SAN SILVERIO

536-537 d.C.

 

 

   Apenas se supo en Roma la muerte del Papa San Agapito cuando se juntó el clero para nombrarle sucesor. Era grande protectora de los Eutiquianos la emperatriz Teodora, singularmente de Antimo, a quien había sacado de la silla de Trebisonda, para colocarle en la patriarcal de Constantinopla, y resuelta a tener un Papa que fuese de su entera devoción, hizo partir a Roma al diácono Vigilio, y escribió a Belisario que le hiciese nombrar por sucesor de Agapito; pero el rey Teodato, que no quería por Pontífice a ninguno que fuese hechura del emperador, previno a la emperatriz y obligó por fuerza al clero de Roma, hijo de Hormisdas, que habiendo enviudado se hizo diácono de la Iglesia romana, y después fue Papa.

   Al principio no fue muy canónica la elección de Silverio; pero el clero temiendo un cisma, y viendo en él un hombre muy a propósito para llevar la suprema dignidad a que había sido elevado, enmendó los defectos y unidos todos los votos confirmó libremente la primera elección con unánime consentimiento. Se ordenó de diácono y de presbítero, y después fue consagrado obispo el día 20 de junio del año 536.

   Aunque no había entrado en el sumo pontificado con las más santas disposiciones, no bien se vio revestido de aquella primera dignidad de la tierra, cuando tomó la generosa resolución de hacerse benemérito de ella. Ante todas las cosas lloró delante de Dios los torcidos fines de su pasada ambición, y dio principio edificando a toda la Iglesia con la pureza de sus costumbres y con toda su conducta. Por su vigilancia contra el error, por su celo por desterrarlo, y por la solicitud pastoral en atender a todas las necesidades de la Iglesia, cuando la herejía protegida del poder temporal, arrasaba la viña del Señor, fue reputado por uno de los mayores Papas.

   Llegó Vigilio de Constantinopla con ánimo de apoderarse de la silla apostólica; pero como encontró ya a Silverio colocado en ella con aplauso y satisfacción universal, no se atrevió a intentar por entonces alguna novedad, aunque no por eso desistió de su idea, confiando en el poder de Belisario, a quien la emperatriz había escrito en su favor. Después que este cardenal había restituido la Sicilia a la obediencia del emperador y hecho cada día nuevas conquistas en Italia sobre los godos, les tomó también la ciudad de Nápoles, a donde Vigilio le fue a buscar para entregarle las cartas de la emperatriz; y leídas, le prometió poner en ejecución lo que se le encargaba luego que se hiciese dueño de Roma.

   Tardó poco en poderle servir, porque atemorizado el pueblo romano con el saqueo de Nápoles, echó de sí la guarnición de los godos, y llamó a Belisario. Inmediatamente llegaron los godos sobre Roma, y le pusieron sitio, que duró un año entero, en la que dieron sesenta y siete asaltos, manteniéndose siempre Belisario encerrado dentro de la ciudad. Y se notó, durante el sitio, que los godos, aunque arriacos que estaban extramuros, y ni aún atacaron la ciudad por un bien bajo la protección particular de San Pedro. Este respeto que los bárbaros mostraron al apóstol fue pernicioso al Papa Silverio, porque sus enemigos tomaron de aquí ocasión de calumniarle, acusándole de que mantenía inteligencias secretas con ellos.

   Volvió mientras tanto a Constantinopla el diácono Vigilio para informar a la emperatriz de que ya había encontrado la silla apostólica ocupada por una hechura del rey de los godos, y declarados en su favor todo el clero y todo el pueblo romano, haciendo cuanto pudo para persuadir a la emperatriz a que le despojase de ella; pero antes de pasar a otra cosa esta sagaz princesa, quiso sondear  el ánimo del nuevo Papa, y probar si le podía reducir a sus intentos, sin llegar a términos de violencia. Le escribió pidiéndole restableciese a Antimo en la silla de Constantinopla; que restituyese en las suyas a los demás herejes que su predecesor Agapito había desposeído de ellas, y que abrogase el santo Concilio de Calcedocia, bien resuelta a poner a Vigilio en lugar de Silverio, si éste le negaba lo que le pedía. Luego que el Sumo Pontífice leyó las cartas conoció muy bien todo el ánimo de la emperatriz; pero ni las amenazas que le insinuaron de su parte, ni el destierro que preveía, ni el horror de los suplicios que podía temer, fueron bastantes para acobardarse.

