SAN TELESFORO
125-136 d.C.
Entre los auxiliares de
los Apóstoles en la promulgación de la fe cristiana, se refieren
aquellos esclarecidos imitadores de los santos profetas Elías y Eliseo,
habitantes del Monte Carmelo, donde en honor de la Santísima Vírgen
edificaron un oratorio para darle culto, los cuales predicaban el Evangelio
entre los gentiles y judíos esparcidos por Palestina, Samaria y otras
provincias. Uno de los profesores de ese instituto fue San Telésforo,
griego de nación, hombre de espíritu, cuya fama ilustró
las regiones del Oriente y llegó a Roma, donde, conocido su mérito,
después de la muerte del Papa Sixto I fue electo Sumo Pontífice
en el día 9 del mes de abril del año 125.
Tenía la Iglesia necesidad de un pastor magnánimo,
brioso y científico, en tiempo que el furor de los gentiles la perseguía
de muerte, y la perversidad de los herejes no perdonaba medio para corromper
el Sagrado Depósito de la Fe y santidad de las costumbres. Todo este
auxilio logró en Telésforo, que elevado a aquella cátedra,
se portó como un verdadero sucesor de San Pedro. Bien persuadido de
las obligaciones propias de un pastor universal de la Iglesia, procuró
desempeñarlas con la mayor vigilancia. No faltaron en su tiempo ocasiones
para demostrarlo. Los discípulos de Basílides Antioqueno, hombre
de ingenio agudo y perverso, socio de Saturnino y discípulo de Menandro,
penetraron hasta Roma, con el fin de sembrar en ella el veneno de su impía
doctrina contra el Redentor del mundo.
Cerdon, otro heresiarca maligno, que por principios de su
secta establecía dos dioses, uno bueno y otro malo, despreciaba el
Antiguo Testamento y los Profetas, y negaba que Jesucristo hubiese nacido
de Santa María Vírgen, tenido verdadera carne, padecido y muerto
en realidad, con los sofismas de que se valía tenía engañados
a no pocos hombres simples. Estos, y otros montruos del infierno que se reunieron
en la capital del orbe cristiano, perseguían a la Iglesia con más
daño que los mismos gentiles; más Telésforo, oponiéndose
a semejantes fieras, con desvelos libró al rebaño de Jesucristo
del contagio de las herejías, con suceso tan feliz, que en su tiempo
se vió en Roma, centro de la unidad y de la fe, florecer ésta,
el fervor de los fieles y santidad de sus costumbres.
No satisfecho su celo con tal fatiga, deseoso de dilatar
el reino de Jesucristo, envió operarios apostólicos por diferentes
partes del mundo a que predicasen el Santo Evangelio, y con la luz de su
celestial doctrina ilustrasen a los miserables infieles sumergidos en las
tinieblas de la idolatría. Aún en tiempo tan turbulento como
el de su pontificado, halló lugar su solicitud para establecer varios
reglamentos utilísimos sobre disciplina eclesiástica. Fueron
memorables entre ellos la disposición de que los obispos y sacerdotes
de Dios no fuesen acusados por los seglares, ni manchados por cualesquiera
clase de calumnias: que no se juzgase al prójimo con temeridad, especificando
la clase de acusadores que debían admitirse en los juicios; y mostrado
con muchos testimonios de la Santa Escritura la malicia de los que fuesen
tales contra los siervos de Dios.
Asimismo estableció la abstinencia de carnes y lacticinios
por el espacio de siete semanas precedentes a la Pascua de Resurrección;
de modo que, aunque el ayuno cuadragesimal tuvo su origen de institución
apostólica, observado por tradición según las diversas
costumbres de las Iglesias. Telésforo le ordenó en el tiempo
dicho por constitución perpetua. También dispuso que en la
noche de la Natividad de Nuestro Salvador Jesucristo; otra al romper la aurora,
cuando fue adorado por los pastores, y otra en la hora de tercia en señal
de la luz que brilló sobre nosotros por el nacimiento del Mesías;
con la prevención de que en estas y otras Misas solemnes se rezase
o cantase el himno Gloria in exclesis Deo, y de que en el Santo Sacrificio
se dijese el Evangelio antes cánon. Cuatro veces dio órdenes
en el mes de diciembre, en las que creó diez y nueve presbíteros,
diez y ocho diáconos, y trece obispos para diversas Iglesias.
Después de haber gobernado la Iglesia once años,
nueve meses y tres días, terminó su carrera con la gloria del
martirio en tiempo del emperador Antonino Pío, en el día 5
de enero del año 136.