SAN ESTEBAN I
254-257 d.C.

San Esteban I 254-257 d.C.

   Fue hijo de Julio, ciudadano romano. Nació hacia el fin del siglo II, y aunque se tienen pocas noticias de los primeros años de su niñez, hay razones para creer que su familia era cristiana. Se dedicó al estudio de las letras humanas y divinas, pero singularmente al de la ciencia de los Santos; y en poco tiempo se hizo un lugar distinguido entre los fieles de Roma. Siendo de poca edad fue recibido en el clero. Los Papas San Cornelio y San Lucio, sus predecesores, hicieron juicio de que no debían dejar escondida debajo del celemin aquella brillante antorcha. Ordenáronle de diácono, y después le hicieron arcediano de la Iglesia romana (dignidad que ponía a su cargo la custodia y la distribución del tesoro de la Iglesia) dándole al mismo tiempo jurisdicción de vicario.

   Novaciano, presbítero de la Iglesia romana, y Novato, presbítero de la Iglesia de Cártago, el primero antipapa, los dos cismáticos, y ambos herejes, tenían muchos parciales de sus errores en oriente y en occidente hasta en el mismo gremio de los obispos. Aunque San Cipriano de Cártago y San Dionisio de Alejandría se habían opuesto con valor a sus impiedades, consiguiendo que fuesen condenados por varios Concilios, no por eso dejaba de inficionar a muchos el veneno de la herejía; y su partido, con el engañoso pretexto de reforma, hacia desterrar a muchos fieles de las banderas de Jesucristo, y adelantaba cada día nuevas conquistas.

   Defendían que no debían ser admitidos a la comunión los que hubiesen caído en el crimen de la idolatría; y sus sectarios, extendiendo esta errada doctrina a todo género de culpas, quitaban a la Iglesia el poder de atar y desatar. Condenaban las segundas nupcias, y obstinadamente sostenían que debían ser rebautizados todos aquellos que después del bautismo hubiesen cometido algún pecado mortal. Aprovechándose los gentiles de aquellas funestas divisiones, perseguían cruelmente a los cristianos, incitando a los emperadores y a los magistrados para que hiciesen sangrienta guerra a la Iglesia. Viendo los Papas Cornelio y Lucio tan combatida la navecilla de San Pedro, llamaron a San Esteban para que les ayudase a gobernar el timón en un tiempo en que jamás habían sido los escollos más frecuentes. Habiendo terminado San Lucio gloriosamente su carrera, coronando con el martirio su pontificado, por unánime consentimiento fue electo Sumo Pontífice San Esteban el año 254. Dice Anastasio que San Cornelio, seis meses antes de morir, le había entregado todos los bienes de la Iglesia, y que San Lucio al tiempo de su muerte le confió todo el rebaño, recomendándole toda la Iglesia afligida.

   Luego que se sentó en la cátedra de San Pedro, se dedicó enteramente a desempeñar todas sus obligaciones, se mostró azote de la herejía, defensor de los sagrados cánones y oráculo de la Iglesia.

      Fueron acusados de libeláticos Basílides, obispo de Astorga, España, y Marcial, obispo de Márida. Llamábanse libeláticos aquellos cobardes cristianos que, si bien no habían sacrificado a los ídolos, daban o recibían certificaciones falsas de haber sacrificado, para liberar por este medio su vida. A este delito de los dos prelados se añadían otros tan enormes, que los hacían indignos de la Mitra, viéndose precisados los obispos de España a deponerlos, y a nombrarles sucesores. Acudieron al Papa, Basílides y Marcial, haciendo cuanto pudieron para engañarle. Recibiólos, y los oyó con tanto amor y con tanta benignidad, que ya se daban por restituidos a sus sillas; pero luego que el Santo Pontífice recibió las cartas de San Cipriano y de los obispos de España en que le informaban de los delitos que habían cometido, no quiso verlos más, y mantuvo inflexible su tesón.

   Pero lo que da mayor idea del alto mérito de nuestro Santo es la célebre disputa que se suscitó entre los más santos obispos de la Iglesia sobre el valor o nulidad del bautismo coferido por los herejes. Parece que esa disputa tuvo principio en la Iglesia de Cártago, donde San Cipriano, fundándose en la práctica de su predecesor Agripino, enseñaba que era nulo todo bautismo fuera de la Iglesia Católica, y, por consiguiente, que se debían rebautizar todos los herejes que se reconciliaban con ella. Siguieron esta misma opinión los obispos de oriente, que se juntaron en Iconio, y la dominante así en el oriente como en el Africa. Pero San Esteban la condenó, y declaró que respecto de los que volvían al gremio de la Iglesia, de cualquiera secta que fuesen, nada se debía innovar, sino seguir precisamente la Tradición, que era imponerles las manos por la penitencia, sin rebautizarlos, una vez que hubiesen sido bautizados en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíriitu Santo, y por otra parte no se hubiera omitido cosa alguna de las esenciales al Bautismo.

   Costó trabajo a San Cipriano mudar de parecer. Convocó muchos Concilios que confirmaron su opinión, y en virtud de esto escribió al Papa. Lo mismo hicieron los obispos de oriente; pero San Esteban, guiado del Espíritu Santo, que gobierna siempre la Iglesia, escribió a San Cipriano y a los obispos de Cilicia,  de Capadocia y Galacia, que se separaría de su comunión, si persistían en su opinión sobre el bautismo de los herejes.  Con el tiempo se redujeron todos los obispos de oriente a la decisión del Pontífice, contribuyendo no poco a este feliz suceso San Dionisio, Obispo de Alejandría.  Mayor fue la resistencia de los obispos africanos; pero al fin toda la Iglesia abrazó lo definido por San Esteban. También tuvo el consuelo de saber por carta de San Dionisio Alejandrino que, en general, todo el oriente había abandonado el partido de los novacianos, uniéndose con Roma; y al mismo tiempo que le participaba esta gustosa noticia, se congratula con el Santo Papa de los socorros espirituales y temporales con que ayudaba a los fieles de Siria y Arabia; prueba evidente de lo mucho que se extendía su caridad y vigilancia pastoral.

