María
13. La contemplación de María es ante todo un recordar. Conviene,
sin embargo, entender esta palabra en el sentido bíblico de la memoria
(zakar), que actualiza las obras realizadas por Dios en la historia de la
salvación. La Biblia es narración de acontecimientos salvíficos,
que tienen su culmen en Cristo mismo. Estos acontecimientos no son solamente
un «ayer»; son también el «hoy» de la salvación.
Esta actualización se realiza en particular en la Liturgia: lo que
Dios ha llevado a cabo hace siglos no concierne solamente a los testigos
directos de los acontecimientos, sino que alcanza con su gracia a los hombres
de cada época. Esto vale también, en cierto modo, para toda
consideración piadosa de aquellos acontecimientos: «hacer memoria»
de ellos en actitud de fe y amor significa abrirse a la gracia que Cristo
nos ha alcanzado con sus misterios de vida, muerte y resurrección.
Por esto, a la vez que se reafirma con el Concilio Vaticano II que la Liturgia,
como ejercicio del oficio sacerdotal de Cristo y culto público, es
«la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y, al mismo
tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza»,15 también
es necesario recordar que la vida espiritual «no se agota sólo
con la participación en la sagrada liturgia. El cristiano, aunque
está llamado a orar en común, debe entrar también en
su interior para orar al Padre, que ve en lo escondido (cf. Mt 6,6); más
aún: según enseña el Apóstol, debe orar sin interrupción
(cf. 1 Ts 5,17)».16 El Rosario, con su carácter específico,
pertenece a este variado panorama de la oración «incesante»,
y si la liturgia, acción de Cristo y de la Iglesia, es acción
salvífica por excelencia, el Rosario, en cuanto meditación
sobre Cristo con María, es contemplación saludable. En efecto,
penetrar, de misterio en misterio, en la vida del Redentor, hace que cuanto
Él ha realizado y la liturgia actualiza sea asimilado profundamente
y forje la propia existencia.
Comprender a Cristo desde María
14. Cristo es el Maestro por excelencia, el revelador y la revelación.
No se trata sólo de comprender las cosas que Él ha enseñado,
sino de «comprenderlo a Él». Pero en esto, ¿qué
maestra más experta que María? Si en el ámbito divino
el Espíritu es el Maestro interior que nos lleva a la plena verdad
de Cristo (cf. Jn 14,26; 15,26; 16,13), entre las criaturas nadie mejor
que ella conoce a Cristo, nadie como su Madre puede introducirnos en un
conocimiento profundo de su misterio.
El primero de los «signos» llevado a cabo por Jesús
-la transformación del agua en vino en las bodas de Caná-
nos muestra a María precisamente como maestra, mientras exhorta a
los criados a ejecutar las disposiciones de Cristo (cf. Jn 2,5). Y podemos
imaginar que ha desempeñado esta función con los discípulos
después de la Ascensión de Jesús, cuando se quedó
con ellos esperando el Espíritu Santo y los confortó en la
primera misión. Recorrer con María las escenas del Rosario
es como ir a la «escuela» de María para leer a Cristo,
para penetrar sus secretos, para entender su mensaje.
Una escuela, la de María, mucho más eficaz, si se piensa
que ella la ejerce consiguiéndonos abundantes dones del Espíritu
Santo y proponiéndonos, al mismo tiempo, el ejemplo de aquella «peregrinación
de la fe»,17 en la cual es maestra incomparable. Ante cada misterio
del Hijo, ella nos invita, como en su Anunciación, a presentar con
humildad los interrogantes que conducen a la luz, para concluir siempre
con la obediencia de la fe: «He aquí la esclava del Señor,
hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).
Configurarse a Cristo con María
15. La espiritualidad cristiana tiene como característica el deber
del discípulo de configurarse cada vez más plenamente con
su Maestro (cf. Rm 8,29; Flp 3,10.21). La efusión del Espíritu
en el bautismo une al creyente como el sarmiento a la vid, que es Cristo
(cf. Jn 15,5), lo hace miembro de su Cuerpo místico (cf. 1 Cor 12,12;
Rm 12,5). A esta unidad inicial, sin embargo, ha de corresponder un camino
de adhesión creciente a Él, que oriente cada vez más
el comportamiento del discípulo según la «lógica»
de Cristo: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo»
(Flp 2,5). Hace falta, según las palabras del Apóstol, «revestirse
de Cristo» (cf. Rm 13,14; Ga 3,27).
En el recorrido espiritual del Rosario, basado en la contemplación
incesante del rostro de Cristo -en compañía de María-,
este exigente ideal de configuración con Él se consigue a
través de una asiduidad que pudiéramos llamar «amistosa».
Esta configuración nos introduce de modo natural en la vida de Cristo
y nos hace como «respirar» sus sentimientos. Acerca de esto
dice el beato Bartolomé Longo: «Como dos amigos, frecuentándose,
suelen parecerse también en las costumbres, así nosotros,
conversando familiarmente con Jesús y la Virgen, al meditar los misterios
del Rosario, y formando juntos una misma vida de comunión, podemos
llegar a ser, en la medida de nuestra pequeñez, parecidos a ellos,
y aprender de estos eminentes ejemplos el vivir humilde, pobre, escondido,
paciente y perfecto».18
Además, mediante este proceso de configuración con Cristo,
en el Rosario nos encomendamos en particular a la acción materna
de la Santísima Virgen. Ella, que es la madre de Cristo y a la vez
miembro de la Iglesia como «miembro supereminente y completamente
singular»,19 es al mismo tiempo «Madre de la Iglesia».
Como tal «engendra» continuamente hijos para el Cuerpo místico
del Hijo. Lo hace mediante su intercesión, implorando para ellos
la efusión inagotable del Espíritu. Ella es el icono perfecto
de la maternidad de la Iglesia.
El Rosario nos transporta místicamente junto a María, dedicada
a seguir el crecimiento humano de Cristo en la casa de Nazaret. Eso le permite
educarnos y modelarnos con la misma solicitud, hasta que Cristo «sea
formado» plenamente en nosotros (cf. Ga 4,19). Esta acción
de María, basada totalmente en la de Cristo y subordinada radicalmente
a ella, «favorece, y de ninguna manera impide, la unión inmediata
de los creyentes con Cristo».20 Es el principio iluminador expresado
por el Concilio Vaticano II, que tan intensamente he experimentado en mi
vida, haciendo de él la base de mi lema episcopal: Totus tuus.21 Un
lema, como es sabido, inspirado en la doctrina de san Luis María Grignion
de Montfort, que explicó de la siguiente manera el papel de María
en el proceso de configuración de cada uno de nosotros con Cristo:
«Como quiera que toda nuestra perfección consiste en ser conformes,
unidos y consagrados a Jesucristo, la más perfecta de las devociones
es, sin duda alguna, la que nos conforma, nos une y nos consagra lo más
perfectamente posible a Jesucristo. Ahora bien, siendo María, de
todas las criaturas, la más conforme a Jesucristo, se sigue que,
de todas las devociones, la que más consagra y conforma un alma a
Jesucristo es la devoción a María, su santísima Madre,
y que cuanto más consagrada esté un alma a la Santísima
Virgen, tanto más lo estará a Jesucristo».22 Verdaderamente,
en el Rosario el camino de Cristo y el de María se encuentran profundamente
unidos. María no vive más que en Cristo y en función
de Cristo.
