SAN EVARISTO
99-107 d.C.
Fue San Evaristo
griego de nacimiento, pero originario de Judea, como hijo de un
judío
llamado Judas, natural de Belén, que fijó su residencia
en la Grecia, y educó a su hijo en la doctrina y pricipios de su
religión. Nació por los años 60, con tan bellas
disposiciones
para la virtud y para las letras, que su padre dedicó el mayor
cuidado
a cultivarlas, dando al niño maestros hábiles que le
instruyesen tanto en éstas como en aquella. Era Evaristo de
excelente ingenio, de costumbres inocentes y puras; por lo que hizo
grandes progresos en breve tiempo. No se sabe cuándo ni
dónde tuvo la dicha de convertirse a la fe de Jesucristo, como
ni tampoco con qué ocasión vino a Roma; sólo se
sabe que era del clero de aquella Iglesia, madre
y maestra de todas las demás, centro de la fe y de la
religión.
Evaristo, con su celo y santidad, generalmente reconocida
y celebrada en toda Roma, sostenía la virtud de todos los
fieles; pues siendo todavía un mero presbítero,
encendía el fervor y la devoción en los corazones
de todos con sus instrucciones, con su caridad y con sus ejemplos. Era
tan universal la estimación y veneración con que todos le
miraban, que habiendo sido coronado con el martirio el Santo
Pontífice Anacleto, sucesor de San Clemente, sólo
vacó la silla apostólica el tiempo preciso para que se
juntase el clero romano, que sin deliberar un sólo momento, a
una voz colocó en ella a San Evaristo.
No hubo en toda la Iglesia quien desaprobase esta
elección, sino el mismo Santo. Por su profunda humildad, por el
bajo concepto que tenía formado de sí mismo, por la gran
estimación que hacía de la ciencia, de la virtud y del
mérito de todos los demás que componían el clero,
dudó mucho que aquella elección fuese dirigida por el
Espíritu Santo: resistióla, representó su
indignidad; pero su misma resistencia acreditó más
visiblemente lo mucho que la merecía.
A pesar de su humildad, le fue forzoso rendirse y ceder a
la voluntad de Dios, manifestada por la voz del pueblo y por los
unánimes votos de toda la clerecía. Fue consagrado el
día 27 de julio del año 99 del Señor.
Luego que el nuevo Papa se vió colocado en la
silla de San Pedro, aplicó todo su desvelo a remediar las
necesidades
de la Santa Iglesia en quel calamitoso tiempo, perseguida en todas
partes
por los gentiles, y cruelmente despedazada por los herejes. Los
Simoniacos, o los Simonianos, los discípulos de Menandro, los
Nicolaítas, los Gnósticos, los Cainianos, los
discípulos de Saturnino y de Basílides, los de
Carpócrates, los Valentinianos, los Helceseitas y algunos otros
herejes, animados por el espíritu de
las tinieblas, hacían todos sus esfuerzos y se valían de
todos sus artificios para derramar en todas partes el veneno de sus
errores,
singularmente entre los fieles de Roma; persuadidos a que una vez
inficionada
la cabeza del mundo cristiano, luego se dilataría a todo el
cuerpo
la ponzoña del error, haciendo el mayor estrago. Pero como
Jesucristo
tiene empeñada su palabra de que las puertas del infierno
jamás
prevalecerían contra su Iglesia, para detener esta
inundación
de iniquidad, y para disipar esta multitud de enemigos, había
dispuesto
su amorosa providencia que ocupase San Evaristo la cátedra de la
verdad.
Con efecto, el Santo Pontífice aplicó con
tanto desvelo a cuidar del campo que el Señor le había
confiado, que el hombre nunca pudo lograr sembrar en él la
zizaña. Todos los fieles de Roma conservaron siempre la pureza
de la fe; y aunque la
mayor parte de los heresiarcas concurrió a aquella capital para
pervertirla, el celo, las instrucciones y la solicitud pastoral del
Santo Papa fueron preservativos tan eficaces, que el veneno del error
jamás pudo ganar el corazón de un solo fiel.
Pero esta pastoral solicitud del vigilante
Pontífice no se limitó precisamente a preservar a los
fieles de doctrinas inficionadas; adelantóse también a
perfeccionar la disciplina eclesiástica por medio de
prudentísimas reglas y decretos, que fueron de grande utilidad a
toda la Iglesia. Distribuyó los títulos
de Roma entre ciertos presbíteros particulares para que cuidasen
de ellos. No eran entonces estos títulos Iglesias
públicas, sino como unos oratorios privados dentro de casas
particulares donde se congregaban los cristianos para oír la
Palabra de Dios, para asistir a la celebración de los divinos
misterios, y para ser participantes de ellos.
Llamábanse títulos, porque sobre sus puertas
se grababan unas cruces para distinguirlos de los lugares profanos;
así como los sitios públicos se distinguían por
las estatuas de los Emperadores, a las cuales se les daba el mismo
nombre de títulos.
