SAN EUGENIO MAZENOD
1861 d.C.
21 de mayo
Carlos José Eugenio
de Mazenod llegó a un mundo que estaba llamado a cambiar muy rápidamente.
Nacido en Aix de Provenza al sur de Francia, el 1 de agosto de 1782, parecía
tener asegurada una buena posición y riqueza en su familia, que era
de la nobleza menor. Sin embargo, los disturbios de la Revolución francesa
cambiaron todo esto para siempre. Cuando Eugerio tenía 8 años
su familia huyó de Francia, dejando sus propiedades tras sí,
y comenzó un largo y cada vez más difícil destierro
de 11 años de duración.
La familia de Mazenod, como refugiados políticos, pasaron
por varias ciudades de Italia. Su padre, que había sido Presidente
del Tribunal de Cuentas, Ayuda y Finanzas de Aix, se vio forzado a dedicarse
al comercio para mantener su familia. Intentó ser un pequeño
hombre de negocios, y a medida que los años iban pasando la familia
cayó casi en la miseria. Eugenio estudió, durante un corto período,
en el Colegio de Nobles de Turín, pero al tener que partir para Venecia,
abandonó la escuela formal. Don Bartolo Zinelli, un sacerdote simpático
que vivía al lado, se preocupó por la educación del
joven emigrante francés. Don Bartolo dio a Eugenio una educación
fundamental, con un sentido de Dios duradero y un régimen de piedad
que iba a acompañarle para siempre, a pesar de los altos y bajos de
su vida. El cambio posterior a Nápoles, a causa de problemas económicos,
le llevó a una etapa de aburrimiento y abandono. La familia se trasladó
de nuevo, esta vez hacia Palermo, donde gracias a la bondad del Duque y la
Duquesa de Cannizzaro, Eugenio tuvo su primera experiencia de vivir a lo
noble, y le agradó mucho. Tomó el título de "Conde"
de Mazenod, siguió la vida cortesana y soñó con tener
futuro.
En 1802, a la edad de 20 años, Eugenio pudo volver a
su tierra natal y todos sus sueños e ilusiones se vinieron abajo rápidamente.
Era simplemente el "Ciudadano" de Mazenod, Francia había cambiado;
sus padres estaban separados, su madre luchaba por recuperar las propiedades
de la familia. También había planeado el matrimonio de Eugenio
con una posible heredera rica. Él cayó en la depresión,
viendo poco futuro real para sí. Pero sus cualidades naturales de dedicación
a los demás, junto con la fe cultivada en Venecia, comenzaron a afirmarse
en él. Se vio profundamente afectado por la situación desastrosa
de la Iglesia de Francia, que había sido ridiculizada, atacada y diezmada
por la Revolución.
Él llamado al sacerdocio comenzó a manifestársele y
Eugenio respondió a este llamado. A pesar de la oposición de
su madre, entró en el seminario San Sulpicio de París, y el
21 de diciembre de 1811 era ordenado sacerdote en Amiens.
Al volver a Aix de Provenza, no aceptó un nombramiento
normal en una parroquia, sino que comenzó a ejercer su sacerdocio atendiendo
a los que tenían verdadera necesidad espiritual: los prisioneros, los
jóvenes, las domésticas y los campesinos. Eugenio prosiguió
su marcha, a pesar de la oposición frecuente del clero local. Buscó
pronto otros sacerdotes igualmente celosos que se prepararían para
marchar fuera de las estructuras acostumbradas y aún poco habituales.
Eugenio y sus hombres predicaban en Provenzal, la lengua de la gente sencilla,
y no el francés de los "cultos". Iban de aldea en aldea, instruyendo
a nivel popular y pasando muchas horas en el confesonario. Entre unas misiones
y otras, el grupo se reunía en una vida comunitaria intensa de oración,
estudio y amistad. Se llamaban a sí mismos "Misioneros de Provenza".
