SANTA ISABEL DE HUNGRÍA
1231 d.C.
17 de noviembre
Sobre la dura
corteza espiritual de la Edad Media, hendida por la gracia de Dios, brotó
una de las flores más delicadas de la Cristiandad: Santa Isabel de
Hungría. Nació en el año 1207 en uno de los castillos
-Saróspatak o Posonio- de su padre, Andrés II, rey de Hungría,
que la hubo de su primera mujer, Gertrudis, hija de Bertoldo IV, el cual llevaba
en sus venas sangre de Bela I, también rey de Hungría, por
lo que la princesita Isabel vino a ser el más preciado florón
de la estirpe real húngara.
Abrió la princesita sus ojos a la luz en un ambiente de lujo
y abundancia que, por divino contraste, fue despertando en su sensible corazón
ansias de evangélica pobreza. Desde su privilegiado puesto en la corte
descendía, desde muy niña, para buscar a los menesterosos, y
los regalos que recibía de sus padres pasaban muy pronto a manos de
los pobres. En balde la vestían conforme a su rango principesco, porque
aprovechaba el menor descuido para quitarse las sedas y brocados, dárselos
a los pobres y volver a palacio con los harapos de la más miserable
de sus amiguitas.
Conforme a las costumbres de la época, fue prometida
en su más tierna edad a Luis, hijo de Herman I, margrave de Turingia.
Este compromiso matrimonial tenía, sin duda, la finalidad política
de afianzar la alianza de ambos países contra el rey Felipe de Suabia.
Un buen día de primavera -1213-, cuando los campos se desperezaban
del gélido sueño invernal, se presentó en el castillo
de Posonio una embajada turingia para recoger a la prometida de su príncipe
heredero. El rey de Hungría, entonces en la cumbre del poder y riqueza
de la dinastía, dotó generosamente a su hija diciendo a los
emisarios: «Saludo a vuestro señor y ruego se contente de momento
con estas pobres prendas, que, si Dios me da vida, completaré con mayores
riquezas». Y revistiendo con palabras tan modestas su jactanciosa exhibición,
hizo sacar un cúmulo de tesoros que dejaron admirados a los compromisarios,
poco acostumbrados a tales galas en la abrupta y dura comarca de Turingia.
El matrimonio tuvo lugar en el año 1221, es decir, al cumplir Isabel
sus catorce años, en Wartburg de Turingia. Y de esta manera la princesa,
nacida en un país lleno de sol y de abundancia como era Hungría,
vino a parar a la dura y pobre tierra germánica.
La pobreza del pueblo estimuló más aún
la caridad de la princesa Isabel. Todo le parecía poco para remediar
a los necesitados: la plata de sus arcas, las alhajas que trajo como dote
y hasta sus propios alimentos y vestidos. En cuanto podía, aprovechando
las sombras de la noche, dejaba el palacio y visitaba una a una las chozas
de los vasallos más pobres para llevar a los enfermos y a los niños,
bajo su manto, un cántaro de leche o una hogaza de pan. Y hasta el
propio manto lo entregó un día crudísimo de invierno
a una pobre mendiga que temblaba de frío a la vera del camino, y cuál
no sería su asombro que, al tender el armiño sobre la chepa
de la anciana, vio transfigurarse aquélla en la adorable imagen de
Jesucristo.
Por mucho que escondiera sus mercedes no es raro que éstas llegasen
a herir a los espíritus envidiosos y mezquinos. No faltó quien
acusó a la princesa ante el propio duque de estar dilapidando los caudales
públicos y dejar exhaustos los graneros y almacenes. El margrave Luis
quería a su esposa con delirio, pero no pudo resistir, sin duda, el
acoso de sus intendentes y les pidió una prueba de su acusación.
-- Espera un poco -le dijeron- y verás salir a la señora
con la faltriquera llena.
Efectivamente, poco tuvo que esperar el duque para ver a su mujer que salía,
como a hurtadillas, de palacio cerrando cautelosamente la puerta. Violentamente
la detuvo y la preguntó con dureza:
-- ¿Qué llevas en la falda?
-- Nada..., son rosas -contestó Isabel tratando de disculparse,
sin recordar que estaba en pleno invierno-.
Y, al extender el delantal, rosas eran y no mendrugos de pan
lo que Isabel llevaba, porque el Señor quiso salir fiador de la palabra
de su sierva.
Parece que su suegra, la duquesa viuda Sofía, no miraba
a Isabel con buenos ojos, tal vez porque las mercedes que aquélla hacía
eran una acusación a su egoísmo o, simplemente, porque creyera
que el cariño de Isabel, en el corazón de Luis, había
desplazado al suyo. Con más o menos pasión aprovechaba cualquier
oportunidad para desvirtuar a Isabel ante los ojos de su marido. Según
cuenta la leyenda, volvió en cierta ocasión el margrave Luis
de un largo viaje y, ansioso de abrazar a su esposa, fue a buscarla a la
alcoba conyugal. Salió a su encuentro la duquesa Sofía, que
había escuchado tras de la puerta voces extrañas en la alcoba,
y le previno diciendo:
-- Ahora verás, hijo mío, hasta dónde llega la fidelidad
de tu esposa.