Rogar a Cristo con María
16. Cristo nos ha invitado a dirigirnos a Dios con insistencia y confianza
para ser escuchados: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis;
llamad y se os abrirá» (Mt 7,7). El fundamento de esta eficacia
de la oración es la bondad del Padre, pero también la mediación
de Cristo ante Él (cf. 1 Jn 2,1) y la acción del Espíritu
Santo, que «intercede por nosotros» (Rm 8,26-27) según
los designios de Dios. En efecto, nosotros «no sabemos cómo
pedir» (Rm 8,26) y a veces no somos escuchados porque pedimos mal (cf.
St 4,2-3).
Para apoyar la oración, que Cristo y el Espíritu hacen brotar
en nuestro corazón, interviene María con su intercesión
materna. «La oración de la Iglesia está como apoyada
en la oración de María».23 Efectivamente, si Jesús,
único Mediador, es el Camino de nuestra oración, María,
pura transparencia de Él, muestra el Camino, y «a partir de
esta cooperación singular de María a la acción del Espíritu
Santo, las Iglesias han desarrollado la oración a la santa Madre
de Dios, centrándola sobre la persona de Cristo manifestada en sus
misterios».24 En las bodas de Caná, el Evangelio muestra precisamente
la eficacia de la intercesión de María, que se hace portavoz
ante Jesús de las necesidades humanas: «No tienen vino»
(Jn 2,3).
El Rosario es a la vez meditación y súplica. La plegaria
insistente a la Madre de Dios se apoya en la confianza de que su materna
intercesión lo puede todo ante el corazón del Hijo. Ella es
«omnipotente por gracia», como, con audaz expresión que
debe entenderse bien, dijo en su Súplica a la Virgen el Beato Bartolomé
Longo.25 Esta certeza, basada en el Evangelio, se ha ido consolidando por
experiencia en el pueblo cristiano. El eminente poeta Dante la interpreta
estupendamente, siguiendo a san Bernardo, cuando canta: «Mujer, eres
tan grande y tanto vales, que quien desea una gracia y no recurre a ti,
quiere que su deseo vuele sin alas».26 En el Rosario, mientras suplicamos
a María, templo del Espíritu Santo (cf. Lc 1,35), ella intercede
por nosotros ante el Padre que la llenó de gracia y ante el Hijo nacido
de su seno, rogando con nosotros y por nosotros.
Anunciar a Cristo con María
17. El Rosario es también un itinerario de anuncio y de profundización,
en el que el misterio de Cristo es presentado continuamente en los diversos
aspectos de la experiencia cristiana. Es una presentación orante
y contemplativa, que trata de modelar al cristiano según el corazón
de Cristo. Efectivamente, si en el rezo del Rosario se valoran adecuadamente
todos sus elementos para una meditación eficaz, se da, especialmente
en la celebración comunitaria en las parroquias y los santuarios,
una significativa oportunidad catequética que los pastores deben saber
aprovechar. La Virgen del Rosario continúa también de este
modo su obra de anunciar a Cristo. La historia del Rosario muestra cómo
esta oración fue utilizada especialmente por los Dominicos en un
momento difícil para la Iglesia a causa de la difusión de
la herejía. Hoy estamos ante nuevos desafíos. ¿Por
qué no volver a tomar en la mano las cuentas del rosario con la fe
de quienes nos han precedido? El Rosario conserva toda su fuerza y sigue
siendo un recurso importante en el bagaje pastoral de todo buen evangelizador.
CAPÍTULO II
MISTERIOS DE CRISTO, MISTERIOS DE LA MADRE
El Rosario, «compendio del Evangelio»
18. A la contemplación del rostro de Cristo sólo se llega
escuchando, en el Espíritu, la voz del Padre, pues «nadie conoce
bien al Hijo sino el Padre» (Mt 11,27). Cerca de Cesarea de Felipe,
ante la confesión de Pedro, Jesús puntualiza de dónde
proviene esta clara intuición sobre su identidad: «No te ha revelado
esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos»
(Mt 16,17). Así pues, es necesaria la revelación de lo alto.
Pero, para acogerla, es indispensable ponerse a la escucha: «Sólo
la experiencia del silencio y de la oración ofrece el horizonte adecuado
en el que puede madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico,
fiel y coherente, de aquel misterio».27
El Rosario es una de las modalidades tradicionales de la oración
cristiana orientada a la contemplación del rostro de Cristo. Así
lo describía el Papa Pablo VI: «Oración evangélica
centrada en el misterio de la Encarnación redentora, el Rosario es,
pues, oración de orientación profundamente cristológica.
En efecto, su elemento más característico -la repetición
litánica del "Dios te salve, María"- se convierte también
en alabanza constante a Cristo, término último del anuncio del
Ángel y del saludo de la madre del Bautista: "Bendito el fruto de
tu seno" (Lc 1,42). Diremos más: la repetición del Ave María
constituye el tejido sobre el cual se desarrolla la contemplación de
los misterios: el Jesús que toda Ave María recuerda es el mismo
que la sucesión de los misterios nos propone una y otra vez como Hijo
de Dios y de la Virgen».28
Una incorporación oportuna
19. De los muchos misterios de la vida de Cristo, el Rosario, tal como
se ha consolidado en la práctica más común corroborada
por la autoridad eclesial, sólo considera algunos. Dicha selección
proviene del contexto original de esta oración, que se organizó
teniendo en cuenta el número 150, que es el mismo de los Salmos.
No obstante, para resaltar el carácter cristológico del Rosario,
considero oportuna una incorporación que, si bien se deja a la libre
consideración de los individuos y de la comunidad, les permita contemplar
también los misterios de la vida pública de Cristo desde el
bautismo a la pasión. En efecto, en estos misterios contemplamos
aspectos importantes de la persona de Cristo como revelador definitivo de
Dios. Él es quien, declarado Hijo predilecto del Padre en el bautismo
en el Jordán, anuncia la llegada del Reino, dando testimonio de él
con sus obras y proclamando sus exigencias. Durante la vida pública
es cuando el misterio de Cristo se manifiesta de manera especial como misterio
de luz: «Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo» (Jn
9,5).
Así pues, para que pueda decirse que el Rosario es más plenamente
«compendio del Evangelio», es conveniente que, tras haber recordado
la encarnación y la vida oculta de Cristo (misterios de gozo), y
antes de considerar los sufrimientos de la pasión (misterios de dolor)
y el triunfo de la resurrección (misterios de gloria), la meditación
se centre también en algunos momentos particularmente significativos
de la vida pública (misterios de luz). Esta incorporación
de nuevos misterios, sin perjudicar ningún aspecto esencial de la
estructura tradicional de esta oración, se orienta a hacerla vivir
con renovado interés en la espiritualidad cristiana, como verdadera
introducción a la profundidad del Corazón de Cristo, abismo
de gozo y de luz, de dolor y de gloria.
Misterios de gozo
20. El primer ciclo, el de los «misterios gozosos», se caracteriza
efectivamente por el gozo que produce el acontecimiento de la Encarnación.