   Respondió a aquella princesa con el mayor respeto, pero al mismo tiempo con un tesón y con una fortaleza digna de un verdadero sucesor de San Pedro. Representóla que tanto la deposición de Antimo Eutiquiano, como la de los demás herejes, había sido no solamente legítima, sino necesaria; que restituirlos otra vez a sus sillas, de que tan legítimamente habían sido depuestos, sería volver a llamar a los lobos para meterlos en medio de los rebaños; y que, en fin, antes perdería la vida que hacer la más mínima contra el santo Concilio de Calcedocia. Irritada la emperatriz con tan generosa respuesta, escribió prontamente a Belisario que, sin andarse ya en atenciones ni en respetos con Silverio, arrojase de la silla apostólica a aquel enemigo de los Eutiquianos y colocase en ella a Vigilio.

   Era el general temeroso de Dios, y le llenó esta orden de mucho dolor. Le causaba horror poner las manos en el ungido del Señor, y temía atraer sobre sí y sobre todo el imperio la indignación del cielo, si osaba desposeer al Papa; por lo que buscaba varios coloridos para ir eludiendo las órdenes de la corte; pero al fin, temiendo ser desgraciado, se resolvió a obedecer, y sólo espero algún aparente pretexto.

   No le fue dificil encontrarle; porque fue acusado el Santo Papa de que no tenía correspondencia con los godos y aún se presentaron algunas cartas que supusieron ser suyas. Bien conoció Belisario la falsedad y la calumnia, pero no tuvo espíritu para resistirla. Llamó a San Silverio a su palacio, y sin darle lugar a que se justificase, mandó que le quitasen el palio, que le despojasen de las vestiduras pontificales, y que le echasen a cuentas una cogulla de monje; después envió a decir al clero a quien se le había detenido en las antesalas del palacio cuando vino acompañando al Papa, que Silverio quedaba ya depuesto y era monje. Atónitos los circunstantes al oír esta embajada, cada cual procuró escaparse como pudo, temiendo ser maltratado en una casa donde se trataba tan indignamente a un Sumo Pontífice.

   Pasó más adelante Belisario. Viendo las lágrimas y los clamores del pueblo que pedía a gritos a su santo pastor, temió alguna sedición, y envió a San Silverio desterrado a Patara, ciudad de Licia, en el Asia Menor; después sin perder punto de tiempo hizo elegir en su lugar a Vigilio, sin que el clero se atreviese a oponerse a su voluntad; violencia escandalosa y sacrílego atentado que llenó de luto a toda la Iglesia y de llanto a todos los buenos católicos.

   Sólo San Silverio se llenó de verdadero gozo, por verse tan maltratado en defensa de la fe y de los intereses de la Iglesia, considerando su destierro como premio de su celo y de sus apostólicos trabajos. Apenas llegó a Patara, cuando el obispo de aquella ciudad altamente condolido de ver al supremo pastor arrojado de su silla con tanta injusticia como crueldad, pasó a la corte del emperador, y le representó enérgicamente la indignidad de un tratamiento tan escandaloso como injusto. Era Justianiano príncipe católico y piadoso, pero más condescendiente de los que fuera razón con la emperatriz, que era eutiquiana. No obstante mandó que el Papa fuese restituido a Italia y que si se le justificase haber sido autor de las cartas al rey de los godos, que se le atribuían, no se le permitiese residir en Roma, aunque sí en cualquiera otra ciudad de Italia que mejor le pareciese; pero en caso de hallarse inocente fuese restablecido en su silla. Hizo la emperatriz cuanto pudo para que no tuviese efecto esa resolución del emperador, pero éste se mantuvo firme y volvió a Italia San Silverio.

   Informado Vigilio de su vuelta, y protegido siempre con el favor de la emperatriz, hizo tanto con Belisario que al fin logró le pusiese en las manos del Santo Papa; y apenas le tuvo en su poder, cuando le mandó llevar a una pequeña isla desierta del mar de Toscana llamada Palmaria, hoy Palmerola.

   Gimió toda la cristiandad cuando supo la indignidad con que era tratado el Sumo Pontífice; le escribieron muchos obispos, manifestándole la mucha parte que les tocaba en su persecución; y los de Terracina, Fundi, Termo y Minturno, vecios al lugar de su destierro, pasaron personalmente a visitarle, y quedaron admirados de su invencible paciencia.

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(Samuel Miranda)