SAN ANTONIO ABAD, Monje
356 d.C.
17 de enero
Los Santos
monjes Antonio, Merulo y Juan, en Roma, en el monasterio de San Andrès,
de los cuales escribiò el Papa San Gregorio. San Antonio nació
hacia el 250 en Queman, al sur de Menfis, Egipto. A los 18 años quedó
huérfano, con una hermana más pequeña y un rico patrimonio
que no le duró mucho tiempo: entrando un día en la Iglesia escuchó
esta lectura del Evangelio: «Si quieres ser perfecto, ve y vende todo
lo que tienes y dalo a los pobres…». Así lo hizo: vendió
todo lo que tenía, dio el dinero a los pobres, confió el cuidado
de su hermana a unas vírgenes consagradas y se retiró al desierto
para buscar a Dios en la soledad.
Se refugió en una tumba excavada en las montañas,
pero su fama de santidad no tardó en propagarse. Unos acudían
hasta el refugio para buscar consejo, otros para pedir milagros, y otros
aún –los menos ciertamente– iban dispuestos a quedarse para imitar
su estilo de vida. Acogía a todos con gran espíritu de caridad
y, cuando en el 305 decidió abrir su retiro a quienes anhelaban quedarse
con él, no tardó en poblarse de eremitas.
En el 311, durante la persecución de Maximino Daja en
Egipto, san Antonio, con algunos de sus monjes, se dedicó a confortar
a los cristianos. Después se retiró al desierto del alto Egipto
buscando siempre mayor soledad y penitencia. No obstante la dureza de sus
penitencias, tenía un gran sentido de equilibrio y prudencia, por
ello, a los eremitas que se ponían bajo su dirección no les
permitía hacer sacrificios extravagantes. Más que la austeridad
misma, san Antonio recomendaba la pureza de alma y una gran confianza en
Dios.
Preocupado por la fama que había adquirido sin buscarla,
en el 312 quiso huir uniéndose a una caravana de beduinos y adentrándose
en el desierto hasta llegar al monte Coltzim. Pero sus discípulos no
tardaron en encontrarlo y fueron estableciéndose en las cercanías
formando pequeñas comunidades a las que el santo visitaba de vez en
cuando. De esta forma tan sencilla y sin buscarlo, nuestro santo dio inicio
a lo que más tarde se conocería como “vida cenobítica”
o “monástica". Más allá de sus dotes carismáticas
y de los milagros que rodearon su vida, san Antonio fue un verdadero padre
para sus monjes, hombre de una espiritualidad incisiva y siempre fiel a la
esencia del mensaje evangélico. La tradición dice que murió
entorno al 356.