Esto es evidente desde la Anunciación, cuando el saludo de Gabriel
a la Virgen de Nazaret se une a la invitación a la alegría
mesiánica: «Alégrate, María». A este anuncio
apunta toda la historia de la salvación; es más, en cierto
modo, la historia misma del mundo. En efecto, si el designio del Padre es
recapitular en Cristo todas las cosas (cf. Ef 1,10), el don divino con el
que el Padre se acerca a María para hacerla Madre de su Hijo alcanza
a todo el universo. A su vez, toda la humanidad está como implicada
en el fiat con el que ella responde prontamente a la voluntad de Dios.
El júbilo se percibe en la escena del encuentro con Isabel, donde
la voz misma de María y la presencia de Cristo en su seno hacen «saltar
de alegría» a Juan (cf. Lc 1,44). Repleta de gozo es la escena
de Belén, donde el nacimiento del divino Niño, el Salvador
del mundo, es cantado por los ángeles y anunciado a los pastores como
«una gran alegría» (Lc 2,10).
Pero ya los dos últimos misterios, aun conservando el sabor de
la alegría, anticipan indicios del drama. En efecto, la presentación
en el templo, a la vez que expresa la dicha de la consagración y
extasía al anciano Simeón, contiene también la profecía
de que el Niño será «señal de contradicción»
para Israel y de que una espada traspasará el alma de la Madre (cf.
Lc 2,34-35). Gozoso y dramático al mismo tiempo es también
el episodio de Jesús, a los 12 años, en el templo. Aparece
con su sabiduría divina mientras escucha y pregunta, y desempeñando
sustancialmente el papel de quien «enseña». La revelación
de su misterio de Hijo, dedicado enteramente a las cosas del Padre, anuncia
aquel radicalismo evangélico que, ante las exigencias absolutas del
Reino, cuestiona hasta los más profundos lazos de afecto humano.
Incluso José y María, sobresaltados y angustiados, «no
comprendieron» sus palabras (Lc 2,50).
De este modo, meditar los misterios «gozosos» significa adentrarse
en los motivos últimos de la alegría cristiana y en su sentido
más profundo. Significa fijar la mirada sobre lo concreto del misterio
de la Encarnación y sobre el sombrío anuncio del misterio
del dolor salvífico. María nos ayuda a aprender el secreto
de la alegría cristiana, recordándonos que el cristianismo
es ante todo evangelion, «buena noticia», que tiene su centro
o, mejor dicho, su contenido mismo, en la persona de Cristo, el Verbo hecho
carne, único Salvador del mundo.
Misterios de luz
21. Pasando de la infancia y de la vida de Nazaret a la vida pública
de Jesús, la contemplación nos lleva a los misterios que se
pueden llamar de manera especial «misterios de luz». En realidad,
todo el misterio de Cristo es luz. Él es «la luz del mundo»
(Jn 8,12). Pero esta dimensión se manifiesta sobre todo en los años
de la vida pública, cuando anuncia el evangelio del Reino. Deseando
indicar a la comunidad cristiana cinco momentos significativos -misterios
«luminosos»- de esta fase de la vida de Cristo, pienso que se
pueden señalar: 1) su bautismo en el Jordán; 2) su autorrevelación
en las bodas de Caná; 3) el anuncio del Reino de Dios invitando a
la conversión; 4) su Transfiguración; 5) la institución
de la Eucaristía, expresión sacramental del misterio pascual.
Cada uno de estos misterios revela el Reino ya presente en la persona misma
de Jesús. Misterio de luz es ante todo el bautismo en el Jordán.
En él, mientras Cristo, como inocente que se hace "pecado" por nosotros
(cf. 2 Cor 5,21), entra en el agua del río, el cielo se abre y la
voz del Padre lo proclama Hijo predilecto (cf. Mt 3,17 par.), y el Espíritu
desciende sobre Él para investirlo de la misión que le espera.
Misterio de luz es el comienzo de los signos en Caná (cf. Jn 2,1-12),
cuando Cristo, transformando el agua en vino, abre el corazón de
los discípulos a la fe gracias a la intervención de María,
la primera creyente. Misterio de luz es la predicación con la cual
Jesús anuncia la llegada del Reino de Dios e invita a la conversión
(cf. Mc 1,15), perdonando los pecados de quien se acerca a Él con
humilde fe (cf. Mc 2,3-13; Lc 7,47-48), iniciando así el ministerio
de misericordia que Él seguirá ejerciendo hasta el fin del
mundo, especialmente a través del sacramento de la reconciliación
confiado a la Iglesia. Misterio de luz por excelencia es la Transfiguración,
que según la tradición tuvo lugar en el monte Tabor. La gloria
de la divinidad resplandece en el rostro de Cristo, mientras el Padre lo
acredita ante los apóstoles extasiados para que lo «escuchen»
(cf. Lc 9,35 par.) y se dispongan a vivir con Él el momento doloroso
de la Pasión, a fin de llegar con Él a la alegría de
la Resurrección y a una vida transfigurada por el Espíritu
Santo. Misterio de luz es, por último, la institución de la
Eucaristía, en la cual Cristo se hace alimento con su Cuerpo y su
Sangre bajo las especies del pan y del vino, dando testimonio de su amor
por la humanidad «hasta el extremo» (Jn 13,1) y por cuya salvación
se ofrecerá en sacrificio.
Excepto en el de Caná, en estos misterios la presencia de María
queda en el trasfondo. Los evangelios apenas insinúan su eventual
presencia en algún que otro momento de la predicación de Jesús
(cf. Mc 3,31-35; Jn 2,12) y nada dicen sobre su presencia en el Cenáculo
en el momento de la institución de la Eucaristía. Pero, de
algún modo, el cometido que desempeña en Caná acompaña
toda la misión de Cristo. La revelación, que en el bautismo
en el Jordán proviene directamente del Padre y ha resonado en el Bautista,
aparece también en labios de María en Caná, y se convierte
en su gran invitación materna dirigida a la Iglesia de todos los
tiempos: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5). Es una exhortación
que introduce muy bien las palabras y signos de Cristo durante su vida pública,
siendo como el telón de fondo mariano de todos los «misterios
de luz».
Misterios de dolor
22. Los evangelios dan gran relieve a los misterios del dolor de Cristo.
La piedad cristiana, especialmente en la Cuaresma, con la práctica
del Vía Crucis, se ha detenido siempre en cada uno de los momentos
de la Pasión, intuyendo que ellos son el culmen de la revelación
del amor y la fuente de nuestra salvación. El Rosario escoge algunos
momentos de la Pasión, invitando al orante a fijar en ellos la mirada
de su corazón y a revivirlos. El itinerario meditativo se abre con
Getsemaní, donde Cristo vive un momento particularmente angustioso
frente a la voluntad del Padre, contra la cual la debilidad de la carne
se sentiría inclinada a rebelarse. Allí, Cristo se pone en
lugar de todas las tentaciones de la humanidad y frente a todos los pecados
de los hombres, para decirle al Padre: «No se haga mi voluntad, sino
la tuya» (Lc 22,42 par.). Este «sí» suyo cambia
el «no» de los progenitores en el Edén. Y cuánto
le costaría esta adhesión a la voluntad del Padre se manifiesta
en los misterios siguientes, en los que, con la flagelación, la coronación
de espinas, la subida al Calvario y la muerte en cruz, se ve sumido en la
mayor ignominia: Ecce homo!
