SANTA MARÍA ROSA MOLAS
1876 d.C.
11 de junio
Cuando el 8 de mayo de 1977
era beatificada María Rosa Molas y Vallvé, Pablo VI contemplaba
a la humanidad que, en su «lento peregrinar hacia metas de anhelada
superación», con frecuencia «solo alcanza un humanismo
débil, parcial, ambiguo, formal, cuando no falseado». Contemplaba
a nuestra sociedad «azotada por múltiples formas de violencia»,
desde la difusión de la droga, a la plaga del aborto, del criminal
comercio de armas a la creciente miseria de tantos pueblos de la tierra.
A esta humanidad desorientada y a este mundo deshumanizado,
presentaba el mensaje y la figura de María Rosa Molas corno «maestra
en humanidad » y «auténtico instrumento » de la misericordia
y la consolación de Dios.
A distancia de 11 anos, nuestro mundo sigue perturbado por
los mismos fenómenos, y el hombre, que con frecuencia pierde el sentido
ultimo de su existencia, sigue necesitando el anuncio de «la consolación,
del amor y la misericordia de Dios».
La Canonización de María Rosa Molas forma parte
de ese anuncio. Es un grito de esperanza para la humanidad y una llamada que
la Iglesia vuelve a lanzar a cuantos creen en el hombre y «quieren dedicarse
a la creación de un mundo mas humano y mas hermanado».
La vida de María Rosa Molas es una palabra de consolación
para el hombre. Sus contemporáneos afirman que «en el mundo parece
que estaba únicamente para consuelo de todos». Esa fue y esa
sigue siendo su misión en la Iglesia: Hacerse transparencia de la
Misericordia del Padre y mostrar a los hombres los caminos de la Consolación
de Dios.
Esos caminos que María Rosa recorrió, parten
en ella del encuentro con Dios en Cristo, descubierto en una profunda contemplación
de su misterio, gustado en una serena experiencia de cruz.
María Rosa vive contemplando, «mirando a Jesucristo».
En su pobreza lo contempla « tan pobre que no tenía donde descansar
la cabeza », en las pruebas del espíritu «piensa en la
Oración del Huerto». En toda clase de pruebas experimenta y ensena
a sus hijas que «en el Calvario a los pies de Jesús, se encuentra
todo consuelo y alivio». Mirando a Jesucristo en su prójimo,
sus caminos de consolación se hacen entrega incondicional al hermano,
servido hasta el olvido y el sacrificio total de sí misma.
A través de una intensa vida de oración que,
con frecuencia prolonga a lo largo de noches enteras, «se hace perfecta
discípula de Jesús». Ahí es donde se le da «una
lengua de discípulo para poder decir al cansado una palabra alentadora»
(Is 50, 4). De la contemplación saca la fortaleza para una entrega
que no conoce límites y que la impulsa a «vivir en la caridad
hasta morir víctima de la caridad».
María Rosa Molas había nacido en Reus, de una
familia de artesanos, el 24 de marzo de 1815, siendo bautizada al día
siguiente con los nombres de Rosa Francisca María de los Dolores.
Su padre, José Molas, tenía sangre andaluza en
su ascendencia. Su madre, María Vallvé, profundas raíces
catalanas. Esto confiere a María Rosa un temperamento rico, marcado
por cualidades distintas, que se contraponen y armonizan entre sí.
Por una parte, es intuitiva y sensible. Hay en ella ternura y delicadeza de
sentimientos, empatía ante el sufrimiento de los demás y creatividad
para aliviarlo.
Por otra, marcada por el «seny de la terra» del
pueblo catalán, tiene un «carácter vivo y enérgico,
emprendedor y decidido», «espíritu fuerte y tenaz».
Sentido práctico.
La contemplación se hace en ella servicio concreto.
La misma humildad se traduce en «energía trabajadora incansable».
Lleva siempre en su servicio «un gesto desembarazado», «un
aire despejado en el trabajo». Tratando de hacer el bien no encuentra
obstáculos. «Nada dificulta su afán de bien obrar».
Su confesor y primer biógrafo observa que su nacimiento
ocurrió en la noche del Jueves al Viernes Santo y ve en esta circunstancia
un signo de los dones con que la enriqueció el Señor: «Sin
duda, quiso que viniesen a reflejarse muy vivamente en ella el más
grande amor de los amores, y la más cruel desolación de Jesús».
Según él, era esto anuncio de su participación en los
sentimientos de Cristo para que pudiera ser «maestra de su Cariño»
y «mensajera de gran caridad». Era «el preludio de las intensas
y frecuentes desolaciones con que sería probada».
María Rosa, en efecto, a partir del día de su
Primera Comunión, vive una profunda experiencia mística, en
la que el Señor, a veces, le da a gustar la dulzura inefable de su
presencia. «Quien llega a probar cuan dulce es Dios, -exclama- no puede
dejar de caminar en su presencia». Dios es para ella «Esposo dulce»
o simplemente «Dulzura mía».
Pero en su experiencia espiritual más frecuentemente
predominan « el silencio de Dios » y la dolorosa sensación
de la ausencia del Esposo, por quien se desvive.
Esta experiencia, que marca su vida, la hace entrar en un camino
de humildad y abnegación, de olvido de sí misma y búsqueda
incansable de la gloria de Dios y del bien de los hermanos. Es esa la actitud
honda de su vida, que expresa cuando repite: «Todo sea para gloria de
Dios. Todo para bien de los hermanos. Nada para nosotras». Este es
el camino de «humildad, sencillez y caridad, de abnegación y
espíritu de sacrificio» que ella dice «son el alma de su
Instituto». Es la «humildad de la caridad» que la lleva
a vivir «fascinada por el otro» y a realizar los gestos más
heroicos de caridad con la mayor sencillez y naturalidad.
