SANTA EDUWIGES



  Santa Eduwigis fue hija del príncipe Bertoldo, duque de Carintia, marqués de Moravia, conde de Tirol; y de Inés, hija de Rotlech, marqués del Sacro Imperio. Tuvo cuatro hermanos y tres hermanas: Inés que fue la mayor, casó con Felipe Augusto, rey de Francia; la segunda con Andrés, rey de Hungría, y fue madre de Santa Isabel; la tercera se consagró a Dios en religión, y fue abadesa de Lutzing en Franconia. Nació Eduwigis hacia el fin del siglo XII, habiéndola dotado Dios de tan dichoso natural y de tal conjunto de prendas, que no parecía posible princesa más cabal. Desde la misma niñez manifestó un juicio muy maduro, tan inclinada a la virtud desde la cuna, que parecía haber nacido ya cristiana. Siendo aún niña, dispusieron sus padres que entrase en el monasterio de Benedictinas de Lutzing para su mejor educación; pero las monjas encontraron en ella más asunto de admiración que necesidad de cultivo ni materia de enseñanza. Todas las delicias de la santa niña eran pasar largos ratos en la iglesia o estar de rodillas delante de una imagen de la Santísima Virgen; y aunque muy inclinada a la lectura, no hallaba gusto en otra cosa que la de libros espirituales y devotos.

   Nunca la deslumbró el esplendor ni la grandeza de su casa; y a poderse excusar de obedecer a los príncipes sus padres, jamás hubiera abrazado otro estado que el religioso, donde sería la más humilde de las esposas de Jesucristo. Pero la Providencia de Dios tenía destinada a Eduwigis para modelo de perfección en el santo matrimonio. Contaba sólo con doce años cuando la casaron con el príncipe Enrique, duque de Silesia y de Polonia: con el nuevo estado descubrió nuevas virtudes. Luego que se dejó ver en la corte, se declaró por la piedad, y lejos de contemporizar con el espíritu del mundo, que tanto en aquellas, jamás reconoció otras obligaciones que las que autoriza la Religión, ni otro mérito que el que se funda en la verdadera virtud.

   Su primer estudio fue comprender el genio y las inclinaciones del Duque su marido, para dedicarse a servirle y complacerle. Lo logró tan perfectamente, que ganándole el corazón para sí, se lo ganó para Dios; y aprovechándose del amor que el Duque le profesaba, consiguió hacerle uno de los más cristianos y más virtuosos príncipes de Alemania. Juzgó, y juzgó con acierto la Princesa, que el medio más eficaz para encontrar la propia salvación era cuidar con el mayor desvelo de la cristiana educación de sus hijos, considerando ésta una de las primeras obligaciones de su estado. Le concedió el cielo tres hijos y tres hijas: los primeros fueron Enrique, Boleslao y Conrado; las segundas Inés, Sofía y Gertrudis. Mientras estaba encinta una de sus devociones, consintiéndolo su marido, era vivir en continencia todos los nueve meses, pasando aquel tiempo en cierta especie de retiro. Tenía distribuidas las horas del día en la oración, en devociones particulares, en leer libros devotos y en ejercitar obras de misericordia; siendo una de sus máximas que a la mayor elevación del nacimiento correspondía mayor elevación de las virtudes, y que las personas que más descollaban sobre las otras estaban más obligadas a la eficaz persuasión del buen ejemplo.

   Habiéndose encargado ella misma de criar a sus hijos en las máximas más puras de la Religión y de la virtud, tuvo el consuelo de verlos a todos tan señalados por su ejemplar piedad, como por las demás grandes y nobilísmas prendas que los hicieron muy ilustres en todas las cortes de Europa. Enrique su primogénito, y heredero de los Estados del Duque su padre, lo fue también de su virtud; tanto, que se mereció el renombre de Piadoso. No dedicó menos cuidado la virtuosa Princesa a arreglar toda su familia y casa ducal; demas de honor, criadas y criados inferiores, todos vivían con regla, todo olía a virtud, y todo publicaba por cierto aire de religión y de modestia la eminente santidad de la señora a quien servían.