En este oprobio no sólo se revela el amor de Dios, sino también
el sentido mismo del hombre. Ecce homo!: quien quiera conocer al hombre,
ha de saber descubrir su sentido, su raíz y su cumplimiento en Cristo,
Dios que se humilla por amor «hasta la muerte y muerte de cruz»
(Flp 2,8). Los misterios de dolor llevan al creyente a revivir la muerte
de Jesús poniéndose al pie de la cruz junto a María,
para penetrar con ella en la inmensidad del amor de Dios al hombre y sentir
toda su fuerza regeneradora.
Misterios de gloria
23. «La contemplación del rostro de Cristo no puede reducirse
a su imagen de crucificado. ¡Él es el Resucitado!».29
El Rosario ha expresado siempre esta convicción de fe, invitando al
creyente a superar la oscuridad de la Pasión para fijarse en la gloria
de Cristo en su Resurrección y en su Ascensión. Contemplando
al Resucitado, el cristiano descubre de nuevo las razones de su fe (cf. 1
Cor 15,14), y no solamente revive la alegría de aquellos a los que
Cristo se manifestó -los Apóstoles, la Magdalena, los discípulos
de Emaús-, sino también el gozo de María, que experimentó
de modo intenso la nueva vida del Hijo glorificado. A esta gloria, que con
la Ascensión pone a Cristo a la derecha del Padre, sería elevada
ella misma con la Asunción, anticipando así, por especialísimo
privilegio, el destino reservado a todos los justos con la resurrección
de la carne. Al fin, coronada de gloria -como aparece en el último
misterio glorioso-, María resplandece como Reina de los ángeles
y los santos, anticipación y culmen de la condición escatológica
de la Iglesia.
En el centro de este itinerario de gloria del Hijo y de la Madre, el Rosario
considera, en el tercer misterio glorioso, Pentecostés, que muestra
el rostro de la Iglesia como una familia reunida con María, avivada
por la efusión impetuosa del Espíritu y dispuesta para la
misión evangelizadora. La contemplación de éste, como
de los otros misterios gloriosos, ha de llevar a los creyentes a tomar conciencia
cada vez más viva de su nueva vida en Cristo, en el seno de la Iglesia;
una vida cuyo gran «icono» es la escena de Pentecostés.
De este modo, los misterios gloriosos alimentan en los creyentes la esperanza
en la meta escatológica, hacia la cual se encaminan como miembros
del Pueblo de Dios peregrino en la historia. Esto les impulsará necesariamente
a dar un testimonio valiente de aquel «gozoso anuncio» que da
sentido a toda su vida.
De los "misterios" al "Misterio": el camino de María
24. Los ciclos de meditaciones propuestos en el santo Rosario no son ciertamente
exhaustivos, pero evocan lo esencial, preparando el alma para gustar un
conocimiento de Cristo que se alimenta continuamente del manantial puro
del texto evangélico. Cada rasgo de la vida de Cristo, tal como lo
narran los evangelistas, refleja aquel misterio que supera todo conocimiento
(cf. Ef 3,19). Es el misterio del Verbo hecho carne, en el cual «reside
toda la plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2,9). Por eso
el Catecismo de la Iglesia Católica insiste tanto en los misterios
de Cristo, recordando que «todo en la vida de Jesús es signo
de su Misterio».30 El «duc in altum!» de la Iglesia en
el tercer milenio se basa en la capacidad de los cristianos de penetrar
en «el perfecto conocimiento del misterio de Dios, esto es, en Cristo,
en el cual están ocultos todos los tesoros de la sabiduría
y de la ciencia» (Col 2,2-3). La carta a los Efesios desea ardientemente
a todos los bautizados: «Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones,
para que, arraigados y cimentados en el amor [...], podáis conocer
el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis
llenando hasta la total plenitud de Dios» (Ef 3,17-19).
El Rosario promueve este ideal, ofreciendo el «secreto» para
abrirse más fácilmente a un conocimiento profundo y comprometido
de Cristo. Podríamos llamarlo el camino de María. Es el camino
del ejemplo de la Virgen de Nazaret, mujer de fe, de silencio y de escucha.
Es, al mismo tiempo, el camino de una devoción mariana consciente
de la inseparable relación que une a Cristo con su Santa Madre: los
misterios de Cristo son también, en cierto sentido, los misterios
de su Madre, incluso cuando ella no está implicada directamente, por
el hecho mismo de que ella vive de Él y por Él. Haciendo nuestras
en el Ave María las palabras del ángel Gabriel y de santa Isabel,
nos sentimos impulsados a buscar siempre de nuevo en María, entre
sus brazos y en su corazón, el «fruto bendito de su vientre»
(cf. Lc 1,42).
Misterio de Cristo, «misterio» del hombre
25. En el testimonio ya citado de 1978 sobre el Rosario como mi oración
predilecta, expresé un concepto sobre el que deseo volver. Dije entonces
que «el simple rezo del Rosario marca el ritmo de la vida humana».31
A la luz de las reflexiones hechas hasta ahora sobre los misterios de Cristo,
no es difícil profundizar en esta consideración antropológica
del Rosario. Una consideración más radical de lo que puede
parecer a primera vista. Quien contempla a Cristo recorriendo las etapas
de su vida, descubre también en Él la verdad sobre el hombre.
Ésta es la gran afirmación del Concilio Vaticano II, que tantas
veces he hecho objeto de mi magisterio, a partir de la Carta Encíclica
Redemptor hominis: «Realmente, el misterio del hombre sólo se
esclarece en el misterio del Verbo Encarnado».32 El Rosario ayuda a
abrirse a esta luz. Siguiendo el camino de Cristo, en el cual el camino del
hombre «es recapitulado»,33 desvelado y redimido, el creyente
se sitúa ante la imagen del verdadero hombre. Contemplando su nacimiento
aprende el carácter sagrado de la vida; observando la casa de Nazaret
se percata de la verdad originaria de la familia según el designio
de Dios; escuchando al Maestro en los misterios de su vida pública
encuentra la luz para entrar en el Reino de Dios; y, siguiendo sus pasos
hacia el Calvario, comprende el sentido del dolor salvador. Por último,
contemplando a Cristo y a su Madre en la gloria, ve la meta a la que cada
uno de nosotros está llamado, si se deja sanar y transfigurar por
el Espíritu Santo. De este modo, se puede decir que cada misterio
del Rosario, bien meditado, ilumina el misterio del hombre.
Al mismo tiempo, resulta natural presentar en este encuentro con la santa
humanidad del Redentor los numerosos problemas, afanes, fatigas y proyectos
que marcan nuestra vida. «Descarga en el señor tu peso, y él
te sustentará» (Sal 55,23). Meditar con el Rosario significa
poner nuestros afanes en los corazones misericordiosos de Cristo y de su
Madre. Después de largos años, recordando los sinsabores, que
no han faltado tampoco en el ejercicio del ministerio petrino, deseo repetir,
casi como una cordial invitación dirigida a todos para que hagan de
ello una experiencia personal: sí, verdaderamente el Rosario «marca
el ritmo de la vida humana», para armonizarla con el ritmo de la vida
divina, en gozosa comunión con la Santísima Trinidad, destino
y anhelo de nuestra existencia.
