SAN PEDRO EL VENERABLE
1156 d.C.
25 de diciembre
Era en el verano de 1122.
Más de un mes llevaban los hermanos de Cluny deliberando sobre la
elección de un abad, cuando penetró en el capítulo un
joven prior de uno de los prioratos más insignificantes de toda la
Orden. «Al verle—dice el cronista Raúl Glaber—, todos tuvieron
el mismo pensamiento: le rodean, le felicitan, le sientan en la silla de
honor y le proclaman señor y abad.» El electo; Pedro Mauricio
de Montboisier, era un joven de veintiocho años, nacido en el seno
de una familia condal de Auvernia. Talla majestuosa, aspecto notable y suave
a la vez, palabra fácil, elegante y enjundiosa, cultura universal
para su tiempo, Pedro Mauricio era ya en plena juventud uno de los mayores
prestigios de la Orden. «Alegraos, monjes de San Benito—decía
un poeta de aquellos días, celebrando la inesperada elección—;
San Hugo vive nuevamente entre vosotros. Por su ingenio, igual a los poetas
de la antigüedad, nadie de entre los que viven puede comparársele.
En prosa es un nuevo Cicerón; en verso, otro Virgilio. Discute como
Sócrates. Agustín no escruta con más sutileza las cosas
ocultas; Jerónimo le enseñaría difícilmente alguna
cosa; no cede a Gregorio en la dulzura y caridad de la palabra, ni a Ambrosio
en la amplitud de la elocuencia. Músico, astrólogo, matemático,
geómetra, gramático, orador, dialéctico, ningún
conocimiento le es extraño.»
El gobierno de Pedro empezó con un episodio desagradable.
Un día, estando ausente el nuevo abad, la abadía de Cluny fue
asaltada por una gavilla de monjes giróvagos, gentes maleantes y soldados
asalariados. Al frente de ellos iba el abad anterior, Ponce de Melgeuil.
Ponce era un hombre inquieto, inconstante y desequilibrado. En un arrebato,
había abdicado, algún tiempo antes, su dignidad para ir a combatir
a los enemigos de Cristo en Tierra Santa. Arrepentido luego de aquel paso,
según la expresión de Pedro el Venerable, dejó aquel
Oriente de donde había venido la luz, para traernos las tinieblas.
Durante medio año, el monasterio y sus alrededores fueron el teatro
de escenas abominables: robos, saqueos, incendios y profanaciones. Amonestado
desde Roma, Ponce responde que nadie entre vivos tiene derecho de atar con
el anatema a un abad de Cluny; sólo Pedro podría hacerlo, pero
Pedro está en el Cielo. El desequilibrio se había convertido
en una verdadera locura. Se le detiene, se le encadena, se le declara invasor,
sacrílego, cismático y excomulgado; y muere poco después
en el sótano de un castillo. En 1125, Pedro recibía de un condiscípulo
esta campanuda felicitación: «Todo el mundo se alegra de tu
triunfo. Los poncianos se han callado definitivamente; esos perros cobardes
ya no pueden ladrar. Salud a ti, que has encontrado en Cristo una espada
y una adarga. Ahora, amigo de Dios, que quiera o no quiera la raza impura,
los monjes acatan tus mandatos; puedes levantar con la mano firme el cetro
real y mandar como triunfador.»
Estos escándalos pasajeros no habían podido disminuir
la gloria de Cluny. La gran abadía de Borgoña, que transmitía
su programa de acción a cerca de un millar de monasterios, sujetos,
derramados por toda la cristiandad; que en el siglo anterior había
renovado el orden social y religioso; que acababa de imponer al mundo las
ideas reformadoras de Hildebrando, después de habérselas inspirado
al mismo Hildebrando, seguía siendo, durante la primera mitad del
siglo XII, un centro de influencia religiosa y política tan importante
como la misma Roma. Pedro tomaba en sus manos un poder inmenso que le ponía
en la cima de aquel mundo feudal. Detrás de él, podía
decirse como de su antecesor, caminaba un ejército más numeroso
que las hojas de los árboles de Asia, más compacto que las
arenas de las playas africanas». Desgraciadamente, la decadencia empezaba
a sentirse. Aquel edificio grandioso, asombro de dos siglos, se cuarteaba.
