SAN ESTEBAN I
Fue hijo de Julio, ciudadano
romano. Nació hacia el fin del siglo II, y aunque se tienen pocas
noticias de los primeros años de su niñez, hay razones para
creer que su familia era cristiana. Se dedicó al estudio de las letras
humanas y divinas, pero singularmente al de la ciencia de los Santos; y
en poco tiempo se hizo un lugar distinguido entre los fieles de Roma. Siendo
de poca edad fue recibido en el clero. Los Papas San Cornelio y San Lucio,
sus predecesores, hicieron juicio de que no debían dejar escondida
debajo del celemin aquella brillante antorcha. Ordenáronle de diácono,
y después le hicieron arcediano de la Iglesia romana (dignidad
que ponía a su cargo la custodia y la distribución del tesoro
de la Iglesia) dándole al mismo tiempo jurisdicción de vicario.
Novaciano, presbítero de la Iglesia romana, y Novato,
presbítero de la Iglesia de Cártago, el primero antipapa,
los dos cismáticos, y ambos herejes, tenían muchos parciales
de sus errores en oriente y en occidente hasta en el mismo gremio de los
obispos. Aunque San Cipriano de Cártago y San Dionisio de Alejandría
se habían opuesto con valor a sus impiedades, consiguiendo que
fuesen condenados por varios Concilios, no por eso dejaba de inficionar
a muchos el veneno de la herejía; y su partido, con el engañoso
pretexto de reforma, hacia desterrar a muchos fieles de las banderas de
Jesucristo, y adelantaba cada día nuevas conquistas.
Defendían que no debían ser admitidos a
la comunión los que hubiesen caído en el crimen de la idolatría;
y sus sectarios, extendiendo esta errada doctrina a todo género de
culpas, quitaban a la Iglesia el poder de atar y desatar. Condenaban las
segundas nupcias, y obstinadamente sostenían que debían ser
rebautizados todos aquellos que después del bautismo hubiesen cometido
algún pecado mortal. Aprovechándose los gentiles de aquellas
funestas divisiones, perseguían cruelmente a los cristianos, incitando
a los emperadores y a los magistrados para que hiciesen sangrienta guerra
a la Iglesia. Viendo los Papas Cornelio y Lucio tan combatida la navecilla
de San Pedro, llamaron a San Esteban para que les ayudase a gobernar el timón
en un tiempo en que jamás habían sido los escollos más
frecuentes. Habiendo terminado San Lucio gloriosamente su carrera, coronando
con el martirio su pontificado, por unánime consentimiento fue electo
Sumo Pontífice San Esteban el año 254. Dice Anastasio que
San Cornelio, seis meses antes de morir, le había entregado todos
los bienes de la Iglesia, y que San Lucio al tiempo de su muerte le confió
todo el rebaño, recomendándole toda la Iglesia afligida.
Luego que se sentó en la cátedra de San
Pedro, se dedicó enteramente a desempeñar todas sus obligaciones,
se mostró azote de la herejía, defensor de los sagrados cánones
y oráculo de la Iglesia.
Fueron acusados de libeláticos Basílides,
obispo de Astorga, España, y Marcial, obispo de Márida.
Llamábanse libeláticos aquellos cobardes cristianos que,
si bien no habían sacrificado a los ídolos, daban o recibían
certificaciones falsas de haber sacrificado, para liberar por este medio
su vida. A este delito de los dos prelados se añadían otros
tan enormes, que los hacían indignos de la Mitra, viéndose
precisados los obispos de España a deponerlos, y a nombrarles sucesores.
Acudieron al Papa, Basílides y Marcial, haciendo cuanto pudieron
para engañarle. Recibiólos, y los oyó con tanto amor
y con tanta benignidad, que ya se daban por restituidos a sus sillas;
pero luego que el Santo Pontífice recibió las cartas de
San Cipriano y de los obispos de España en que le informaban de
los delitos que habían cometido, no quiso verlos más, y mantuvo
inflexible su tesón.