CAPÍTULO III
«PARA MÍ, LA VIDA ES CRISTO»
El Rosario, camino de asimilación del misterio
26. El Rosario propone la meditación de los misterios de Cristo
con un método característico, adecuado para favorecer su asimilación.
Se trata del método basado en la repetición. Esto vale ante
todo para el Ave María, que se repite diez veces en cada misterio.
Si consideramos superficialmente esta repetición, se podría
pensar que el Rosario es una práctica árida y aburrida. En
cambio, es muy diferente la consideración sobre el rosario si se toma
como expresión del amor que no se cansa de dirigirse a la persona
amada con manifestaciones que, a pesar de ser parecidas en su expresión,
son siempre nuevas por el sentimiento que las inspira.
En Cristo, Dios asumió verdaderamente un «corazón de
carne». Cristo no solamente tiene un corazón divino, rico en
misericordia y perdón, sino también un corazón humano,
capaz de todas las expresiones de afecto. A este respecto, si necesitáramos
un testimonio evangélico, no sería difícil encontrarlo
en el conmovedor diálogo de Cristo con Pedro después de la
Resurrección. «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?»
Tres veces se le hace la pregunta, y tres veces Pedro responde: «Señor,
tú sabes que te quiero» (cf. Jn 21,15-17). Más allá
del sentido específico del pasaje, tan importante para la misión
de Pedro, a nadie se le escapa la belleza de esta triple repetición,
en la cual la reiterada pregunta y la respuesta se expresan en términos
bien conocidos por la experiencia universal del amor humano. Para comprender
el Rosario, hace falta entrar en la dinámica psicológica propia
del amor.
Una cosa está clara: si la repetición del Ave María
se dirige directamente a María, el acto de amor, con ella y por ella,
se dirige a Jesús. La repetición favorece el deseo de una
configuración cada vez más plena con Cristo, verdadero «programa»
de la vida cristiana. San Pablo lo enunció con palabras ardientes:
«Para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia»
(Flp 1,21). Y también: «No vivo yo, sino que es Cristo quien
vive en mí» (Ga 2,20). El Rosario nos ayuda a crecer en esta
configuración hasta la meta de la santidad.
Un método válido...
27. No debe extrañarnos que la relación con Cristo se sirva
de la ayuda de un método. Dios se comunica con el hombre respetando
nuestra naturaleza y sus ritmos vitales. Por esto la espiritualidad cristiana,
incluso conociendo las formas más sublimes del silencio místico,
en el que todas las imágenes, palabras y gestos son, en cierto modo,
superados por la intensidad de una unión inefable del hombre con
Dios, se caracteriza normalmente por la implicación de toda la persona,
en su compleja realidad psicofísica y relacional.
Esto aparece de modo evidente en la liturgia. Los sacramentos y los sacramentales
están estructurados con una serie de ritos relacionados con las diversas
dimensiones de la persona. También la oración no litúrgica
expresa la misma exigencia. Esto se confirma por el hecho de que, en Oriente,
la oración más característica de la meditación
cristológica, la que está centrada en las palabras «Señor
Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador»,34 está
vinculada tradicionalmente con el ritmo de la respiración, que, mientras
favorece la perseverancia en la invocación, da como una consistencia
física al deseo de que Cristo se convierta en la respiración,
el alma y el «todo» de la vida.
... que, no obstante, se puede mejorar
28. En la Carta apostólica Novo millennio ineunte recordé
que en Occidente existe hoy también una renovada exigencia de meditación,
que encuentra a veces en otras religiones modalidades bastante atractivas.35
Hay cristianos que, al conocer poco la tradición contemplativa cristiana,
se dejan atraer por tales propuestas. Sin embargo, aunque éstas tengan
elementos positivos y a veces integrables con la experiencia cristiana,
a menudo esconden un fondo ideológico inaceptable. En dichas experiencias
abunda también una metodología que, pretendiendo alcanzar
una alta concentración espiritual, usa técnicas de tipo psicofísico,
repetitivas y simbólicas. El Rosario forma parte de este cuadro universal
de la fenomenología religiosa, pero tiene características
propias, que responden a las exigencias específicas de la vida cristiana.
En efecto, el Rosario es un método para contemplar. Como método,
debe ser utilizado en relación al fin y no puede ser un fin en sí
mismo. Pero tampoco debe infravalorarse, dado que es fruto de una experiencia
secular. La experiencia de innumerables santos aboga en su favor. Lo cual
no impide que pueda ser mejorado. Precisamente a esto se orienta la incorporación,
en el ciclo de los misterios, de la nueva serie de los mysteria lucis, junto
con algunas sugerencias sobre el rezo del Rosario que propongo en esta carta.
Con ello, aunque respetando la estructura firmemente consolidada de esta
oración, quiero ayudar a los fieles a comprenderla en sus aspectos
simbólicos, en sintonía con las exigencias de la vida cotidiana.
De otro modo, existe el riesgo de que esta oración no sólo
no produzca los efectos espirituales deseados, sino que el rosario mismo
con el que suele recitarse, acabe por considerarse un amuleto o un objeto
mágico, con una radical distorsión de su sentido y su cometido.
El enunciado del misterio
29. Enunciar el misterio, y tener tal vez la oportunidad de contemplar
al mismo tiempo una imagen que lo represente, es como abrir un escenario
en el cual concentrar la atención. Las palabras conducen la imaginación
y el espíritu a aquel determinado episodio o momento de la vida de
Cristo. En la espiritualidad que se ha desarrollado en la Iglesia, tanto
a través de la veneración de imágenes que enriquecen
muchas devociones con elementos sensibles, como también del método
propuesto por san Ignacio de Loyola en los Ejercicios Espirituales, se ha
recurrido al elemento visual e imaginativo (la compositio loci), considerándolo
de gran ayuda para favorecer la concentración del espíritu
en el misterio. Por lo demás, es una metodología que se corresponde
con la lógica misma de la Encarnación: Dios quiso asumir,
en Jesús, rasgos humanos. Por medio de su realidad corpórea,
entramos en contacto con su misterio divino.
El enunciado de los diversos misterios del Rosario se corresponde también
con esta exigencia de concreción. Es cierto que no sustituyen al
Evangelio ni tampoco se refieren a todas sus páginas. El Rosario,
por tanto, no reemplaza la lectio divina, sino que, por el contrario, la
supone y la promueve. Pero si los misterios considerados en el Rosario,
aun con el complemento de los mysteria lucis, se limita a las líneas
fundamentales de la vida de Cristo, a partir de ellos la atención
se puede extender fácilmente al resto del Evangelio, sobre todo cuando
el Rosario se reza en momentos especiales de prolongado recogimiento.
La escucha de la palabra de Dios
30. Para dar fundamento bíblico y mayor profundidad a la meditación,
es útil que al enunciado del misterio siga la proclamación
del pasaje bíblico correspondiente, que puede ser más o menos
largo según las circunstancias. En efecto, otras palabras nunca tienen
la eficacia de la palabra inspirada. Ésta se debe escuchar con la
certeza de que es palabra de Dios, pronunciada para hoy y «para mí».
Acogida de este modo, la palabra entra en la metodología de la repetición
del Rosario sin el aburrimiento que produciría la simple reiteración
de una información ya conocida. No, no se trata de recordar una información,
sino de dejar «hablar» a Dios. En alguna ocasión solemne
y comunitaria, esta palabra se puede ilustrar con algún breve comentario.