Forzó la puerta el celoso marido y, al tirar de la
cobertura del lecho, vio en él tendida la imagen de Cristo crucificado,
en la que se había transfigurado un pobre leproso que Isabel había
acostado en su lecho para curarle las llagas.
El celo de los pobres, en los que ella veía siempre
la imagen trasunta de Cristo, fue espiritualizando cada vez más su
vida. Su alma generosa se asomaba a sus ojos negros y profundos, que brillaban
como candelas de amor en las sombrías casuchas de los pobres de Wartburgo.
Por muy severas que fuesen sus penitencias, Isabel las recubría con
cariño y donaire para no perder el encanto natural ante los ojos de
su enamorado esposo. Pero no pudo, en cambio, conciliar su espíritu
franciscano con la frivolidad de la vida cortesana.
Bajo la influencia de su confesor, extremadamente severo,
Conrado de Marburgo, que la prohibió incluso probar ciertos manjares,
Isabel vino a ser una viviente acusación contra una corte un tanto
licenciosa, que empezó a conspirar contra la princesa extranjera.
Mientras su marido fue su amparo, nada tuvo que temer la princesa
Isabel, pero llegó un día en que en los oídos del príncipe
Luis sonó, como llamada irresistible, el clarín convocando a
cruzada en nombre de Federico II. Isabel no quiso ser un obstáculo
en el camino del príncipe cristiano que ofrecía su lanza para
rescatar el Santo Sepulcro. Ya su padre, el rey Andrés II, había
regresado sobreviviente de la quinta cruzada, y cada vez era más
difícil vencer la desilusión y la indiferencia de los reyes
y de los pueblos cristianos por coronar tan caballerosa empresa. El noble
corazón de Luis se creyó, sin duda, más obligado a dar
ejemplo y, dejando sola a su esposa, partió con sus caballeros, con
propósito de embarcarse en Otranto para unirse a la cruzada. Pocos
meses después, Isabel recibía, de manos de un emisario turingio,
la cruz de su marido, que había muerto víctima de una epidemia.
Así, pues, a los veinte años -1227- la princesa
Isabel quedó viuda y desamparada en una corte extranjera y hostil,
y fue entonces cuando realmente empezó su calvario. Su cuñado
Herman, queriendo desplazar a los hijos de Luis de la herencia del Ducado,
acusó a Isabel de prodigalidad, y en verdad que ella había volcado
hasta el fondo de su arca para remediar la miseria del pueblo en el temible
«año del hambre» que Europa entera atravesaba. Las acusaciones
de Herman encontraron eco en la corte, y la princesa Isabel, expulsada de
palacio, tuvo que buscar refugio con sus tres hijos y la compañía
de dos sirvientas en Marburgo, la patria de su madre. En tan difícil
situación la socorrieron sus tíos, la abadesa Mectildis de Kitzingen
y el obispo de Bamberg, que ya había abandonado el proyecto que tuvo
de casarla de nuevo.
El pontífice Gregorio IV nombró a Conrado de
Marburgo su «defensor». Los buenos oficios que éste desplegó
consiguieron, por fin, que la princesa fuese indemnizada con una importante
suma y se le asignasen unas posesiones en la villa de Marburgo. Pero Isabel
ya nada tenía que la ligase al mundo, y solemnemente, en la iglesia
de los Frailes Menores de Eisenach, renunció a sus bienes, vistió
el hábito gris de la Tercera Orden y se consagró enteramente
y de por vida a practicar heroicamente la caridad. Años después
-1228-29- emprendió la construcción del hospital de Marburgo,
cuya capilla puso bajo la advocación del Padre Seráfico, San
Francisco de Asís, recientemente canonizado.
Por aquel entonces regresaban los cruzados de los Santos Lugares
ardiendo en fiebres y con sus carnes maceradas por la lepra, y a ellos dedicaba
Isabel sus más amorosos cuidados, en recuerdo, sin duda, de su marido,
muerto muy lejos del alcance de sus manos.
Isabel, firme en su propósito de dedicar su vida a
los pobres y enfermos, buscando en ellos al propio Jesucristo, rechazó
una y otra vez la llamada de su padre, el rey de Hungría, que, valiéndose
de nobles emisarios y hasta de la autoridad episcopal, trataba de convencerla
de que regresase a su país. En cambio, acudió solícita
a la llamada de su Señor, y a los veinticuatro años -1231- subió
al cielo a recibir el premio merecido por haber aplicado el agua a tantos
labios sedientos, curado tantas heridas ulceradas y consolado tantos corazones
oprimidos.
La fama de su santidad quedó bien patente en el entierro,
que conmovió toda la comarca. Poco después de su muerte, las
jerarquías religiosas de tres países y Conrado de Turingia,
gran maestre que fue de la Orden Teutónica, promovieron en la Santa
Sede la declaración de sus heroicas virtudes, y el proceso terminó
con la solemne ceremonia de la canonización el 27 de mayo de 1235 en
Perusa, todavía en vida de su padre, Andrés II de Hungría.
Su festividad fue fijada para el 19 de noviembre [pero, en la actualidad,
se celebra el 17 del mismo mes]. Unos meses más tarde fue colocada
la primera piedra de la catedral gótica de Marburgo y en ella se rindió
el primer testimonio de veneración a la santa princesa por el emperador
Federico II al frente de su pueblo.