Sin embargo, para asegurar la continuidad en el trabajo, Eugenio
tomó la intrépida decisión de ir directamente al Papa
para pedirle el reconocimiento oficial de su grupo como una Congregación
religiosa de derecho pontificio. Su fe y su perseverancia no cejaron y, el
17 de febrero de 1826, el Papa Gregorio XII aprobaba la nueva Congregación
de los "Misioneros Oblatos de María Inmaculada". Eugenio fue elegido
Superior General, y continuó inspirando y guiando a sus hombres durante
35 años, hasta su muerte. Eugenio insitió en una formación
espiritual profunda y en una vida comunitaria cercana, al mismo tiempo que
en el desarrollo de los esfuerzos apostólicos: predicación,
trabajo con jóvenes, atención de los santuarios, capellanías
de prisiones, confesiones, dirección de seminarios, parroquias. Él
era un hombre apasionado por Cristo y nunca se opuso a aceptar un nuevo apostolado,
si lo veía como una respuesta a las necesidades de la Iglesia. La "gloria
de Dios, el bien de la Iglesia y la santificación de las almas" fueron
siempre fuerzas que lo impulsaron.
La diócesis de Marsella había sido suprimida
durante la Revolución francesa, y la Iglesia local estaba en un estado
lamentable. Cuando fue restablecida, el anciano tío de Eugenio, Fortunato
de Mazenod, fue nombrado Obispo. Él nombró a Eugenio inmediatamente
como Vicario General, y la mayor parte del trabajo de reconstruir la diócesis
cayó sobre él. En pocos años, en 1832, Eugenio mismo
fue nombrado Obispo auxiliar. Su ordenación episcopal tuvo lugar en
Roma, desafiando la pretensión del gobierno francés que se consideraba
con derecho a intervenir en tales nombramientos. Esto causó una amarga
lucha diplomática y Eugenio cayó en medio de ella con acusaciones,
incomprensiones, amenazas y recriminaciones sobre él. A pesar de los
golpes, Eugenio siguió adelante resueltamente y finalmente la crisis
llegó a su fin. Cinco años más tarde, al morir el Obispo
Fortunato, fue nombrado él mismo como Obispo de Marsella.
Al fundar los Oblatos de María Inmaculada para servir
ante todo a los necesitados espiritualmente, a los abandonados y a los campesinos
de Francia, el celo de Eugenio por el Reino de Dios y su devoción a
la Iglesia movieron a los Oblatos a un apostolado de avanzada. Sus hombres
se aventuraron en Suiza, Inglaterra, Irlanda. A causa de este celo, Eugenio
fue llamado "un segundo Pablo", y los Obispos de las misiones vinieron a él
pidiendo Oblatos para sus extensos campos de misión. Eugenio respondió
gustosamente a pesar del pequeño número inicial de misioneros
y envió sus hombres a Canadá, Estados Unidos, Ceylan (Sri Lanka),
Sud-Africa, Basutolandia (Lesotho). Como misioneros de su tiempo, se dedicaron
a predicar, bautizar, atender a la gente. Abrieron frecuentemente áreas
antes no tocadas, establecieron y atendieron muchas diócesis nuevas
y de muchas maneras "lo intentaron todo para dilatar el Reino de Cristo".
En los años siguientes, el espíritu misionero de los Oblatos
ha continuado, de tal modo que el impulso dado por Eugenio de Mazenod sigue
vivo en sus hombres que trabajan en 68 países.
Al mismo tiempo que se desarrollaba este fermento de actividad
misionera, Eugenio se destacó como un excelente pastor de la Iglesia
de Marsella, buscando una buena formación para sus sacerdotes, estableciendo
nuevas parroquias, construyendo la Catedral de la ciudad y el espectacular
santuario de Nuestra Señora de la Guardia en lo alto de la ciudad,
animando a sus sacerdotes a vivir la santidad, introduciendo muchas Congregaciones
Religiosas nuevas para trabajar en su diócesis, liderando a sus colegas
Obispos en el apoyo a los derechos del Papa. Su figura descolló en
la Iglesia de Francia. En 1856, Napoleón III lo nombró Senador,
y a su muerte, era decano de los Obispos de Francia.
El 21 de mayo de 1861 vio a Eugenio de Mazenod volviendo hacia
Dios, a la edad de 79 años, después de una vida coronada de
frutos, muchos de los cuales nacieron del sufrimiento. Para su familia religiosa
y para su diócesis ha sido fundador y fuente de vida: para Dios y para
la Iglesia ha sido un hijo fiel y generoso. Al morir dejó a sus Oblatos
este testamento final: "Entre vosotros, la caridad, la caridad, la caridad;
y fuera el celo por la salvación de las almas".
Al declararlo santo la Iglesia, el 3 de diciembre de 1995,
corona estos dos ejes de su vida: amor y celo. Y este es el mayor regalo
que Eugenio de Mazenod, Oblato de María Inmaculada, nos ofrece hoy.