El silencio
31. La escucha y la meditación se alimentan del silencio. Es conveniente
que, después de enunciar el misterio y proclamar la Palabra, esperemos
unos momentos antes de iniciar la oración vocal, para fijar la atención
sobre el misterio meditado. El redescubrimiento del valor del silencio es
uno de los secretos para la práctica de la contemplación y
la meditación. Uno de los límites de una sociedad tan condicionada
por la tecnología y los medios de comunicación social es que
el silencio se hace cada vez más difícil. Así como
en la liturgia se recomienda que haya momentos de silencio, en el rezo del
Rosario es también oportuno hacer una breve pausa después
de escuchar la palabra de Dios, concentrando el espíritu en el contenido
de un determinado misterio.
El «Padrenuestro»
32. Después de haber escuchado la Palabra y centrado la atención
en el misterio, es natural que el alma se eleve hacia el Padre. Jesús,
en cada uno de sus misterios, nos lleva siempre al Padre, al cual Él
se dirige continuamente, porque descansa en su «seno» (cf. Jn
1,18). Él nos quiere introducir en la intimidad del Padre para que
digamos con Él: «¡Abbá, Padre!» (Rm 8,15;
Ga 4,6). En esta relación con el Padre nos hace hermanos suyos y
entre nosotros, comunicándonos el Espíritu, que es a la vez
suyo y del Padre. El «Padrenuestro», puesto como fundamento de
la meditación cristológico-mariana que se desarrolla mediante
la repetición del Ave María, hace que la meditación
del misterio, aun cuando se tenga en soledad, sea una experiencia eclesial.
Las diez «Avemarías»
33. Este es el elemento más extenso del Rosario y que a la vez lo
convierte en una oración mariana por excelencia. Pero precisamente
a la luz del Ave María, bien entendida, es donde se nota con claridad
que el carácter mariano no se opone al cristológico, sino
que más bien lo subraya y lo exalta. En efecto, la primera parte
del Ave María, tomada de las palabras dirigidas a María por
el ángel Gabriel y por santa Isabel, es contemplación adorante
del misterio que se realiza en la Virgen de Nazaret. Expresan, por así
decir, la admiración del cielo y de la tierra y, en cierto sentido,
dejan entrever la complacencia de Dios mismo al ver su obra maestra -la
encarnación del Hijo en el seno virginal de María-, análogamente
a la mirada de aprobación del Génesis (cf. Gn 1,31), aquel
«pathos con el que Dios, en el alba de la creación, contempló
la obra de sus manos».36 Repetir en el Rosario el Ave María
nos acerca a la complacencia de Dios: es júbilo, asombro, reconocimiento
del milagro más grande de la historia. Es el cumplimiento de la profecía
de María: «Desde ahora todas las generaciones me llamarán
bienaventurada» (Lc 1,48).
El centro del Ave María, casi como engarce entre la primera y la
segunda parte, es el nombre de Jesús. A veces, en el rezo apresurado,
no se percibe este aspecto central y tampoco la relación con el misterio
de Cristo que se está contemplando. Pero es precisamente el relieve
que se da al nombre de Jesús y a su misterio lo que caracteriza un
rezo consciente y fructuoso del Rosario. Ya Pablo VI recordó en la
Exhortación apostólica Marialis cultus la costumbre, practicada
en algunas regiones, de realzar el nombre de Cristo añadiéndole
una cláusula evocadora del misterio que se está meditando.37
Es una costumbre loable, especialmente en la plegaria pública. Expresa
con intensidad la fe cristológica, aplicada a los diversos momentos
de la vida del Redentor. Es profesión de fe y, al mismo tiempo, ayuda
a mantener atenta la meditación, permitiendo vivir la función
asimiladora, innata en la repetición del Ave María, respecto
al misterio de Cristo. Repetir el nombre de Jesús -el único
nombre del cual podemos esperar la salvación (cf. Hch 4,12)- junto
con el de su Madre Santísima, y como dejando que ella misma nos lo
sugiera, es un modo de asimilación, que aspira a hacernos entrar
cada vez más profundamente en la vida de Cristo.
De la especial relación con Cristo, que hace de María la
Madre de Dios, la Theotòkos, deriva, además, la fuerza de
la súplica con la que nos dirigimos a ella en la segunda parte de
la oración, confiando a su materna intercesión nuestra vida
y la hora de nuestra muerte.
El «Gloria»
34. La doxología trinitaria es la meta de la contemplación
cristiana. En efecto, Cristo es el camino que nos conduce al Padre en el
Espíritu. Si recorremos este camino hasta el final, nos encontramos
continuamente ante el misterio de las tres Personas divinas, a las que es
preciso alabar, adorar y dar gracias. Es importante que el Gloria, culmen
de la contemplación, sea bien resaltado en el Rosario. En el rezo
público podría ser cantado, para dar mayor énfasis a
esta perspectiva estructural y característica de toda plegaria cristiana.
En la medida en que la meditación del misterio haya sido atenta,
profunda, vivificada -de Avemaría en Avemaría- por el amor a
Cristo y a María, la glorificación trinitaria en cada decena,
en vez de reducirse a una rápida conclusión, adquiere su justo
tono contemplativo, como para levantar el espíritu a la altura del
Paraíso y hacer revivir, de algún modo, la experiencia del Tabor,
anticipación de la contemplación futura: «Bueno es estarnos
aquí» (Lc 9,33).
La jaculatoria final
35. Habitualmente, en el rezo del Rosario, a la doxología trinitaria
sigue una jaculatoria, que varía según las costumbres. Sin
quitar valor a tales invocaciones, parece oportuno señalar que la
contemplación de los misterios puede expresar mejor toda su fecundidad
si se procura que cada misterio concluya con una oración dirigida
a alcanzar los frutos específicos de la meditación del misterio.
De este modo, el Rosario puede expresar con mayor eficacia su relación
con la vida cristiana. Lo sugiere una bella oración litúrgica,
que nos invita a pedir que, meditando los misterios del Rosario, lleguemos
a «imitar lo que contienen y a conseguir lo que prometen».38
Como ya se hace, dicha oración final puede expresarse en varias
forma legítimas. El Rosario adquiere así también una
fisonomía más adecuada a las diversas tradiciones espirituales
y a las distintas comunidades cristianas. En esta perspectiva, es de desear
que se difundan, con el debido discernimiento pastoral, las propuestas más
significativas, experimentadas tal vez en centros y santuarios marianos
que cultivan particularmente la práctica del Rosario, de modo que
el pueblo de Dios pueda acceder a toda auténtica riqueza espiritual,
encontrando así una ayuda para la propia contemplación.
El «rosario»
36. Instrumento tradicional para rezarlo es el rosario. En la práctica
más superficial, a menudo termina por ser un simple instrumento para
contar la sucesión de las Avemarías. Pero sirve también
para expresar un simbolismo, que puede dar ulterior densidad a la contemplación.
A este propósito, lo primero que debe tenerse presente es que el
rosario está centrado en el Crucifijo, que abre y cierra el proceso
mismo de la oración. En Cristo se centra la vida y la oración
de los creyentes. Todo parte de Él, todo tiende hacia Él, todo,
a través de Él, en el Espíritu Santo, llega al Padre.
