SANTA JUANA DE ARCO
1431 d.C.
30 de mayo
Esta santa a los 17 años
llegó a ser heroína nacional y mártir de la religión.
Juana de Arco nació en el año 1412 en Donremy, Francia. Su padre
se llamaba Jaime de Arco, y era un campesino.
Juana creció en el campo y nunca aprendió a leer
ni a escribir. Pero su madre que era muy piadosa le infundió una gran
confianza en el Padre Celestial y una tierna devoción hacia la Virgen
María. Cada sábado la niña Juana recogía flores
del campo para llevarles al altar de Nuestra Señora. Cada mes se confesaba
y comulgaba, y su gran deseo era llegar a la santidad y no cometer nunca ningún
pecado. Era tan buena y bondadosa que todos en el pueblo la querían.
Su patria Francia estaba en muy grave situación porque
la habían invadido los ingleses que se iban posesionando rápidamente
de muchas ciudades y hacían grandes estragos.
A los catorce años la niña Juana empezó
a sentir unas voces que la llamaban. Al principio no sabía de quién
se trataba, pero después empezó a ver resplandores y que se
le aparecían el Arcángel San Miguel, Santa Catalina y Santa
Margarita y le decían: "Tú debes salvar a la nación y
al rey".
Por temor no contó a nadie nada al principio, pero después
las voces fueron insistiéndole fuertemente en que ella, pobre niña
campesina e ignorante, estaba destinada para salvar la nación y al
rey y entonces contó a sus familiares y vecinos. Las primeras veces
las gentes no le creyeron, pero después ante la insistencia de las
voces y los ruegos de la joven, un tío suyo se la llevó a donde
el comandante del ejército de la ciudad vecina. Ella le dijo que Dios
la enviaba para llevar un mensaje al rey. Pero el militar no le creyó
y la despachó otra vez para su casa.
Sin embargo unos meses después Juana volvió a
presentarse ante el comandante y este ante la noticia de una derrota que la
niña le había profetizado la envió con una escolta a
que fuera a ver al rey.
Llegada a la ciudad pidió poder hablarle al rey. Este
para engañarla se disfrazó de simple aldeano y colocó
en su sitio a otro. La joven llegó al gran salón y en vez de
dirigirse hacia donde estaba el reemplazo del rey, guiada por las "voces"
que la dirigían se fue directamente a donde estaba el rey disfrazado
y le habló y le contó secretos que el rey no se imaginaba. Esto
hizo que el rey cambiara totalmente de opinión acerca de la joven campesina.
Ya no faltaba sino una ciudad importante por caer en manos
de los ingleses. Era Orleans. Y estaba sitiada por un fuerte ejército
inglés. El rey Carlos y sus militares ya creían perdida la guerra.
Pero Juana le pide al monarca que le conceda a ella el mando sobre las tropas.
Y el rey la nombra capitana. Juana manda hacer una bandera blanca con los
nombres de Jesús y de María y al frente de diez mil hombres
se dirige hacia Orleans.
Animados por la joven capitana, los soldados franceses lucharon
como héroes y expulsaron a los asaltantes y liberaron Orleans. Luego
se dirigieron a varias otras ciudades y las liberaron también.
Juana no luchaba ni hería a nadie, pero al frente del
ejército iba de grupo en grupo animando a los combatientes e infundiéndoles
entusiasmo y varias veces fue herida en las batallas.
Después de sus resonantes victorias, obtuvo Santa Juana
que el temeroso rey Carlos VII aceptara ser coronado como jefe de toda la
nación. Y así se hizo con impresionante solemnidad en la ciudad
de Reims.
Pero vinieron luego las envidias y entonces empezó para
nuestra santa una época de sufrimiento y de traiciones contra ella.
Hasta ahora había sido una heroína nacional. Ahora iba a llegar
a ser una mártir. Muchos empleados de la corte del rey tenían
celos de que ella llegara a ser demasiado importante y empezaron a hacerle
la guerra.
Faltaba algo muy importante en aquella guerra nacional: conquistar
a París, la capital, que estaba en poder del enemigo. Y hacia allá
se dirigió Juana con sus valientes. Pero el rey Carlos VII, por envidias
y por componendas con los enemigos, le retiró sus tropas y Juana fue
herida en la batalla y hecha prisionera por los Borgoñones.
Los franceses la habían abandonado, pero los ingleses
estaban supremamente interesados en tenerla en la cárcel, y así
pagaron más de mil monedas de oro a los de Borgoña para que
se la entregaran y la sentenciaron a cadena perpetua.
Los ingleses la hicieron sufrir muchísimo en la cárcel.
Las humillaciones y los insultos eran todos los días y a todas horas,
hasta el punto que Juana llegó a exclamar: "Esta cárcel ha sido
para mí un martirio tan cruel, como nunca me había imaginado
que pudiera serlo". Pero seguía rezando con fe y proclamando que sí
había oído las voces del cielo y que la campaña que había
hecho por salvar a su patria, había sido por voluntad de Dios.
En ese tiempo estaba muy de moda acusar de brujería
a toda mujer que uno quisiera hacer desaparecer. Y así fue que los
enemigos acusaron a Juana de brujería, diciendo que las victorias
que había obtenido era porque les había hecho brujerías
a los ingleses para poderlos derrotar. Ella apeló al Sumo Pontífice,
pidiéndole que fuera el Papa de Roma el que la juzgara, pero nadie
quiso llevarle al Santo Padre esta noticia, y el tribunal estuvo compuesto
exclusivamente por enemigos de la santa. Y aunque Juana declaró muchas
veces que nunca había empleado brujerías y que era totalmente
creyente y buena católica, sin embargo la sentenciaron a la más
terribles de las muertes de ese entonces: ser quemada viva.
Encendieron una gran hoguera y la amarraron a un poste y la
quemaron lentamente. Murió rezando y su mayor consuelo era mirar el
crucifijo que un religioso le presentaba y encomendarse a Nuestro Señor.
Invocaba al Arcángel San Miguel, al cual siempre le había tenido
gran devoción y pronunciando por tres veces el nombre de Jesús,
entregó su espíritu. Era el 29 de mayo del año 1431.
Tenía apenas 19 años. Varios volvieron a sus casas diciendo:
"Hoy hemos quemado a una santa". 23 años después su madre y
sus hermanos pidieron que se reabriera otra vez aquel juicio que se había
hecho contra ella. Y el Papa Calixto III nombró una comisión
de juristas, los cuales declararon que la sentencia de Juana fue una injusticia.
El rey de Francia la declaró inocente y el Papa Benedicto XV la proclamó
santa.