SAN CAYO
283-296 d.C.
San Cayo era originario
de Dalmacia, hermano de San Gabino, tío de Santa Susana y pariente
del emperador Dioclesiano. Es probable que sus padres fueran cristianos,
y que desde niño le criaron en los principios de nuestra Religión.
No se sabe con qué ocasión vino a Roma; y sólo es
cierto que por la pureza de sus costumbres, que por el celo de la Religión
y por su vida ejemplar fue recibido en el clero con general gozo de todos,
y que él se empezó luego a distinguir no menos por su sabiduría
que por su virtud.
Como universalmente estaba reputado en Roma por uno de
los más santos clérigos de la Iglesia, muerto el Papa Eutiquiano
el año 283, no se deliberó un punto sobre colocarle en la
silla de San Pedro el día 16 de diciembre.
Hallándole cabeza de los Obispos y Padre común
de todos los fieles, dio bien a conocer que estaba dotado de todas las prendas
necesarias para desempeñar tan elevado empleo. El celo, el valor,
la prudencia, la heróica virtud y la ardiente caridad en todas ocasiones,
le acreditó desde luego por uno de los más dignos Pontífices
de la Iglesia.
Como los cristianos se veían precisados a estar
escondidos en los bosques y sepultados en las cavernas, el Santo Pontífice
por algún tiempo tomó también el mismo partido de esconderse
para poder asistirlos. Visitábalos, socorríalos y los animaba
a defender valerosamente la fe, aunque fuese a costa de la vida.
Habiendo calmado un poco la tempestad volvió a Roma
acompañado de crecido número de Confesores de Cristo. Pero
renovada presto la persecución contra los cristianos con mayor furia
que nunca, en todas las plazas públicas, esquinas y encrucijadas
de las calles se colocaron unos idolillos con bando riguroso de que nada
se pudiese comprar ni vender sin haberles antes incensado, y ni aún
se podía sacar agua de las fuentes y pozos públicos sin ofrecer
primero estos impíos sacrificios.
San Cayo ordenó a Cromacio, que había sido
prefecto de Roma y era a la sazón uno de los más fervorosos
discípulos de Cristo, que se retirase a su tierra a asistir a los
cristianos que se habían refugiado en ella; y aunque deseó
que San Sebastián fuese también en su compañía,
supo alegar tales razones este generoso defensor de la fe para persuadirle
lo mucho que importaba que él asistiese cerca de su persona, que al
fin se rindió a ellas, y dio orden al presbítero Policarpo
para que siguiese a Cromacio.
Luego que partieron estos confesores. Cayo ordenó
a los dos hermanos Marco y Marcelino, y de presbítero a Tranquilino
su padre. Vivían todos juntos en casa de un oficial del emperador,
llamado Cástulo, celosísimo cristiano, el cual tenía
cuarto dentro del mismo palacio, y estaba en lo más alto del edificio.
Allí se juntaban secretamente los fieles todos los días, y
el Santo Pontífice los apacentaba con la Palabra de Dios, distribuyéndoles
el Pan de los fuertes y celebrando el Divino Sacrificio.
Tiburcio, que era un caballero mozo, gran cristiano
y muy distinguido entre todos por su celo de la Religión, conducía
cada día algún nuevo neófito, a los cuales bautizaba
San Cayo después de haberlos instruido.
Mientras nuestro Santo se ocupaba día y noche en
estas obras de caridad y religión, vinieron a decir a su hermano
San Gabino que Maximino, hijo adoptivo del emperador Dioclesiano, pedía
a su hija Susana para casarse con ella. Noticioso de esto el Santo Papa,
envió a llamar a su sobrina, la cual, informada del ánimo
del emperador, venía ya a echarse a los pies de su santo tío
para pedirele su bendición y disponerse para el martirio. La conferencia
fue breve pero tierna.
"Ya sabeís, amado tío mío, dijo la
santa doncella, que habiendo hecho voto de castidad no puedo dar la mano,
a otro esposo que a Jesucristo, y vengo a declararos que jamás la
daré a otro. Viendo estoy que no habrá género de tormentos
de que no se valga el tirano para obligarme a mudar de resolución;
pero, llena de confianza en la misericordia de mi Señor Jesucristo,
espero que antes me arrancarán mil almas del cuerpo que la fe del
corazón, y que no harán ni aún titubear la determinación
de vuestra humilde sobrina".
Deshacíanse en lágrimas todos los circundantes,
pero más enternecido que todos nuestro Santo, se contentó
con darle su bendición, y con exhortarla breve, pero patéticamente
a la perseverancia, y a no hacerse indigna de la gloria del martirio. Triunfó
Santa Susana de la crueldad y del furor de los tiranos, y todos cuantos
estaban en Roma con San Cayo tuvieron la misma dicha, y consiguieron la
misma victoria.
San Cayo la alcanzó poco después, conservándole
Dios al parecer sólo porque lograse el consuelo de enviar delante
de sí al cielo a aquella ilustrísima tropa, siendo cierto
que sus gloriosos trabajos y felicísimas fatigas le habían
hecho muy digno de la corona del martirio. Padeció el 22 de abril
del año 296, habiendo ocupado la silla de San Pedro doce años
y algunos meses. Fue enterrado en el Cementerio de Calixto, y de allí
fue trasladado su santo cuerpo el año 1631 a una Iglesia muy antigua
de su mismo nombre, y en Novelara de Italia se conserva parte de sus preciosas
reliquias.