En cuanto medio para contar, que marca el avanzar de la oración,
el rosario evoca el camino incesante de la contemplación y de la perfección
cristiana. El Beato Bartolomé Longo lo consideraba también
como una «cadena» que nos une a Dios. Cadena, sí, pero
cadena dulce; así se manifiesta la relación con Dios, que es
Padre. Cadena «filial», que nos pone en sintonía con María,
la «sierva del Señor» (Lc 1,38) y, en definitiva, con
el propio Cristo, que, aun siendo Dios, se hizo «siervo» por
amor nuestro (Flp 2,7).
Es también hermoso ampliar el significado simbólico del rosario
a nuestra relación recíproca, recordando de ese modo el vínculo
de comunión y fraternidad que nos une a todos en Cristo.
Inicio y conclusión
37. En la práctica corriente, hay varios modos de comenzar el Rosario,
según los diversos contextos eclesiales. En algunas regiones se suele
iniciar con la invocación del Salmo 69: «Dios mío, ven
en mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme», como para
alimentar en el orante la humilde conciencia de su propia indigencia; en
otras, se comienza recitando el Credo, como haciendo de la profesión
de fe el fundamento del camino contemplativo que se emprende. Éstos
y otros modos similares, en la medida en que disponen el alma para la contemplación,
son usos igualmente legítimos. La plegaria se concluye rezando por
las intenciones del Papa, para elevar la mirada de quien reza hacia el vasto
horizonte de las necesidades eclesiales. Precisamente para fomentar esta
proyección eclesial del Rosario, la Iglesia ha querido enriquecerlo
con santas indulgencias para quien lo recita con las debidas disposiciones.
En efecto, si se hace así, el Rosario es realmente un itinerario
espiritual en el que María se hace madre, maestra, guía, y sostiene
al fiel con su poderosa intercesión. ¿Cómo asombrarse,
pues, si al final de esta oración, en la cual se ha experimentado
íntimamente la maternidad de María, el espíritu siente
necesidad de dedicar una alabanza a la Santísima Virgen, bien con
la espléndida oración de la Salve Regina, bien con las Letanías
lauretanas? Es como coronar un camino interior, que ha llevado al fiel al
contacto vivo con el misterio de Cristo y de su Madre Santísima.
La distribución en el tiempo
38. El Rosario puede recitarse entero cada día, y hay quienes así
lo hacen de manera laudable. De ese modo, el Rosario impregna de oración
los días de muchos contemplativos, o sirve de compañía
a enfermos y ancianos que tienen mucho tiempo disponible. Pero es obvio
-y eso vale, con mayor razón, si se añade el nuevo ciclo de
los mysteria lucis- que muchos no podrán recitar más que una
parte, según un determinado orden semanal. Esta distribución
semanal da a los días de la semana un cierto «color»
espiritual, análogamente a lo que hace la liturgia con las diversas
fases del año litúrgico.
Según la praxis corriente, el lunes y el jueves están dedicados
a los «misterios gozosos», el martes y el viernes a los «dolorosos»,
el miércoles, el sábado y el domingo a los «gloriosos».
¿Dónde introducir los «misterios de luz»? Considerando
que los misterios gloriosos se proponen seguidos el sábado y el domingo,
y que el sábado es tradicionalmente un día de marcado carácter
mariano, parece aconsejable trasladar al sábado la segunda meditación
semanal de los misterios gozosos, en los cuales la presencia de María
es más destacada. Queda así libre el jueves para la meditación
de los misterios de luz.
No obstante, esta indicación no pretende limitar una conveniente
libertad en la meditación personal y comunitaria, según las
exigencias espirituales y pastorales y, sobre todo, las coincidencias litúrgicas
que pueden sugerir oportunas adaptaciones. Lo verdaderamente importante
es que el Rosario se comprenda y se experimente cada vez más como
un itinerario contemplativo. Por medio de él, de manera complementaria
a cuanto se realiza en la liturgia, la semana del cristiano, centrada en
el domingo, día de la Resurrección, se convierte en un camino
a través de los misterios de la vida de Cristo, y Él se consolida
en la vida de sus discípulos como Señor del tiempo y de la
historia.
CONCLUSIÓN
«Rosario bendito de María, cadena dulce que nos unes con Dios»
39. Lo que se ha dicho hasta aquí expresa ampliamente la riqueza
de esta oración tradicional, que tiene la sencillez de una oración
popular, pero también la profundidad teológica de una oración
adecuada para quien siente la exigencia de una contemplación más
intensa.
La Iglesia ha visto siempre en esta oración una eficacia particular,
confiando las causas más difíciles a su rezo comunitario y
a su práctica constante. En momentos en los que la cristiandad misma
estaba amenazada, se atribuyó a la fuerza de esta oración
la liberación del peligro y la Virgen del Rosario fue considerada
como propiciadora de la salvación.
Hoy deseo confiar a la eficacia de esta oración -lo he señalado
al principio- la causa de la paz en el mundo y la de la familia.
La paz
40. Las dificultades que presenta el panorama mundial en este comienzo
del nuevo milenio nos inducen a pensar que sólo una intervención
de lo alto, capaz de orientar los corazones de quienes viven situaciones
conflictivas y de quienes dirigen los destinos de las naciones, puede hacer
esperar en un futuro menos oscuro.
El Rosario es una oración orientada por su naturaleza hacia la paz,
por el hecho mismo de que contempla a Cristo, Príncipe de la paz
y «nuestra paz» (Ef 2,14). Quien interioriza el misterio de
Cristo -y el Rosario tiende precisamente a eso- aprende el secreto de la
paz y hace de él un proyecto de vida. Además, debido a su
carácter meditativo, con la serena sucesión del Ave María,
el Rosario ejerce sobre el orante una acción pacificadora que lo
dispone a recibir y experimentar en la profundidad de su ser, y a difundir
a su alrededor, la paz verdadera, que es un don especial del Resucitado (cf.
Jn 14,27; 20,21).
Además, es oración por la paz también por los frutos
de caridad que produce. Si se recita bien, como verdadera oración
meditativa, el Rosario, al favorecer el encuentro con Cristo en sus misterios,
muestra también el rostro de Cristo en los hermanos, especialmente
en los que más sufren. ¿Cómo se podría considerar,
en los misterios gozosos, el misterio del Niño nacido en Belén
sin sentir el deseo de acoger, defender y promover la vida, haciéndose
cargo del sufrimiento de los niños en todas las partes del mundo?
¿Cómo podrían seguirse los pasos del Cristo revelador,
en los misterios de la luz, sin proponerse el testimonio de sus bienaventuranzas
en la vida de cada día? Y ¿cómo contemplar a Cristo
cargado con la cruz y crucificado, sin sentir la necesidad de hacerse sus
«cireneos» en cada hermano abatido por el dolor u oprimido por
la desesperación? Por último, ¿cómo se podría
contemplar la gloria de Cristo resucitado y a María coronada como
Reina, sin sentir el deseo de hacer este mundo más hermoso, más
justo, más cercano al proyecto de Dios?
