SAN HIGINIO
136-140 d.C.
San Higinio fue griego
de nación, natural de Atenas, hijo de un filósofo, cuyo nombre
y genealogía se ignora, quien por su eminente y recomendables prendas
ascendió a la cátedra apostólica por muerte de San
Telésforo, hacia la mitad del siglo II, en el reinado del emperador
Antonino Pío.
En tiempo de su pontificado fueron muchas y graves las
calamidades del mundo, y con especialidad del Imperio romano; y atribuyendo
los gentiles estos males y castigos a la divina Justicia, a los vicios y
delitos de los cristianos; enemigos de sus dioses, con esta falsa preocupación
los perseguían de muerte, con el fin de aplacar el enojo de sus
ídolos, a quienes suponían gravemente ofendidos.
No menos cruel que la persecución de los paganos
fue la que sobrevino a la Iglesia en la época de este Papa por
la malignidad de los herejes, que no perdonaban medio alguno para corromper
la pureza de la fe y la santidad de las costumbres. Casi todos los enemigos
declarados de Jesucristo habían concurrido a Roma con la perversa
intención de envenenar la fuente de matriz de la doctrina evangélica,
con singular atractivo y cultos modales hacía grandes progresos
en su secta, engañando al vulgo con su doctrina afectación
de reforma y una muy bien estudiada exterioridad de virtud.
Marción, otro famoso heresiarca, separado de la
Iglesia por su mismo padre, obispo después de viudo, no pudiendo
conseguir en Roma ser admitido a la comunión de los fieles, por más
que se cubrió con la máscara de virtud y austeridad, precipitado
por la herejía de Cerdon, añadiendo muchas impiedades a las
de aquel perverso maestro, engañó a muchos sencillos y simples
con las apariencias de arrepentido y devoto. Contra estos y otros herejes
tuvo que luchar Higinio; y como era un hombre de superior ingenio, de eminente
sabiduría, de extraordinaria grandeza de alma, de inflexible tesón,
y de tanta intrepidez, que miraba con desprecio los mayores peligros, les
persiguió hasta exterminarles, y no perdonó diligencia alguna
para precaver a su rebaño de la ponzoña con el antídoto
oportuno.
Mucho sirvió para la consecución de progresos
tan felices San Justino Mártir, luz brillante de su siglo, y después
mártir de Jesucristo, quien por aquel tiempo compuso su doctísima
Apología en favor de los cristianos, capaz de confundir vergonzosamente
a todos los enemigos del Evangelio, teniéndose por dichoso en contribuír
a las empresas de tan gran Pontífice, a cuya vigilancia y celo
se debió el fervor que en su tiempo acreditaron los fieles a pesar
de las persecuciones de los gentiles y esfuerzos de los herejes.
Conseguidos tan recomendables triunfos, aplicó
a la reforma del clero en los grados de su jerarquía; porque aunque
ésta se hallaba ya establecida desde el tiempo apostólico
con varios reglamentos posteriores de disciplina, confundidos unos, y
relajados otros con motivo de las persecuciones de Trajano y Adriano,
según escribe Baronio, los restituyó y perfeccionó
Higinio, ordenando en cada uno de los grados eclesiásticos el modo
y forma de ejercer sus respectivas funciones. También estableció
muchos decretos útiles, entre ellos varios ritos y ceremonias para
la celebración del Santo Sacrificio.
Señaló asimismo que fuese uno el padrino
o madrina en el Bautismo, por haberse introducido mayor número, con
inhibición de que lo fuese en el sacramento de la Confirmación
el del Bautismo. Igualmente mandó que en la consagración de
los templos se celebrase el Santo Sacrificio de la Misa, y que las Iglesias
no se erigiesen o demoliesen sin licencia de los obispos, prohibiendo que
lo cedido para el culto divino sirviese en usos profanos. Tres veces hizo
órdenes en el mes de diciembre, en las que creó quince presbíteros,
cinco diáconos, y siete obispos para diferentes Iglesias.
Hacía mucho tiempo que suspiraba nuestro Santo
por la corona del martirio. Aquel ardiente celo que mostraba en todas
sus acciones y providencias por dilatar el reino de Jesucristo, y consevar
en su pureza el Sagrado Depósito de la Fe, le hacía acreedor
a este favor del cielo; el cual logró con efecto en la persecución
de Antonio Pío a los 11 de enero del año 140, después
de haber gobernado la nave de la Iglesia cuatro años, tres meses
y ocho días, sufriendo infinitos trabajos y fatigas por la defensa
de la religión cristiana; y su cuerpo fue sepultado inmediato al
Príncipe de los Apóstoles.