   No podía verse sin admiración que una princesa joven, adornada de todas las bellas prensas, en medio de una corte tan pomposa, como lucida, adorada de un esposo magnífico y poderoso, estimada, respetada y aplaudida de todo el mundo, en lo más florido de su edad, viviese más como religiosa que como soberana, pasando los días en retiro y en ejercicios de austeridad y de penitencia. Pero lo más asombroso fue que después de tener el sexto hijo supo persuadir al Duque su marido a que pasasen el resto de su vida en perfecta continencia; y los dos esposos hicieron secretamente este voto en manos de su Obispo. Desde aquél día el Duque como la Duquesa hicieron portentosos progresos por el camino de la perfección. Sintió Eduwigis inflamado su corazón con un nuevo incendio del divino amor; de manera que ya todas sus ansias, todos sus suspiros eran por el Cielo, no considerándose ya sino como madre de los huérfanos, de las viudas y de los pobres. Todos los días sustentaba un gran número de ellos en su palacio, y muchos comían a su mesa, sirviéndoles ella misma la comida; de suerte que ya era dicho común en la corte, que la Duquesa solo se divertía visitando a los pobres enfermos en los hospitales. Persuadió al Duque su marido que fundase a corta distancia de Breslau, capital de la Silesia, donde residían los dos, el grande y célebre monasterio de Trebnitz, que la Santa Duquesa entregó a las religiosas del Cister. Dotóle el Duque ricamente; pero Eduwigis aumentó tanto sus rentas, que alcanzaban para mantener a unas mil personas. Eran recibidas en él todas las viudas y todas las doncellas que se querían consagrar a Dios. Al principio se contaban en la comunidad muchos centenares de monjas, a cuyo frente estaba la princesa Gertrudis, hija de nuestra Santa; y muy en breve aquel famoso monasterio fue escuela de perfección y asilo de la inocencia. Además de esto, hizo Santa Eduwigis que se educasen en él muchas señoritas pobres y huérfanas, con otras muchas doncellas de inferior esfera, dando el hábito a unas, casando a otras, y proporcionando a todas medios muy oportunos para su salvación.

   Nunca había gustado de galas; pero después que hizo el voto de continencia, se vistió más llanamente; de manera, que ninguna mujer anduvo jamás vestida con mayor honestidad y modestia. Su ejemplo reformó muy en breve la vana profanidad de las señoras de la corte, como la ejemplar virtud del Duque corrigió las costumbres y la conducta de los cortesanos. Pasaba Eduwigis lo más del tiempo dentro del monasterio de Trebnitz en compañía de las religiosas, con que sin mucha dificultad pudo conseguir el beneplácito de su marido para tomar también el hábito, aunque sin hacer los votos: bien que observaba todas sus reglas con más exactitud que las mismas religiosas. En nada quiso admitir la más leve distinción. Abatíase a los más humildes oficios, diciendo a las monjas: "Vosotras sois esposas de Jesucristo, yo no soy más que una de vuestras criadas; con que de obligación me tocan estos menesteres". En virtud de este dictamen tomaba siempre el ínfimo lugar en el coro, en el refectorio y en todos los demás actos de comunidad; usando únicamente en esto del derecho que le daba el título de fundadora; ni jamás fue posible rendir su humildad a que admitiese otras preeminencias.

   El tierno amor que profesaba a Cristo crucificado la inspiraba un deseo tan encendido de padecer mucho por su amor, que costó trabajo a sus directores poner algunos límites al rigor de sus penitencias. Siendo joven y de flaca complexión, maceraba tanto su carne, que rayaba a exceso. Ayunaba todos los días a excepción de los domingos y fiestas principales del año, y se prohibió absolutamente toda comida de carne. En una grave enfermedad el legado de la Silla Apostólica en Polonia la mandó que usase todo género de alimentos: obedeció, pero aseguró después que esta delicadeza había ejercitado más su paciencia que toda su dolorosa enfermedad. Los domingos, martes y jueves comia pescado y leche. Los lunes y sábados solamente legumbres; y los miércoles y viernes ayunaba a pan y agua. Ni de día ni de noche se desnudaba un áspero cilicio que le rodeaba la cintura, y estaba todo teñido de sangre cuajada. Andaba con los pies descalzos por la nieve y por el hielo, cuyo rigor abriéndoselos en grietas, descubría los sitios por donde pasaba, dejando en ellos ensangrentadas las huellas. La cama de respeto era correspondiente a su alta representación; pero era de respeto y nada más, porque ella no usaba de otra que de unos humildes sarmientos. Eran excesivas sus vigilias; apenas descansaba dos o tres horas, y levantándose a Maitines, pasaba lo restante de la noche en oración y en otras devociones, las que interrumpía para mortificarse con sangrientas disciplinas, de cuya fervorosa crueldad daban testimonio las paredes salpicadas de su sangre. Si sus indisposiciones la precisaban a mitigar algo estos rigores, admitía por cama un brazado de paja cubierta con una gruesa manta. Extenuóse tanto su cuerpo con una vida tan penitente, que parecía un esqueleto animado. Todas las mañanas oía cuantas Misas se celebraban en la iglesia del Monasterio, con tanta devoción, que la inspiraba aún a los más indevotos: comulgaba con mucha frecuencia, y sentía en la Comunión aquellos dulcísimos consuelos con que regala el Señor a las almas fervorosas y mortificadas. Pero no hay virtud sobresaliente sin pesadas cruces, no hay Santo sin grandes pruebas.