Pedro Mauricio podrá aún detener la ruina y hacer que durante
sus días Cluny siga siendo el más fuerte apoyo del Papado y
el factor más importante en el movimiento eclesiástico.
Además, frente a Cluny se alzaba un rival, el Císter,
que aparecía en escena levantando el mismo estandarte de la regla
benedictina, con la cual se había formado la grandeza de Cluny. El
Císter era todo reacción, oposición, puritanismo, combate;
era el protestantismo en el orden monástico: retorno a las aguas puras
de la Regla sin interpretaciones, sin mitigaciones, sin tradiciones. Los
cluniacenses aceptaron la lucha; y no tardó en verse al mundo dividido
en dos partidos, a quienes capitanean dos santos: San Bernardo y Pedro el
Venerable. Pocas veces ha presenciado la Historia una polémica más
noble, más elevada, y en la cual se haya combatido con tanto respeto
y tanto amor. No faltan, sin embargo, momentos difíciles en que los
«ánimos se enconan. De los dos contendientes, el abad de Claraval
es el más violento. No pierde ocasión de levantar la voz contra
las riquezas, los privilegios y las costumbres de los cluniacenses, tachándolas
de relajadas, criticando sus vestidos, el lujo de su mesa, la magnificencia
de su culto, y hasta las pinturas, esculturas y ornamentación de sus
basílicas. A veces su cólera se inflama de tal manera, que
abruma con su acerada crítica a quienes llama «ciudadanos de
Babilonia, es decir, hombres de confusión e hijos de las tinieblas,
dignos de la gehenna y del reino del eterno horror».
Pedro el Venerable podía decir amargamente: «Creía
que era un cristiano, y se me trata como a un pagano. Me tenía por
un monje, y se me desprecia como a un público pecador. Pensé
que era su amigo, y me arrojan fuera como a un samaritano.» Desde el
principio de su gobierno, el abad de Cluny se había esforzado por
llegar a un acercamiento con los cistercienses. Bernardo era para él
«un señor y un maestro»; el Císter, un hermano
de Cluny. Para defender a sus hermanos, hubo de intervenir en la contienda,
y lo hizo con agudeza y con erudición. A veces en su lenguaje brilla
una suave ironía; a veces se inflama y se llena de viveza. Pero sus
apologías de Cluny son altos modelos de moderación y de aticismo.
¡Qué bellamente dice a sus adversarios: La caridad es el alma
de la Regla de San Benito; ya podéis observar todos sus preceptos
al pie de la letra; si pecáis contra la caridad, habéis dejado
el buen camino! Por lo demás, estas disputas disciplinarias, que en
el fondo revelaban dos temperamentos distintos, dos maneras diversas de comprender
la vida, no lograron separar a los dos grandes espíritus, representantes
de dos tendencias eternas. Bernardo y Pedro se amaron tiernamente toda su
vida, y cuando el abad de Claraval murió, el de Cluny le rindió
el homenaje de sus lágrimas. «Pluguiese a Dios—le escribía
una vez Bernardo—que con esta epístola te pudiese enviar también
mi alma; así podrías leer más claramente el amor hacia
ti que el dedo de Dios ha escrito en el fondo de mi corazón. Hace
tiempo que mi alma no forma más que una sola alma con la tuya. Cree
a tu amigo; nada se ha levantado en mi corazón, nada ha salido de
mi boca que deba causarte tristeza.» A esto, el abad de Cluny respondía:
«Tus palabras son para mi el perfume que, derramado sobre la cabeza
de Aarón, inunda su barba y corre hasta el borde de sus vestidos.
Así es como las montañas destilan la dulzura y dejan escapar
ríos de leche y miel. Yo sé que son la expresión de
un corazón puro y de un amor verdadero; y por eso, siempre que me
escribes recibo tus cartas, las leo y las abrazo con un agradecimiento sin
límites. Cuando éramos jóvenes comenzamos a amarnos
en Cristo; y ahora, que hemos llegado a la vejez, ¿dudaríamos
de un amor tan santo, tan perseverante?»
