SANTA MARIANA DE JESÚS PAREDES
1645 d.C.
26 de mayo
Su nombre completo era Mariana
de Jesús Paredes Flores. Nació en Quito (Ecuador) en 1618. Desde
los cuatro años quedó huérfana de padre y madre y al
cuidado de su hermana mayor y de su cuñado, quienes la quisieron como
a una hija.
Desde muy pequeñita demostró una gran inclinación
hacia la piedad y un enorme aprecio por la pureza y por la caridad hacia los
pobres. Ya a los siete años invitaba a sus sobrinas, que eran casi
de su misma edad, a rezar el rosario y a hacer el viacrucis.
Se aprendió el catecismo de tal manera bien que a los
ocho años fue admitida a hacer la Primera Comunión (lo cual
era una excepción en aquella época). El sacerdote que le hizo
el examen de religión se quedó admirado de lo bien que esta
niña comprendía las verdades del catecismo. Al escuchar un sermón
acerca de la cantidad tan grande de gente que todavía no logró
recibir el mensaje de la religión de Cristo, dispuso irse con un grupo
de compañeritas a evangelizar paganos. Por el camino las devolvieron
a sus casas porque no se daban cuenta de lo grave que era la determinación
que habían tomado. Otro día se propuso irse con otras niñas
a una montaña a vivir como anacoretas dedicadas al ayuno y a la oración.
Afortunadamente un toro muy bravo las devolvió corriendo a la ciudad.
Entonces su cuñado al darse cuenta de los grandes deseos de santidad
y oración que esta niña tenía trató de obtener
que la recibieran en una comunidad de religiosas. Pero las dos veces que
trató de entrar de religiosa, se presentaron contrariedades imprevistas
que no le permitieron estar en el convento. Entonces ella se dio cuenta de
que Dios la quería santificar quedándose en el mundo.
Se construyó en el solar de la casa de su hermana una
habitación separada, y allí se dedicó a rezar, a meditar,
y a hacer penitencia.
Había aprendido muy bien la música y tocaba hermosamente
la guitarra y el piano. Había aprendido a coser, tejer y bordar, y
todo esto le servía para no perder tiempo en la ociosidad. Tenía
una armoniosa voz y sentía una gran afición por el canto, y
cada día se ejercitaba un poco en este arte. Le agradaba mucho entonar
cantos religiosos, que le ayudaban a meditar y a levantar su corazón
a Dios. Su día lo repartía entre la oración, la meditación,
la lectura de libros religiosos, la música, el canto y los trabajos
manuales. Su meditación preferida era pensar en la Pasión y
Muerte de Jesús.
En el templo de los Padres Jesuitas encontró un santo
sacerdote que hizo de director espiritual y le enseñó el método
de San Ignacio de Loyola, que consiste en examinarse tres veces por día
la conciencia: por la mañana para ver qué peligros habrá
en el día y evitarlos y qué buenas obras tendremos que hacer.
El segundo examen: al mediodía, acerca del defecto dominante, aquella
falta que más cometemos, para planear como no dejarse vencer por esa
debilidad. Y el tercer examen por la noche, acerca de todo el día,
analizando las palabras, los pensamientos, las obras y las omisiones de esas
12 horas. Esos tres exámenes le fueron llevando a una gran exactitud
en el cumplimiento de sus deberes de cada día.
Para recordar frecuentemente que iba a morir y que tendría
que rendir cuentas a Dios, se consiguió un ataúd y en el dormía
varias noches cada semana. Y el tiempo restante lo tenía lleno de almohadas
que semejaban un cadáver para recordar lo que le esperaba al final
de la vida.
Se propuso cumplir aquel mandato de Jesús: "Quien desea
seguirme que se niegue a sí mismo". Y desde muy niña empezó
a mortificarse en la comida, en el beber y dormir. En el comedor colocaba
una canastita debajo de la mesa y se servía en cantidades iguales a
todos los demás pero, sin que se dieran cuenta, echaba buena parte
de esos alimentos en el canasto, y los regalaba después a los pobres.
Uno de los sacrificios que más la hacían sufrir era no tomar
ninguna bebida en los días de mucho calor. Pero la animaba a esta mortificación
el pensar en la sed que Jesús tuvo que sufrir en la cruz. Se colocaba
en la cabeza una corona de espinas mientras rezaba el rosario. Muchísimos
rosarios los rezó con los brazos en cruz.
Como sacrificio se propuso no salir de su casa sino al templo
y cuando alguna persona tuviera alguna urgente necesidad de su ayuda. Así
que el resto de su vida estuvo recluida en su casa. Solamente la veían
salir cada mañana a la Santa Misa, y volver luego a vivir encerrada
dedicada a las lecturas espirituales, a la meditación, a la oración,
al trabajo y a ofrecer sacrificios por la conversión de los pecadores.
Se propuso llenar todos sus días de frecuentes actos de amor a Dios.
Cada día rezaba 12 Salmos de la S. Biblia. Ayunaba frecuentemente.
María recibió de Dios el don de consejo y así
sucedía que los consejos que ella daba a las personas les hacían
inmenso bien. También le dio a conocer Nuestro Señor varios
hechos que iban a suceder en lo futuro, y así como ella los anunció,
así sucedieron (incluyendo la fecha de su muerte, que según
anunció sería un viernes 26). Tenía un don especial para
poner paz entre los que se peleaban y para lograr que ciertos pecadores dejaran
su vida de pecado. A un sacerdote muy sabio pero muy vanidoso le dijo después
de un brillantísimo sermón: "Mire Padre, que Dios lo envió
a recoger almas para el cielo, y no a recoger aplausos de este suelo". Y
el padrecito dejó de buscar la estimación al predicar.
En una enfermedad le sacaron sangre y la muchacha de servicio
echó en una matera la sangre que le habían sacado a Mariana,
y en esa matera nació una bellísima azucena. Con esa flor la
pintan a ella en sus cuadros. Y azucena de pureza fue esta santa durante toda
su vida.
Sucedieron en Quito unos terribles terremotos que destruían
casas y ocasionaban muchas muertes. Un padre jesuita dijo en un sermón:
- "Dios mío: yo te ofrezco mi vida para que se acaben los terremotos".
Pero Mariana exclamó: - "No, señor. La vida de este sacerdote
es necesaria para salvar muchas almas. En cambio yo no soy necesaria. Te ofrezco
mi vida para que cesen estos terremotos". La gente se admiró de esto.
Y aquella misma mañana al salir del templo ella empezó a sentirse
muy enferma. Pero desde esa mañana ya no se repitieron los terremotos.
Una terrible epidemia estaba causando la muerte de centenares
de personas en Quito. Mariana ofreció su vida y todos sus dolores para
que cesara la epidemia. Y desde el día en que hizo ese ofrecimiento
ya no murió más gente de ese mal allí. Por eso el Congreso
del Ecuador le dio en el año 1946 el título de "Heroína
de la Patria".
Acompañada por tres padres jesuitas murió santamente
el viernes 26 de mayo de 1645. Desde entonces los quiteños le han tenido
una gran admiración. Su entierro fue una inmensa ovación de
toda la ciudad. Y los continuos milagros que hizo después de su muerte,
obtuvieron que el Papa Pío IX la declarara beata y el Papa Pío
XII la declarara santa.