SAN DAVID
Siglo X a.C.
29 de diciembre
Conmemoración de san
David, rey y profeta, hijo de Jesé betlehemita, que encontró
gracia ante Dios y fue ungido con el santo óleo por el profeta Samuel
para regir el pueblo de Israel. Trasladó a la ciudad de Jerusalén
el arca del Señor, y Dios le juró que su descendencia permanecería
para siempre, porque de él nacería Jesucristo según
la carne.
Así como antes de la Navidad se suceden las memorias
de los profetas, que van jalonando la llegada del Emmanú-El, una vez
llegada la Navidad celebramos personajes bíblicos que tienen más
inmediata relación con el nacimiento, como hoy el rey David, antepasado,
modelo y figura del Cristo. Porque «Cristo» es la palabra griega
equivalente a lo que en el hebreo de la Biblia se llama «Mesías»,
es decir, Ungido, marcado por el aceite que consagra, del cual es el mayor
ejemplo el ungido por excelencia, el Rey David. En efecto, «Jesucristo»
no es para el Nuevo testamento, ni fue para las primeras generaciones de
cristianos, lo que lamentablemente ha llegado a ser para nosotros: un nombre
propio; en todo el Nuevo Testamente la expresión «Jesúscristo»
se escribe siempre «Jesús el Cristo», es decir, un nombre
propio + un título, el título mesiánico. Cuando Jesús
le pregunta a los suyos (Mc 8,29): «Y vosotros, ¿quién
decís que soy?», Pedro, en nombre de todos, le responde «Tú
eres el Cristo»… y con eso no hace falta que Pedro aclare qué
quiso decir, ya que ha invocado la unción que marca el designio de
Dios sobre ese Jesús, como señaló ante todo a David.
Cuando Jesús quiso indicar a la multitud de creyentes venidos de todas
partes de Judea y Galilea a Jerusalén para la fiesta de Pascua quién
era, en realidad, él, hizo como los antiguos reyes de Israel: dio
una vuelta ante todos montado en burro, antiguo gesto de los orígenes
de la monarquía en Israel para reivindicar el derecho a la sucesión.
Nuevamente la figura de David sirviendo de guía a la pregunta de «quién
es Jesús».
David no fue exactamente el primer rey de israel, porque entre
el período que llamamos «de los jueces» (entre el 1200
y el 1000), es decir, de los líderes carismáticos regionales
que convocaban a las tribus para la guerra santa, y el reinado de David,
hubo un período de transición que tuvo como centro la figura
del malogrado Saúl: en parte juez, en parte rey. Saúl fue «juez»,
porque su elección fue carismática y local, logrando sólo
lentamente la aceptación de todas las tribus; pero también
puede decirse que fue «rey», sobre todo por su aspiración
a convertir Israel en un conjunto organizado, no ya de tribus que tiraran
cada una para su lado, sino en una verdadera conjunción de fuerzas
en torno al convocante nombre del Dios Yahveh, que había sido dos
siglos antes, en definitiva, la aspiración del padre fundador, Moisés.
La historia de Saúl y su trágico final se nos cuenta -no como
en un manual de historia, claro, sino en la perspectiva teológica
y catequética de la Biblia- en 1Samuel 9-31.
David fue alguien del entorno de Saúl que supo comprender
muy bien aquello a lo que aspiraba Saúl. Supo convocar en torno a
sí, despaciosa pero certeramente, las fuerzas vivas que rodeaban al
Rey (el profeta, los generales, los posibles herederos del propio Saúl,
¡incluso a los filisteos!), y cuando el poder de Saúl decayó,
tomó su lugar sin que nadie pudiera decir que participaba de su misma
debilidad. Y una vez en la cima, no impuso su reinado despóticamente,
al contrario, dio a las tribus lo que esperaban: tiempo para que asimilaran
la nueva época, y sólo siete años más tarde de
ser coronado rey de su propia tribu (Judá) buscó la corona
de todas las tribus, y ciñó la doble corona de Judá
e Israel. Y para que quedaran claros los nuevos tiempos, conquistó
la ciudad cananea de Jerusalén, que no era territorio de Israel y
por tanto no podía suscitar celos entre las tribus, y allí
fundó «su» ciudad: la ciudad de David, en el sentido posesivo
del término: efectivamente era suya por derecho de conquista. En estos
pocos rasgos, en los que podríamos seguir y acumular más y
más detalles, ya se ve con claridad que estamos ante un político
hábil e inteligente, alguien que sabe leer los signos de los tiempos,
y moverse en esa dirección precisa. La Biblia nos cuenta que todo
ello tiene que ver con algo que celebramos en él pero que poco podemos
denotar con el dedo: fue elegido por el propio Dios en su plan salvífico
para la humanidad, que llegaría a su cumbre en Jesús.
La historia de David se nos narra en la Biblia a poco de comenzar
la de Saúl; tenemos una primer mención del nombre en 1Samuel
16: a partir de ese capítulo, en el que Yahvé declara abiertamente
que ha rechazado definitivamente a Saúl y manda al profeta Samuel
a que unja a David como rey conforme a sus planes, la figura de David no
hara sino crecer, y la de Saúl desbarrancarse en la soledad y la locura.
La historia de David continúa luego atravesando todo el libro segundo
de Samuel, y acaba en 1Reyes 2, con el traspaso del reino a uno de sus hijos,
Salomón, y la muerte. Pero su figura no muere allí, sino que
será la medida con al que toda la historia de Israel medirá
a sus gobernantes: la talla de David.
De la cronología y de los orígenes de David no
hay datos del todo claros; la Biblia (nuestra única fuente) se limita
a recoger diversas tradiciones y a organizarlas en torno a los núcleos
de enseñanza que quiere extraer de ello, sin preocuparse demasiado
por la discordancia entre esas tradiciones. Así, se lo presenta a
David como casi un niño que cae en gracia a Saúl y le sirve
como escudero y como músico personal que calma sus ataques de depresión
(el «espíritu malo de parte de Yahvé» que lo atormentaba),
1Sam 16; pero en otro relato, contado casi a renglón seguido de ése
-en 1Sam 17- lo presenta como un intrépido jovencito, hermano de tres
soldados de Saúl, que se atreve a liberar a Israel de los filisteos
venciendo en nombre de Yahvé al gigante Goliat con una piedra.
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(Samuel Miranda)