Los presbíteros nombrados para la dirección
de aquellos oratorios eran propiamente los párrocos de Roma, que
en tiempo de Optato eran en número de cuarenta. Ordenó
también, que cuando predicase el obispo le asistiesen siete
diáconos para honrar más la Palabra de Dios, y por
respeto a la dignidad episcopal en el principal ministro de ella.
Asimismo mandó, que conforme a la tradición
apostólica se celebrasen públicamente los
matrimonios, y que los desposados recibiesen en público la
bendición de la Iglesia.
Atribúyense a San Evaristo dos epístolas,
una a los fieles de África, y otra a los de Egipto. Esta es
sobre la reforma de las costumbres; y en aquella se condena que un
obispo pase de un obispado a otro puramente por ambición o por
interés, declarándose que no son lícitas
semejantes traslaciones sin una evidente necesidad, y sin que se haga
canónicamente la misma traslación. Ocupado total y
únicamente San Evaristo en dar todo el lleno a las obligaciones
de buen pastor, no descargaba enteramente el cuidado de repartir el pan
de la Divina Palabra en los santos presbíteros que había
nombrado para cada parroquia; él mismo le distribuía
cotidianamente a su pueblo, y aún muchas veces al día.
Extendíase su infatigable celo a los niños y
hasta los esclavos, debiéndose a esta menuda solicitud, a
ésta caridad universal, eficaz y laboriosa la
conservación de todo su rebaño en la pureza de la fe, a
pesar de los artificios y de los
lazos que armaban tantos heresiarcas.
Aunque el emperador Trajano fue en realidad uno de los
mejores príncipes que conoció el gentilismo, tanto por su
dulzura como por su moderación, no por eso fueron mejor tratados
en su tiempo los que profesaban la religión cristiana. Antes
bien
no cedió ni en tormentos ni crueldades a las demás
persecuciones la que padeció la Iglesia en tiempo de este
emperador.
Hacía gloria Trajano, de ser más religioso que los otros
príncipes, y de mantener las leyes del Imperio romano en todo su
vigor. Es verdad que no publicó edicto nuevo contra nuestra
Religión, según se lee en San Melitón y en
Tertuliano; pero tenía mortal
aversión a los cristianos, porque no los conocía, sino
por
los horrorosos retratos que le hacían así sus cortesanos
idólatras, como los sacerdotes de los ídolos; y bastaba
esta
aversión para excitar contra ellos a los pueblos y a los
magistrados.
De este mismo principio nacían aquellos tumultos
populares en el circo, en los anfiteatros, en los juegos
públicos, en los cuales, sin que precediece por parte de los
fieles el más mínimo motivo, la muchedumbre levantaba el
grito, pidiendo alborotadamente su muerte y la extirpación de su
secta. A estos amotinamientos populares se atribuye la
persecución de la Iglesia en el Imperio de Trajano. Esta
persecución se señala en la crónica de Eusebio
hacia el año 108 de Jesucristo, el onceavo de dicho emperador, y
duró hasta la muerte de este príncipe, que sucedió
el
año 117, a los diez y nueve de su reinado.
No podía estar a cubierto de esta violenta
tempestad el Santo Pontífice Evaristo, siendo tan sobresaliente
la eficacia de su celo, y tan celebrada en toda la Iglesia la santidad
de su vida. El desvelo con que atendía a las necesidades del
rebaño hizo odioso a los enemigos del cristianismo al Santo
Pastor, sin que en su avanzada edad entibiase su apostólico
ardor, ni fuese motivo para moderar sus
excursiones y sus gloriosas fatigas. Siendo tan visibles y tan notorias
las
bendiciones que derramaba Dios sobre su celo, de necesidad
habían de meter mucho ruido, o a lo menos era imposible que del
todo se ocultasen a los enemigos de la Religión.
Crecía palpablemente el número de los
fieles, y regada la Viña del Señor con la sangre de los
Mártires, se ostentaba más lozana, más florida y
más fecunda. Conocieron los paganos que esta fecundidad era
efecto de los sudores y del celo del Santo Pontífice, por lo que
resolvieron deshacerse de él, persuadidos de que el medio
más eficaz para que se dispersase el
rebaño, era acabar con el pastor. Le echaron mano, y le metieron
en la cárcel. Mostró tanto gozo de que le juzgaran digno
de derramar su sangre y de dar su vida por amor a Jesucristo, que
quedaron
atónitos los magistrados, no acertando a comprender cómo
cabía
tanto valor y tanta constancia en un pobre viejo, agobiado con el peso
de
los años.
En fin, fue condenado
a muerte como cabeza de los cristianos; y aunque se ignora el
género de suplicio con que acabó la vida, es indudable
que recibió la corona del martirio el día 26 de octubre
del año del
Señor de 107, honrándole desde entonces hasta el
día
de hoy como a mártir de la Universal Iglesia.
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