En definitiva, mientras nos hace contemplar a Cristo, el Rosario nos hace
también constructores de la paz en el mundo. Por su carácter
de petición insistente y comunitaria, en sintonía con la invitación
de Cristo a «orar siempre sin desfallecer» (Lc 18,1), nos permite
esperar que hoy se pueda vencer también una «batalla»
tan difícil como la de la paz. De este modo, el Rosario, en vez de
ser una huida de los problemas del mundo, nos impulsa a examinarlos de manera
responsable y generosa, y nos concede la fuerza de afrontarlos con la certeza
de la ayuda de Dios y con el firme propósito de testimoniar en cada
circunstancia la caridad, «que es el vínculo de la perfección»
(Col 3,14).
La familia: los padres...
41. Además de oración por la paz, el Rosario es también,
desde siempre, una oración de la familia y por la familia. Antes
esta oración era muy apreciada por las familias cristianas, y ciertamente
favorecía su comunión. Conviene no perder esta preciosa herencia.
Se ha de volver a rezar en familia y a rogar por las familias, utilizando
todavía esta forma de plegaria.
Si en la Carta apostólica Novo millennio ineunte estimulé
la celebración de la Liturgia de las Horas por parte de los laicos
en la vida ordinaria de las comunidades parroquiales y de los diversos grupos
cristianos,39 deseo hacerlo igualmente con el Rosario. Se trata de dos caminos
no alternativos, sino complementarios, de la contemplación cristiana.
Pido, por tanto, a cuantos se dedican a la pastoral de las familias que
recomienden con convicción el rezo del Rosario.
La familia que reza unida, permanece unida. El santo Rosario, por antigua
tradición, es una oración que se presta particularmente para
reunir a la familia. Contemplando a Jesús, cada uno de sus miembros
recupera también la capacidad de volverse a mirar a los ojos, para
comunicarse, solidarizarse, perdonarse recíprocamente y comenzar
de nuevo con un pacto de amor renovado por el Espíritu de Dios.
Muchos problemas de las familias contemporáneas, especialmente en
las sociedades económicamente más desarrolladas, derivan de
una creciente dificultad para comunicarse. No se consigue estar juntos y,
a veces, los raros momentos de reunión quedan absorbidos por las
imágenes de un televisor. Volver a rezar el Rosario en familia significa
introducir en la vida cotidiana otras imágenes muy distintas, las
del misterio que salva: la imagen del Redentor, la imagen de su Madre santísima.
La familia que reza unida el Rosario reproduce un poco el clima de la casa
de Nazaret: Jesús está en el centro, se comparten con él
alegrías y dolores, se ponen en sus manos las necesidades y proyectos,
se obtienen de él la esperanza y la fuerza para el camino.
... y los hijos
42. Es hermoso y fructuoso confiar también a esta oración
el proceso de crecimiento de los hijos. ¿No es acaso el Rosario el
itinerario de la vida de Cristo desde su concepción, pasando por la
muerte, hasta la resurrección y la gloria? Hoy resulta cada vez más
difícil para los padres seguir a los hijos en las diversas etapas de
su vida. En la sociedad de la tecnología avanzada, de los medios de
comunicación social y de la globalización, todo se ha acelerado,
y cada día es mayor la distancia cultural entre las generaciones. Los
mensajes de todo tipo y las experiencias más imprevisibles hacen mella
pronto en la vida de los niños y los adolescentes, y a veces es angustioso
para los padres afrontar los peligros que corren los hijos. Con frecuencia
se encuentran ante desilusiones fuertes, al constatar los fracasos de los
hijos ante la seducción de la droga, los atractivos de un hedonismo
desenfrenado, las tentaciones de la violencia o las formas tan diferentes
del «sinsentido» y la desesperación.
Rezar con el Rosario por los hijos, y mejor aún, con los hijos,
educándolos desde su tierna edad para este momento cotidiano de «intervalo
de oración» de la familia, ciertamente no es la solución
de todos los problemas, pero es una ayuda espiritual que no se debe minimizar.
Se puede objetar que el Rosario parece una oración poco adecuada
para los gustos de los chicos y los jóvenes de hoy. Pero quizás
esta objeción se basa en un modo poco esmerado de rezarlo. Por otra
parte, salvando su estructura fundamental, nada impide que, para ellos, el
rezo del Rosario -tanto en familia como en los grupos- se enriquezca con
oportunas aportaciones simbólicas y prácticas, que favorezcan
su comprensión y valorización. ¿Por qué no probarlo?
Una pastoral juvenil no derrotista, apasionada y creativa -las Jornadas Mundiales
de la Juventud han dado buena prueba de ello- es capaz de dar, con la ayuda
de Dios, pasos verdaderamente significativos. Si el Rosario se presenta bien,
estoy seguro de que los jóvenes mismos serán capaces de sorprender
una vez más a los adultos, haciendo propia esta oración y rezándola
con el entusiasmo típico de su edad.
El Rosario, un tesoro por recuperar
43. Queridos hermanos y hermanas, una oración tan fácil,
y al mismo tiempo tan rica, merece de veras ser recuperada por la comunidad
cristiana. Hagámoslo sobre todo en este año, asumiendo esta
propuesta como una consolidación de la línea trazada en la
Carta apostólica Novo millennio ineunte, en la cual se han inspirado
los planes pastorales de muchas Iglesias particulares al programar los objetivos
para el próximo futuro.
Me dirijo en particular a vosotros, queridos hermanos en el episcopado,
sacerdotes y diáconos, y a vosotros, agentes pastorales en los diversos
ministerios, para que, teniendo la experiencia personal de la belleza del
Rosario, os convirtáis en sus diligentes promotores.
Confío también en vosotros, teólogos, para que, realizando
una reflexión a la vez rigurosa y sabia, basada en la Palabra de
Dios y sensible a la vivencia del pueblo cristiano, ayudéis a descubrir
los fundamentos bíblicos, las riquezas espirituales y la validez
pastoral de esta oración tradicional.
Cuento con vosotros, consagrados y consagradas, llamados de manera particular
a contemplar el rostro de Cristo siguiendo el ejemplo de María.
Pienso en todos vosotros, hermanos y hermanas de toda condición;
en vosotras, familias cristianas; en vosotros, enfermos y ancianos; en vosotros,
jóvenes: tomad con confianza entre las manos el rosario, descubriéndolo
de nuevo a la luz de la Escritura, en armonía con la liturgia y en
el contexto de la vida cotidiana.
¡Qué este llamamiento mío no sea en balde! Al inicio
de mi vigésimo quinto año de pontificado, pongo esta Carta
apostólica en las manos de la Virgen María, postrándome
espiritualmente ante su imagen en su espléndido Santuario edificado
por el beato Bartolomé Longo, apóstol del Rosario. Hago mías
con gusto las conmovedoras palabras con las que termina la célebre
Súplica a la Reina del Santo Rosario: «Oh Rosario bendito de
María, dulce cadena que nos une con Dios, vínculo de amor que
nos une a los ángeles, torre de salvación contra los asaltos
del infierno, puerto seguro en el común naufragio, no te dejaremos
jamás. Tú serás nuestro consuelo en la hora de la agonía.
Para ti el último beso de la vida que se apaga. Y el último
susurro de nuestros labios será tu suave nombre, oh Reina del Rosario
de Pompeya, oh Madre nuestra querida, oh Refugio de los pecadores, oh Soberana
consoladora de los tristes. Que seas bendita por doquier, hoy y siempre,
en la tierra y en el cielo».
Vaticano, 16 octubre del año 2002, inicio del vigésimo quinto
de mi pontificado.