En enero de 1841 había entrado en una Corporación
de Hermanas de la Caridad, que prestaban sus servicios en el Hospital y la
Casa de Caridad de Reus. Allí da pruebas de caridad heroica, en el
humilde servicio a los más pobres; allí escucha el clamor de
su pueblo, se conmueve y sale en su defensa. El 11 de junio de 1844, asediada
y bombardeada la ciudad de Reus por las tropas del General Zurbano, con otras
dos Hermanas, atraviesa la línea de fuego, se postra a los pies del
General, pide y obtiene la paz para su pueblo.
Años después, va con otras Hermanas a Tortosa,
donde su campo de acción se amplía. Allí descubre la
falsa situación del grupo al que pertenece y experimenta «la
orfandad espiritual en que se halla». Su inmenso amor a la Iglesia la
lleva a dialogar con sus hermanas, a discernir con ellas los caminos del Señor.
El 14 de marzo de 1857, se pone bajo la obediencia de la autoridad eclesiástica
de Tortosa. Se encuentra así, sin haberlo deseado nunca, Fundadora
de una Congregación que, al año siguiente -el 14 de noviembre-
a petición de María Rosa, se llamará, Hermanas de la
Consolación, porque las obras en que de ordinario se ejercitan»
... «se dirigen todas a consolar a sus prójimos».
Por voluntad suya, la Congregación tendrá por
fin: «Dilatar el conocimiento y Reino de Jesucristo», «como
manantial y modelo de toda caridad, Consuelo y perfección» y
«continuar la Misión sobre la tierra de nuestro dulcísimo
Redentor», «consolando al afligido», educando, sirviendo
al hombre en «cualquier necesidad».
El Señor la había preparado para la misión
de Fundadora a través de múltiples servicios y situaciones,
a veces dolorosas, que ella vivió Con serena y heroica paciencia. Tal
fue la grave calumnia de la que fue objeto cuando, en obediencia a sus Superiores,
tuvo que prepararse en secreto y sacar el título de Magisterio. Tal,
la persecución que las autoridades civiles emprendieron contra ella
en varias ocasiones.
María Rosa vive con fortaleza estas situaciones; las
vive en silencio y tiene «para cuantos afligen su espíritu, delicadas
atenciones y afabilidad». Las vive con serenidad y, a patentes injusticias,
responde con servicios generosos y hasta heroicos.
Así, a las autoridades de Tortosa que injustamente la
han alejado de la Escuela pública de niñas, presta su ayuda
para la organización de un Lazareto, «dispuesta a sacrificarlo
todo en pro de nuestros pobrecitos hermanos», por si sus «servicios
fuesen bastantes para aliviar la suerte del prójimo».
Esta mansedumbre y paciencia en soportar, no son en María
Rosa, cobardía ni debilidad, sino fortaleza que se hace «parresía»,
valentía y libertad evangélicas, cuando están en juego
los intereses de los pobres, la verdad, o la defensa del débil. La
vemos oponerse con energía a un alcalde que pretende hacerle jurar
una Constitución española que va contra los intereses de la
Iglesia; salir en defensa de las amas de lactancia a quienes la administración
no paga el justo salario; defender a sus hijas, injustamente desacreditadas
por un administrativo de uno de sus Hospitales; impedir a un médico
utilizar a los niños expósitos para experimentar intervenciones
quirúrgicas.
Y esto lo hace María Rosa sin perder en ningún
momento su sereno equilibrio. «Poseía el secreto de ganar los
corazones», «infundía recogimiento y veneración».
«Era inexplicable verla siempre bondadosa, afable y cariñosa
con una superioridad de espíritu envidiable». Esta actitud constante
que caracteriza a María Rosa Molas, se entiende tan sólo desde
«el secreto de su corazón, que llenaba sólo Dios».
Era «efecto del íntimo y continuo trato con Dios que presidía
su vida, su acción, sus afectos».
«Creía de poca importancia cualquier sacrificio,
humillaciones, calumnias, persecuciones. Cuanto la acercaba a Dios le era
muy grato ... Difícil, inaguantable y amargo lo que sospechaba que
a El ofendía».
Desde ese amor a Dios «se hacía Caridad vivida»,
«se inclinaba sobre el necesitado, sin distinción alguna»,
si no era en favor de los ancianos más desvalidos y de los niños
más abandonados «que eran la pupila de sus ojos».
Pasa su vida haciendo el bien, ofreciéndose a sí
misma «en el don de una completa entrega en la misericordia y en el
consuelo, a quien lo buscaba y a quien, aun sin saberlo, lo necesitaba».
Cumple así su misión consoladora hasta que, a
fines de mayo de 1876, siente que el Señor se acerca. Tras breve enfermedad,
herida más por el deseo de Dios que por males físicos, desgastada
por su servicio incansable a los pobres, más que por los años,
pide permiso a su Confesor para morir: «¡Déjeme marchar!»
Después de recibir su asentimiento: «Cúmplase la santísima
voluntad de Dios», moría al caer el 11 de junio de 1876, domingo
de la Santísima Trinidad.
Dejaba su misión consoladora en la Iglesia a su Familia
religiosa, las Hermanas de Nuestra Señora de la Consolación,
que hoy está esparcida en once naciones y cuatro continentes.