Pero lo que da mayor idea del alto mérito de nuestro
Santo es la célebre disputa que se suscitó entre los más
santos obispos de la Iglesia sobre el valor o nulidad del bautismo coferido
por los herejes. Parece que esa disputa tuvo principio en la Iglesia de
Cártago, donde San Cipriano, fundándose en la práctica
de su predecesor Agripino, enseñaba que era nulo todo bautismo fuera
de la Iglesia Católica, y, por consiguiente, que se debían rebautizar
todos los herejes que se reconciliaban con ella. Siguieron esta misma opinión
los obispos de oriente, que se juntaron en Iconio, y la dominante así
en el oriente como en el Africa. Pero San Esteban la condenó, y declaró
que respecto de los que volvían al gremio de la Iglesia, de cualquiera
secta que fuesen, nada se debía innovar, sino seguir precisamente
la Tradición, que era imponerles las manos por la penitencia, sin
rebautizarlos, una vez que hubiesen sido bautizados en el Nombre del Padre,
del Hijo y del Espíriitu Santo, y por otra parte no se hubiera omitido
cosa alguna de las esenciales al Bautismo.
Costó trabajo a San Cipriano mudar de parecer. Convocó
muchos Concilios que confirmaron su opinión, y en virtud de esto
escribió al Papa. Lo mismo hicieron los obispos de oriente; pero San
Esteban, guiado del Espíritu Santo, que gobierna siempre la Iglesia,
escribió a San Cipriano y a los obispos de Cilicia, de Capadocia
y Galacia, que se separaría de su comunión, si persistían
en su opinión sobre el bautismo de los herejes. Con el tiempo
se redujeron todos los obispos de oriente a la decisión del Pontífice,
contribuyendo no poco a este feliz suceso San Dionisio, Obispo de Alejandría.
Mayor fue la resistencia de los obispos africanos; pero al fin toda
la Iglesia abrazó lo definido por San Esteban. También tuvo
el consuelo de saber por carta de San Dionisio Alejandrino que, en general,
todo el oriente había abandonado el partido de los novacianos, uniéndose
con Roma; y al mismo tiempo que le participaba esta gustosa noticia, se congratula
con el Santo Papa de los socorros espirituales y temporales con que ayudaba
a los fieles de Siria y Arabia; prueba evidente de lo mucho que se extendía
su caridad y vigilancia pastoral.
Publicó el Emperador un edicto por el cual
confiscaba los bienes de los cristianos, y los concedía al que los
denunciase. Con esta ocasión convocó el Papa al clero y al
pueblo; y habló con tanta energía y con tanta eficacia sobre
la vanidad de los bienes de esta vida, que un presbítero llamado
Bono, arrebatado de santo fervor, exclamó a nombre de todos, que no
sólo estaban prontos a perder todos sus bienes, sino a padecer los
más crueles tormentos, y a dar la vida por Jesucristo, declaración
que fue recibida por aplauso universal.
Encendido el fuego de la persecución, es indecible
el ardor con que todos se disponían al martirio. El Santo Papa andaba
de casa en casa, y pasaba los días en lugares subterráneos,
ofeciendo el Santo Sacrificio, y dando a los fieles la Sagrada Comunión.
En un sólo día bautizó 180 catecúmenos, administrándoles
el sacramento de la confirmación, dicen las actas, ofreció
por ellos el sacrificio incruento, sustentándolos con el Pan de los
fuertes, y pocos días después casi todos merecieron recibir
la corona del martirio.
