SAN ALFONSO DE OROZCO
1591 d.C.
19 de septiembre
Alfonso de Orozco nació
el 17 de octubre de 1500 en Oropesa, provincia de Toledo (España),
donde su padre era gobernador del castillo local. Cursó los primeros
estudios en la vecina Talavera de la Reina y durante tres años actuó
como “seise” o niño cantor en la catedral de Toledo, en la que aprendió
música con notable provecho. A la edad de 14 años fue enviado
por sus padres a la Universidad de Salamanca, donde ya estudiaba uno de sus
hermanos.
Los sermones de la cuaresma de 1520 predicados en la catedral
por el profesor agustino Tomás de Villanueva sobre el salmo “In exitu
Israel de GYPTO” maduraron su vocación a la vida consagrada y, poco
más tarde, atraído por el ambiente de santidad del convento
de San Agustín, entró en él, emitiendo en 1523 la profesión
religiosa en manos de Santo Tomás de Villanueva.
Una vez ordenado sacerdote en 1527, los superiores vieron en
Alfonso tan profunda espiritualidad y tal capacidad para anunciar la Palabra
de Dios que muy pronto lo destinaron al ministerio de la predicación.
Ya desde los 30 años ocupó también diversos cargos, pero
a pesar de su austeridad de vida, en el modo de gobernar se mostró
lleno de comprensión. Impulsado por el deseo del martirio, en 1549
se embarcó para México como misionero, pero durante la travesía
hacia las Islas Canarias padeció un grave ataque de artritis y los
médicos, temiendo por su vida, le impidieron la prosecución
del viaje.
En 1554, siendo prior del convento de Valladolid, ciudad desde
decenios atrás residencia de la Corte, fue nombrado predicador real
por el emperador Carlos V y, al trasladarse la Corte a Madrid en 1561, también
él tuvo que pasar a la nueva capital del Reino, fijando su residencia
en el convento de San Felipe el Real.
No obstante a ejercer un cargo que estaba exento de la jurisdicción
directa de sus superiores religiosos y dotado de renta, renunciando a privilegios,
quiso vivir como un fraile más, en pobreza y bajo la inmediata obediencia
de sus superiores. Solamente hacía una comida, dormía a lo sumo
tres horas, porque decía que le bastaban para emprender el nuevo día,
y en una tabla por cama, con sarmientos por colchón. En su celda no
había más que una silla, un candil, una escoba y unos libros.
La eligió cerca de la puerta para atender mejor a los pobres que hasta
allí se acercaban a suplicarle ayuda. Sin que la cotidiana asistencia
al coro le resultara de obs‑táculo, además de cumplir con sus
obligaciones como predicador regio, visitaba los enfermos en los hospitales,
a los encarcelados en las prisiones y a los pobres en las calles y en sus
casas. El resto del tiempo lo pasaba en oración, en la composición
de sus libros, y preparando sus sermones. Predicaba con gran sinceridad de
palabras, pero con mucha hondura espiritual, fervor y afecto, a veces, con
lágrimas en los ojos, expresando la ternura de Dios hasta en el tono
de la voz, igual en el palacio ante el Rey y la Corte que en las iglesias
a las que era llamado.
Gozó de gran popularidad entre los más diversos
ambientes sociales. Personajes de la sociedad y de la cultura testificaron
en su proceso de canonización, tales como la infanta Isabel Clara Eugenia,
los duques de Alba y de Lerma, los literatos Lope de Vega, Francisco de Quevedo
y Gil González Dávila. El trato con las clases elevadas no
le desvió de su sencillo estilo de vida. Su fama se extendió
por toda Madrid. El pueblo que le llamab a, muy a pesar suyo, “el santo de
San Felipe”, lo amó apreciando en él su exquisita sensibilidad
en el acercarse a todos sin distinción.
Compuso numerosas obras tanto en latín como en castellano.
La simplicidad de los títulos indican la intención pastoral
del autor: Regla de vida cristiana (1542), Vergel de oración y monte
de contemplación (1544), Memorial de amor santo (1545), Desposorio
espiritual (1551), Bonum certamen (1562), Arte de amar a Dios y al prójimo
(1567), Libro de la suavidad de Dios (1576), Tratado de la corona de Nuestra
Señora (1588), Guarda de la lengua (1590). Como su acción, los
escritos nacieron de su espíritu contemplativo y de la lectura de
la Sagrada Escritura. Devoto de María, estaba convencido de escribir
por mandato suyo.
Cultivó también un ferviente amor a su propia
Orden, componiendo obras sobre su historia y su espiritualidad con ánimo
de mover a la imitación de sus hombres mejores. En esta misma línea,
inducido por un deseo de reforma interior, que luego convergería con
el movimiento de recolección en la misma Orden, llevó a término
varias fundaciones de conventos tanto de religiosos agustinos como de agustinas
de vida contemplativa.
En agosto de 1591 cayó enfermo con fiebre, sin faltar
por eso ningún día a la celebración de la Misa, puesto
que nunca, ni siquiera en el transcurso de sus diversas enfermedades, había
dejado de celebrar el santo sacrificio, ya que repetía con cierto gracejo
que “Dios no hace mal a nadie”. Durante su enfermedad, fue visitado por el
rey Felipe II, el príncipe heredero Felipe con la infanta Isabel, y
el cardenal arzobispo de Toledo, Gaspar de Quiroga, quien le dio de comer
de su mano y le pidió la bendición.
La noticia de la muerte, acaecida el 19 de septiembre de 1591
en el Colegio de la Encarnación que había fundado dos años
antes —actualmente sede del Senado español— conmocionó la ciudad.
Por la capilla ardiente pasó el pueblo de Madrid, que, como refiere
Quevedo, se agolpó ante la iglesia del Colegio hasta derribar las puertas,
pues todos deseaban hacerse con reliquias, astillas de la cama, fragmentos
de sus ropas, zapatos y cilicios. El Cardenal Arzobispo se reservó
para si la cruz de madera que durante largos años “el santo de San
Felipe” había llevado consigo.
Fue beatificado por León XIII el 15 de enero de 1882. Vicisitudes
históricas hicieron que sus restos fueran trasladados a distintos lugares.
Actualmente reposan en la iglesia madrileña de las agustinas hasta
este momento denominadas del Beato Orozco.