   Publicó el Emperador un edicto por el  cual confiscaba los bienes de los cristianos, y los concedía al que los denunciase. Con esta ocasión convocó el Papa al clero y al pueblo; y habló con tanta energía y con tanta eficacia sobre la vanidad de los bienes de esta vida, que un presbítero llamado Bono, arrebatado de santo fervor, exclamó a nombre de todos, que no sólo estaban prontos a perder todos sus bienes, sino a padecer los más crueles tormentos, y a dar la vida por Jesucristo, declaración que fue recibida por aplauso universal.

   Encendido el fuego de la persecución, es indecible el ardor con que todos se disponían al martirio. El Santo Papa andaba de casa en casa, y pasaba los días en lugares subterráneos, ofeciendo el Santo Sacrificio, y dando a los fieles la Sagrada Comunión. En un sólo día bautizó 180 catecúmenos, administrándoles el sacramento de la confirmación, dicen las actas, ofreció por ellos el sacrificio incruento, sustentándolos con el Pan de los fuertes, y pocos días después casi todos merecieron recibir la corona del martirio.

   San Esteban arregló lo más que urgía en la actual constitución de los negocios para el gobierno de la Iglesia, encargándoselos a tres presbíteros, 7 diáconos y 16 clérigos, a quienes encomendó la custodia de los vasos sagrados y la distribución de las limosnas. Nemesio, tribuno militar, andaba buscando al Santo Papa, por haber oído que era un hombre extraordinario y que hacía grandes milagros. Tenía el tribuno, una hija única, ciega desde su nacimiento, le suplicó a Esteban le diese la vista a su hija. "Lo haré, respondió el Santo, pero con la condición de que has de creer en Jesucristo, en cuyo nombre y virtud he de obrar el milagro". Sin detenerse un punto lo prometió todo Nemesio, y asegurando con juramento que se haría cristiano, creyó en Jesús y pidió el Bautismo. Instruyóle el Papa, y bautizóle juntamente con su hija, la cual cobró la vista luego que recibió el Bautismo, y se le dio el nombre de Lucila.

   A vista de este milagro, se bautizaron maravillados 63 gentiles. Nemesio y Lucila fueron arrestados, como también Sempronio, su primer secretario, a quien le mandó que, pena de la vida, declarase el estado de todos los bienes de su amo. Respondió el fiel criado que el Tribuno nada tenía desde que todo lo había repartido entre los pobres. ¿Luego tú también eres cristiano como tu amo?, replicó Olimpo, que así se llamaba el juez. "Esa dicha tengo, y me ahorro mucho con ella", respondió Sempronio. Irritado Olimpo, hizo traer una estatua del dios Marte, y mandó a Sempronio en nombre de aquella mentida deidad, que declarase los tesoros de su amo. Mirando Sempronio con indignación al ídolo, exclamó: "Confúndate Nuestro Señor Jesucristo, Hijo del Dios vivo, y hágate pedazos en este mismo instante". Al momento cayó el ídolo a sus pies reducido a polvo. Asombró a Olimpo el milagro, y abriendo los ojos del alma, creyó que todos sus dioses eran químeras, y que no había otro verdadero Dios que Jesucristo. Descubrióse a Exuperia, su mujer, que interiormente era cristiana; ésta le confirmó en su pensamiento, y le aconsejó que se convirtiese. Hízolo con toda su familia: acudiendo San Esteban informado de lo que pasaba, instruyólos, bautizólos, y los exhortó a la perseverancia.

   Metió mucho ruido en Roma la conversión de una familia tan conocida; y noticioso el Emperador, lleno de ira, madó que a todos les quitasen la vida en un mismo día, teniendo el Santo Papa el consuelo de darle a todos sepultura. La misma suerte lograron doce clérigos a cuyo frente estaba el presbítero Bono. Mandó prender el Emperador a San Esteban y quiso verle. Preguntóle luego si era él aquel sedicioso que turbaba al Estado, desviando al pueblo del culto debido a los dioses del Imperio. "Señor, respondió Esteban, yo no turbo el Estado; sólo exhorto al pueblo a que no rinda culto a los demonios, y a que adore al verdadero Dios, a quien únicamente se le debe". "Impío, exclamó el emperador, esa blasfemia que acabas de proferir la vengará tu muerte; y volviéndose a los soldados de su guardia añadió: Quiero que sea conducido al templo del dios Marte, y que allí sea degollado y ofrecido en sacrificio".

   Ejecutóse la orden, pero apenas llegó cuando el cielo rompió en truenos, relámpagos y rayos; cayó en tierra el templo del dios Marte, y huyeron todos los gentiles. Quedó sólo Esteban con los gentiles que le habían seguido: retiróse con ellos al lugar donde acostumbraban juntarse y ofreció el Divino Sacrificio del Cuerpo y la Sangre de Jesús. No bien acabó de celebrarlo cuando entrando los soldados que le andaban buscando por todas partes, le degollaron sobre su misma silla pontifical cuando estaba exhortando a los cristianos al martirio. Sucedió el 2 de agosto del año 257, y su santo cuerpo con la silla en que fue sacrificado, bañada toda de su sangre, fue enterrado por los cristianos en el Cementerio de Calixto. Trasladóse su cabeza a Colonia, donde es singularmente venerada.


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(Samuel Miranda)