En aquella polémica, la victoria debía sonreír
a San Bernardo, aunque cincuenta años más tarde la realidad
dé la razón a Pedro el Venerable. El Císter era una
creación nueva, rica de juventud, llena de porvenir. Cluny se había
gastado en dos siglos de trabajos y victorias. El abad de Claraval no combatía
fantasmas, sino realidades. Pedro lo comprendió, y comprendió
también que era el momento de realizar aquel dilema: o transformarse
o morir. Este grande hombre, que «sobre la Regla de San Benito, que
tanto amaba, sabia poner la regla de la caridad», hizo cuanto pudo
por restaurar la más estricta disciplina entre los monjes negros:
estatutos, capítulos, visitas, viajes a través de los monasterios
cluniacenses, derramados por todas las naciones occidentales. La casa madre
fue la primera en sentir los efectos de su celo y vigilancia. La decadencia
material se juntaba a la espiritual. «La abadía—dice él
mismo—contaba trescientos hermanos, y no había rentas ni para la tercera
parte. Era grande la afluencia de huéspedes e infinito el número
de pobres a quienes había que librar del hambre. El pan era negro
y lleno de salvado; el vino, aguado y sin sabor, no duraba dos meses.»
Pedro saneó la hacienda, y al mismo tiempo puso un dique a la indisciplina,
siempre con suavidad y dulzura, que algunos religiosos no supieron agradecer.
A causa de sus medidas de reforma, se le acusaba de pasarse al campo enemigo.
Al fin de su vida escribía: «Ya hace un año que no ceso
de escuchar el silbido de mis serpientes»; y al mismo tiempo se quejaba
de los monjes, «que andan como buitres y milanos rondando el olorcillo
de las cocinas y tienen odio a las habas, al pescado, al queso y a los huevos;
y ya no se contentan con las carnes de puerco, de ternera, de ganso o de
conejo, sino que buscan los refinamientos de las cocinas reales y no quedan
contentos si no les sirven ciervo, jabalí, oso, tórtola o faisán.»
La acción del santo abad se extendía mucho más
allá de los monasterios. Después de la voz de San Bernardo,
no había en la Iglesia otra razón más autorizada que
la suya. Oíasela en tuda Europa, en la curia de Roma, en las cortes
de los reyes, en los campos de batalla y en las discusiones conciliares.
Su actitud acaba con un cisma que se originó a la muerte de Calixto
II. Hospeda en Cluny al Papa legítimo Inocencio II, expulsado de Roma,
saliendo a su encuentro con una escolta real; reduce a los cismáticos,
se constituye en mediador entre la Iglesia y los príncipes, emprende
una campaña para evangelizar a los musulmanes españoles, manda
traducir el Alcorán y lo refuta, fomenta las letras entre sus monjes,
compone sutiles tratados teológicos e históricos, escribe contra
los judíos, combate los errores precalvinistas de Pedro de Bruys,
y mantiene correspondencia con los Papas, los obispos, los reyes y los hombres
más ilustres de su tiempo.
Estas cartas son las que nos muestran en toda su grandeza de
espíritu, superior a su siglo, al hombre que entre enconos y amarguras
pasa derramando la suavidad y fragancia del vaso de su corazón; al
santo de alma nobilísima, que en medio de una época atormentada
y revuelta gime y levanta los ojos al Cielo, pero sin perder nunca aquella
calma, aquella elevación serena que le rodeaba como de una aureola
divina. Dotado de una justa amplitud en su concepto de vida, conocedor profundo
del corazón humano, odia los extremismos, y es naturalmente enemigo
de todo lo que tiene carácter exclusivo y no ve más que un
lado de las cosas. Para su juicio sereno, el espíritu domina sobre
la letra. La caridad fue la regla suprema de su conducta; aquella caridad
que, según su doctrina, hace y perfecciona la justicia. Jefe de un
orden poderoso, reformador y debelador de la herejía, fue odiado y
envidiado. Pero si el odio y la envidia le dieron días de profunda
tristeza, jamás pudieron sacar de su alma una gota de amargura. Amó
tiernamente. A un compañero le escribía: «Durante diez
años hemos vivido bajo el mismo techo. El ardor de la caridad mutua
nos abrasaba de tal modo. que habiendo comenzado a amarte por sólo
el impulso de la naturaleza, llegué a no amarte más que por
Dios y en Dios; tú eras para mí un asilo contra las olas del
mundo, un puerto en el cual encontraba dulce refugio.» Su correspondencia
está llena de estas deliciosas intimidades, que nos descubren el secreto
de un gran corazón.
