SAN ALBERTO CHMIELOWSKI
1916 d.C.
25 de diciembre
Así lo consideró el papa
Juan Pablo II, que halló en Alberto un motor para su vocación,
al observar que encarnaba admirablemente el ideal de pobreza franciscano,
espíritu que marcó su austera vida; y eso que era de noble
cuna.
Nació el 20 de agosto de 1845 en Igolomia, ciudad cercana a Cracovia
(Polonia). Al morir sus padres, unos familiares lo acogieron a él
y a sus hermanos. Ingresó en el Instituto Politécnico de Pulawy
cuando tenía 18 años. Ese año participó en la
insurrección de Polonia y fue hecho prisionero. Tenía una herida
en la pierna que se agravó, y sufrió su amputación.
Pero este percance en el que probó su valentía –fue intervenido
sin anestesia–, le libró de un más que seguro fusilamiento.
Al malograrse la sedición, escapó del castigo que podía
aplicarle el bando zarista huyendo a París casi en condiciones rocambolescas,
ya que lo hizo ocultado en un féretro. Regresó a Varsovia en
1865, y dos años más tarde volvió a la capital del Sena.
Comenzó la carrera de ingeniería en la ciudad belga de Gante,
pero sus cualidades artísticas le indujeron a estudiar pintura en
la Academia de Bellas Artes de Munich, gracias a la generosidad de la señora
Siemienska, en cuyo hogar fue acogido amistosamente. Después completó
esta formación en París. Fue un periodo de su vida marcado
por el sufrimiento físico y psíquico ocasionado por su prótesis
de palo, pero siempre manteniendo vivo en su espíritu el precioso
legado de la fe que había recibido.
Siendo ya un artista consumado, regresó a Polonia en 1874 con una
idea clara: tomar la vía del arte como instrumento apostólico,
poniendo su talento al servicio de Dios. Una de sus obras representativas
es el «Ecce Homo» en el que supo plasmar la profunda experiencia
espiritual que le había marcado. Era un hombre de gran sensibilidad.
Por eso, al meditar sobre la Pasión de Cristo, conmovido por ella
hasta el tuétano, dio un rumbo definitivo a su vida. Primeramente,
en 1880 ingresó como hermano lego en el convento de Stara-Wies, regido
por los jesuitas, pero a causa de sus problemas de salud únicamente
convivió con ellos seis meses. Su profundo desasosiego cesó
bajo los cuidados de un hermano, y al año siguiente teniendo noticia
de la existencia de la Tercera Orden de San Francisco, se vinculó
a ella. Eso le permitió constatar de primera mano la realidad en la
que malviven los «sin techo», aquejados de gravísimas
enfermedades, y aquellos cuya miseria material y moral es tal que nadie les
prodiga ni una sola palabra de consuelo. En esa cohorte de mendigos y vagabundos,
así como de los que sucumbían presos de enfermedades repulsivas
en Cracovia, veía el rostro de Cristo. Teniendo clara su vocación,
se adentró en ese mundo de miseria. No quería ser menos que
ellos. De modo que renunció a su brillante y prometedor futuro, y
pidió limosna para asistirlos. Sabía que compartiendo con los
indigentes su trágico presente llegaría al fondo de sus corazones.
Tomó el hábito franciscano con el nombre de Alberto y emitió
la profesión ante el cardenal Dujanewski. Después, puso en
marcha dos congregaciones religiosas, masculina y femenina, para el servicio
de los pobres, inspiradas en la espiritualidad franciscana. Son conocidos
como Siervos de los Pobres o Albertinos. Antes había dejado abierto
en Cracovia un local en el que a los pobres y a los enfermos se les dispensaba
completa asistencia. Esa acción caracterizó su vida. Dio prueba
de su misericordia con las obras que impulsó en distintos lugares
de Polonia: asilos para ancianos, casas para inválidos y enfermos
incurables, comedores para los mendigos, orfanatos para los abandonados,
todo confiando siempre en la Providencia, movido por su amor a Dios. Y poco
a poco devolvía a los desfavorecidos la dignidad que una sociedad
insensible a sus necesidades les había hurtado.
¡Cuántas acciones de caridad y solidaridad son puestas en marcha
dentro de la Iglesia continuamente llevando el calor y la ternura, solucionando
en gran medida carencias que los gobiernos de distinto signo no ofrecen!
Son innumerables. No es casualidad que al frente de ellas muchas veces se
encuentren religiosos consagrados. Alberto echaba mano de su potente creatividad,
además de su arrojo en defensa de cualquier desfavorecido, porque
amaba a Dios con todo su ser. Ejercía gozosamente su heroica caridad
con el prójimo con el rostro sereno y la alegría evangélica
dibujada en él. Compartió con los indigentes la comida y los
recodos en los que se guarecían. No había acepción de
personas ni razones que le llevaran a asistir a unos en detrimento de otros.
A todos proporcionó una asistencia material y espiritual impagable
inducido por la fortaleza que le infundía la Eucaristía y su
apasionado abrazo a la cruz. «No basta que amemos a Dios, sino que
hay que conseguir además que, en contacto con nosotros, otros corazones
se inflamen. Eso es lo que cuenta. Nadie sube al cielo solo», decía.
Aquejado de un grave tumor en el estómago durante diez años,
afrontó el final de sus días con virtuoso temple. Teniendo
a su lado a la Virgen de Czestochowa, antes de exhalar su último aliento,
advirtió a la comunidad: «Esta Virgen es vuestra fundadora,
recordadlo», añadiendo esta recomendación: «Ante
todo, observad la pobreza». Murió en el asilo fundado por él
en Cracovia el día de Navidad de 1916. Su funeral fue prácticamente
encabezado por los pobres de la ciudad. Juan Pablo II lo beatificó
en Cracovia el 22 de junio de 1983. Y él mismo lo canonizó
en Roma el 12 de noviembre de 1989.