   Conrado, duque de kirne o de Cirna, entró en las tierras del duque de Polonia Enrique, marido de nuestra Santa: dióse la batalla, y en ella quedó éste herido y prisionero. Sintió vivamente Eduwigis este degraciado suceso; pero sin que por eso se alterase su tranquilidad, contentándose con decir a los que trajeron tan melancólica noticia, que esperaba en Dios ver muy presto al Duque restituido a su libertad y sano de sus heridas. Pero resistiéndose Conrado a poner en libertad al Duque, sin embargo de las razonables condiciones que se le propusieron, se vio precisado el joven Enrique, primogénito de la Santa, y heredero de los Estados, a levantar un poderoso ejército, para que hiciese la fuerza lo que no habñia podido la negociación.

   Horrorizada la piadosísima Duquesa de la sangre que se había de derramar, se determinó a pasar ella misma a la corte de Conrado a exponer su persona para salvar a los demás. Apenas la vio en su presencia el duque de Kirne, cuando apoderado de respetuoso terror, y olvidado de aquella fiereza con que se había mostrado inflexible, concedió a la Princesa todo cuanto le pidió, se ajustó la paz, y puso en libertad al Duque de Polonia. Murió este virtuoso Duque poco tiempo después, y todos admiraron la constancia y la superior virtud de la Duquesa. Vióle expirar con ojos enjutos; y como las religiosas de Trebnitz mostrasen su excesivo dolor, explicándole en copiosas lágrimas, las dijo con una santa entereza: "Todos debemos recibir con humilde rendimiento, en vida y en muerte, las amorosas disposiciones de la Divina Providencia".

   Tres años después quiso el Señor ejercitar la heróica constancia de Eduwigis con otra prueba no menos dolorosa en la muerte del Duque Enrique el Piadoso, su hijo primogénito, que murió en una acción contra los tártaros. Llególa al alma esta pérdida, pero la llevó con tanta resignación y serenidad, que tuvo pocos ejemplares, acreditando lo muerta que estaba a todos los movimientos de la carne y sangre. No obstante el grande estudio que ponía en ocultar las extraordinarias gracias con que el Señor le favorecía y los celestiales consuelos con que la inundaba en la oración, no podían menos de dar a entender estos divinos favores sus dulces lágrimas, sus tiernos suspiros y sus amorosos ímpetus. Ni podía reprimir las lágrimas cuando se hablaba de Dios, ni otros podían reprimir las suyas cuando la oían hablar del amor de Jesucristo. Sólo con oír pronunciar el dulce nombre de María se bañaba de gozo su semblante. Dios la favoreció con el don de milagros y de profecía, pronosticando el día de su muerte mucho tiempo antes de su última enfermedad; y aunque toda su vida fue una continua preparación para aquella postrera hora, redobló su fervor cuando vio que se iba acercando.

   Mientras duró la enfermedad de que murió, le manifestó el Señor muchas cosas que jamás había aprendido ni oído a persona humana. Quiso recibir los Sacramentos cuando parecía que ya estaba buena; pero presto conocieron todos que estaba bien informada de la hora de su  uerte, pues poco después de haberlos recibido pasó tranquilamente al descanso del Señor el día 15 de octubre del año 1243, habiendo vivido con cierta especie de milagro continuado cuarenta años enteros entregada a penitentísimos rigores.

   Fue enterrado su cuerpo en la iglesia del monasterio de Trebnitz con la pompa debida a tan santa como respetable princesa; y muy luego comenzó a hacerse glorioso su sepulcro por sus milagros. Trabajóse sin cesar en los procesos de su canonización, que se celebró el día 15 de octubre del año 1267, 24 años después de su muerte, por el Papa Clemente IV; y aún se asegura que cuando el Papa estaba celebrando la Misa para canonizarla, suplicó humildemente a Dios que se dignase dar vista a cierta doncella ciega en testimonio de la santidad de Eduwigis, y que en el mismo punto cobró su vista la venturosa docella. El año siguiente, el 17 de agosto, el santo cuerpo fue elevado de la tierra, exhalando una suavísima fragancia, que llenó de admiración y de consuelo a todos los circunstantes. Se encontraron consumidas todas sus carnes, a excepción de tres dedos de la mano izquierda, en que tenía asida una imagen de la Santísima Virgen, que toda la vida había llevado consigo. Murió con ella en las manos, y la apretó con los tres dedos tan fuertemente, que no pudiéndosela arrancar, la enterraron también con ella.


Página Principal
(Samuel Miranda)