Cuando Abelardo, el brillante filósofo, vagaba rechazado
por todo el mundo y presa de la más profunda desesperación,
recibió una carta admirable en que le decía entre otras rosas:
«Lleno de compasión, querido hijo mío, por lo mucho que
te fatigas y por la pesada carga de los conocimientos humanos, bajo la cual
sucumbes, gimo al ver que consumes tu vida en una tarea inútil y sin
consuelo. Si el fin de la verdadera filosofía consiste en conocer
la verdadera felicidad y en adquirirla después de conocerla, quién
osará dar el nombre de filósofo a aquel cuyos trabajos le conducen
a una eterna miseria? Los más grandes genios de la antigüedad
se afanaron por arrancar a las entrañas de la tierra ese tesoro que
hay que buscar en las alturas. Y la Verdad, teniendo compasión de
ellos, les dijo: «Venid a Mi los que estáis fatigados; Yo os
aliviaré.» Corre, hijo mío, tras la voz del Maestro celestial,
que te ofrece el solo fruto de toda filosofía, la bienaventuranza,
a la cual se llega por la pobreza del espíritu. ¡Qué
felicidad para mí si merecieses esta gracia! Yo te acogería
como a un hijo único, te alimentaría con la leche de la piedad,
te calentaría con el amor de mi corazón, te agregaría
a los hijos de Cristo, le armaría de la celestial armadura, te animaría
con todas mis fuerzas al combate espiritual, y lucharía contigo contra
el común enemigo. Si, con el socorro del Cielo la victoria será
nuestra, y juntos seremos coronados.» Sólo el abad de Cluny
podía hablar de esta manera. Abelardo se arrojó en aquellos
brazos que se le abrían con enfusión; fue a Cluny, pidió
el hábito, y haciendo penitencia de sus extravíos, encontró
aquella corona que le prometía el abad.
La dulzura de Pedro el Venerable había logrado del sabio
lo que no pudieron conseguir los terrores de San Bernardo. Pedro no tenía,
ciertamente, el genio del abad de Claraval, pero su figura es acaso más
amable. El uno nos recuerda la tempestad; el otro nos hace pensar en la calma
de una tarde apacible. Elegido en plena juventud a causa del brillo de su
virtud y la seducción de su carácter, poeta, filósofo,
diplomático, hombre de Estado en la piedad y hombre de piedad en la
política, Pedro era otro Abelardo, pero un Abelardo sin su orgullo
y su flaqueza. Su misma fisonomía parecía acentuar la nobleza
de su alma. Considerábasele como el hombre más hermoso y bondadoso
de su tiempo: alta figura estilizada, andar grave, bello rostro, dulce mirar,
expresión recogida, gracioso ademán, persuasión en la
voz, y en todo una elegancia aristocrática. Colocado, dice Lamartine,
por la elevación de sus ideas a igual distancia del Cielo y de la
tierra, y atento desde allí a las cosas de arriba y a las de abajo,
representaba la santidad cristiana y atraía al mundo hacia ella por
la gracia de su trato, en vez de aterrarle con sus rigores y sus invectivas.
La muerte fue digna de aquella vida. Tiempo hacía que
en sus visitas a la Gran Cartuja «rogaba a los religiosos que obtuviesen
de Dios que fuese escuchado su deseo.» Cuando le decían que
se explicase con más claridad, respondía: «Rogad solamente
para que Dios me escuche.» Este grande anhelo era morir el día
de Navidad. La víspera del 25 de diciembre de 1157 fue, según
costumbre, al capítulo, sin sentir malestar ninguno, para asistir
al anuncio del nacimiento de Cristo. Prosternóse en tierra, siguiendo
el uso de Cluny, y adoró a Dios con humilde devoción. Después
de la lectura de los nombres de los difuntos, hizo en un discurso sublime
el elogio de la Natividad, explicando las profecías que la anunciaban.
Mientras hablaba, un torrente de lágrimas brotaba de sus ojos; y en
medio de la emoción, se sintió enfermo repentinamente. Los
monjes le llevaron a su habitación, le velaron durante todo el día,
y aquella misma noche, a la hora misma en que Cristo vino al mundo, Pedro
le dejó para siempre, yendo a continuar la celebración del
nacimiento del Salvador con los espíritus angélicos.