SAN FRANCISCO CARACCIOLO
1608 d.C.
4 de junio
El ambiente temporal en que
Dios quiso ponerlo en el mundo es justo cuando soplan aires nuevos en la Iglesia
después del concilio de Trento. Se estrena el barroco exuberante en
el arte y hasta en la piedad que lleva a fundaciones nuevas, a manifestaciones
y estilos vírgenes que intentan reformar todo aquello que peleó
Trento. Languidece el Renacimiento que emborrachó a Roma hasta llegar
a embotarla y hacerla incapaz de descubrir los males que gestaba y que explotaron
con Lutero. Es por eso tiempo de santos nuevos: Pío V, Carlos Borromeo,
Ignacio, Juan de Ribera, Teresa, Juan de la Cruz, Francisco de Sales, Neri,
Cariacciolo... y tantos. Papas, poetas, maestros, obispos, escritores y apóstoles
para un tiempo nuevo -crecido con las Indias- que intenta con seriedad volver
a la oración, huir del lujo, llenar los confesonarios, adorar la Eucaristía
y predicar pobreza dando testimonio con atención a los desheredados
y enfermos.
El año 1563 fue interpretado por alguno de los biógrafos
de Francisco Caracciolo como un presagio; fue cuando termina el concilio de
Trento y es también el año de su nacimiento en la región
de los Abruzos, justamente en Villa Santa María, el día 13 de
octubre, hijo de Francisco Caracciolo y de Isabel Baratuchi; es el segundo
de cinco hijos y le pusieron el nombre de Ascanio.
Después de cursar los estudios propios del tiempo, Ascanio
fue militar. Pero una enfermedad diagnosticada por los médicos como
lepra va a cambiar el curso de su vida; por el peligro de contagio le han
abandonado los amigos; la soledad y el miedo a la muerte le lleva a levantar
los ojos al cielo y, como suele suceder en estos casos límite, llegó
la hora de las grandes promesas: si cura de la enfermedad, dedicará
a Dios el resto de sus días.
Y así fue. Nobleza obliga. Curado, marcha a Nápoles
y pide la admisión en la cofradía de los Bianchi, los Blancos,
que se ocupan de prestar atención caritativa a los enfermos, a los
no pocos que están condenados a galera y a los presos de las cárceles.
El sacerdote Adorno, otro hombre con barruntos a lo divino
y pieza clave en la vida de Caracciolo, ha pedido también la admisión
en la cofradía de los Blancos. En compañía de un tercero,
también pariente de Ascanio y con su mismo nombre, se reúnen
durante cuarenta días en la abadía de los camandulenses, cerca
de Nápoles, para redactar los estatutos de la fundación que
pretenden poner en marcha porque quieren hacer algo por la Iglesia.
Sixto V aprobará la nueva Orden en Roma y la llamará
de los «Clérigos menores»; además de los tres votos
comunes a la vida religiosa se añade un cuarto voto consistente en
la renuncia a admitir dignidades eclesiásticas. La terna de los fundadores
constituye tres primeros socios. A partir de la profesión hecha en
Nápoles, Ascanio se llamará ya Francisco. Pronto se les unen
otros diez clérigos, con idénticas ansias de santidad y que
desprecian frontalmente los honores, esa búsqueda de grandeza que tanto
daño ha hecho a la Iglesia en el tiempo del Renacimiento. Ahora se
reparten los días para mantener entre todos un ayuno continuo y se
distribuyen las horas del día y de la noche para mantener permanente
la adoración al Santísimo Sacramento.
Hace falta fundar en España pero Felipe II no les da
facilidades. Piensa el rey que hay demasiados frailes en el Imperio y ha dictado
normas al respecto. Regresando a Roma, insisten en el intento, consiguen nueva
confirmación del papa Gregorio XVI para cambiar los ánimos de
Felipe II. Ahora muere Adorno y Francisco Caracciolo es nombrado General.
Nuevo intento hay en el Escorial, con mejor éxito, pero hubo borrasca
de clérigos en Madrid, con suspenso. El papa Clemente VIII intercede
y recomienda desde Roma y llegan mejores tiempos con el rey Felipe III. En
Valladolid consiguió fundar casa y en Alcalá montó un
colegio que sirviera para la formación de sus «Clérigos
Regulares Menores». Siguen otras fundaciones también en Roma
y Nápoles.
La fuerte actividad obedece a un continuo querer la voluntad
divina a la que no se resistió ni siquiera protestó cuando las
incomprensiones y enredos de los hombres se hicieron patentes. Vive pobre
y humilde fiel a su compromiso. Siempre se mostró delicado con los
enfermos y generoso con los pobres. Llama la atención su espíritu
de penitencia con ayunos y mortificaciones que se impone a sí mismo.
Pidió se admitiese su renuncia al gobierno para dedicarse a la oración
y, aceptada, eligió para vivir el hueco de la escalera de la casa que
desde entonces es el único testigo mudo de su oración y penitencia.
El amor a Jesucristo fue tan grande que a veces es suficiente la mirada a
un crucifijo para entrar en éxtasis y el pensamiento elevado a la
Virgen María le trae a los ojos lágrimas de ternura.
Cuando sólo tiene 44 años, murió en Nápoles
el 4 de junio de 1608, con los nombres de Jesús y de María en
la boca. El papa Pío VII lo canonizó en 1807. Su cuerpo se
conserva en la iglesia de Santa María la Mayor de Nápoles y
la iconografía muestra a Francisco Caracciolo con una Custodia en la
mano, como símbolo del amor que tuvo a la Eucaristía y que debe
mantener su Orden para ser fiel hasta el fin del tiempo.