San Esteban arregló lo más que urgía
en la actual constitución de los negocios para el gobierno de la
Iglesia, encargándoselos a tres presbíteros, 7 diáconos
y 16 clérigos, a quienes encomendó la custodia de los vasos
sagrados y la distribución de las limosnas. Nemesio, tribuno militar,
andaba buscando al Santo Papa, por haber oído que era un hombre extraordinario
y que hacía grandes milagros. Tenía el tribuno, una hija única,
ciega desde su nacimiento, le suplicó a Esteban le diese la vista
a su hija. "Lo haré, respondió el Santo, pero con la condición
de que has de creer en Jesucristo, en cuyo nombre y virtud he de obrar el
milagro". Sin detenerse un punto lo prometió todo Nemesio, y asegurando
con juramento que se haría cristiano, creyó en Jesús
y pidió el Bautismo. Instruyóle el Papa, y bautizóle
juntamente con su hija, la cual cobró la vista luego que recibió
el Bautismo, y se le dio el nombre de Lucila.
A vista de este milagro, se bautizaron maravillados 63
gentiles. Nemesio y Lucila fueron arrestados, como también Sempronio,
su primer secretario, a quien le mandó que, pena de la vida, declarase
el estado de todos los bienes de su amo. Respondió el fiel criado
que el Tribuno nada tenía desde que todo lo había repartido
entre los pobres. ¿Luego tú también eres cristiano
como tu amo?, replicó Olimpo, que así se llamaba el juez.
"Esa dicha tengo, y me ahorro mucho con ella", respondió Sempronio.
Irritado Olimpo, hizo traer una estatua del dios Marte, y mandó a
Sempronio en nombre de aquella mentida deidad, que declarase los tesoros
de su amo. Mirando Sempronio con indignación al ídolo, exclamó:
"Confúndate Nuestro Señor Jesucristo, Hijo del Dios vivo, y
hágate pedazos en este mismo instante". Al momento cayó el ídolo
a sus pies reducido a polvo. Asombró a Olimpo el milagro, y abriendo
los ojos del alma, creyó que todos sus dioses eran químeras,
y que no había otro verdadero Dios que Jesucristo. Descubrióse
a Exuperia, su mujer, que interiormente era cristiana; ésta le confirmó
en su pensamiento, y le aconsejó que se convirtiese. Hízolo
con toda su familia: acudiendo San Esteban informado de lo que pasaba, instruyólos,
bautizólos, y los exhortó a la perseverancia.
Metió mucho ruido en Roma la conversión de
una familia tan conocida; y noticioso el Emperador, lleno de ira, madó
que a todos les quitasen la vida en un mismo día, teniendo el Santo
Papa el consuelo de darle a todos sepultura. La misma suerte lograron doce
clérigos a cuyo frente estaba el presbítero Bono. Mandó
prender el Emperador a San Esteban y quiso verle. Preguntóle luego
si era él aquel sedicioso que turbaba al Estado, desviando al pueblo
del culto debido a los dioses del Imperio. "Señor, respondió
Esteban, yo no turbo el Estado; sólo exhorto al pueblo a que no
rinda culto a los demonios, y a que adore al verdadero Dios, a quien únicamente
se le debe". "Impío, exclamó el emperador, esa blasfemia
que acabas de proferir la vengará tu muerte; y volviéndose
a los soldados de su guardia añadió: Quiero que sea conducido
al templo del dios Marte, y que allí sea degollado y ofrecido en
sacrificio".
Ejecutóse la orden, pero apenas llegó cuando
el cielo rompió en truenos, relámpagos y rayos; cayó
en tierra el templo del dios Marte, y huyeron todos los gentiles. Quedó
sólo Esteban con los gentiles que le habían seguido: retiróse
con ellos al lugar donde acostumbraban juntarse y ofreció el Divino
Sacrificio del Cuerpo y la Sangre de Jesús. No bien acabó
de celebrarlo cuando entrando los soldados que le andaban buscando por todas
partes, le degollaron sobre su misma silla pontifical cuando estaba exhortando
a los cristianos al martirio. Sucedió el 2 de agosto del año
257, y su santo cuerpo con la silla en que fue sacrificado, bañada
toda de su sangre, fue enterrado por los cristianos en el Cementerio de
Calixto. Trasladóse su cabeza a Colonia, donde es singularmente venerada.