SANTOS MONJES CARTUJOS DE INGLATERRA
2 de mayo
Muerto Arturo, príncipe
de Gales, sin dejar sucesión de Doña Catalina, hija de los reyes
católicos Don Fernando e Isabel y princesa de heróicas virtudes,
sucedióle en el reino su hermano Enrique VIII, quien casó con
la princesa viuda con la dispensa que concedió el Papa Julio II. Habiendo
el rey Enrique consumado el matrimonio, y después de haber tenido
de él una hija llamada Doña María, la cual fue reina
de España y mujer del rey don Felipe II, se enamoró nrique de
una dama de la Reina llamada Ana Bolena, mujer hermosa, pero vana y muy inconstante.
Ésta fue la piedra del escándalo y la que ocasionó
en aquel reino tantas desdichas, siendo la mayor el abrir la puerta a la herejía,
como adelante se dirá aunque muy de paso, porque sólo es el
intento de que sirva de inteligencia para referir el suceso del martirio de
los Santos Monjes Cartujos. Dio cuenta de sus amores Enrique al cardenal Tomás
Evoracense, hombre muy deshonesto y adulador. Éste por no perder la
gracia del rey, no le disuadió su pasión, antes se la aplaudió,
y propuso medios para ejecutarla. Díjole que podía repudiar
a la Reina su Mujer, y casarse en público con Ana Bolena, pues la
dispensa del Papa era nula, porque no había podido concederla; añadiendo,
que por derecho divino y humano estaba prohibido que una mujer casara con
dos hermanos. Y para disimular más su dañada intención.
dijo que los hijos nacidos de aquel matrimonio debían permanecer,
porque a los tales la ignorancia los excusaba. Gustó mucho de oírle
el Rey, por haber sido muy ajustada a sus deseos la proposición; y
así luego puso en ejecución tanto el repudiar a la Reina, como
el casarse con Ana Bolena; y para este fin mandó que la Reina fuese
encerrada en una torre fuerte, donde estuvo presa hasta que murió,
llevando esta santa señora con tanta resignación este golpe,
que aseguran no se oyó de su boca palabra de impaciencia ni descom
puesta contra el Rey ni sus ministros; antes siempre con semblante apacible
con sus oraciones y lágrimas que de continuo derramaba, pedía
a Dios la salud espiritual de su marido, y que le trajera al verdadero conocimiento
de sus errores; y lo mismo solicitaba y pedía por los que la asistían.
Ventilóse entre los hombres doctos este punto, si pudo
o no el Pontífice dispensar y conceder que Enrique casase con Doña
Catalina por haber sido mujer de Arturo su hermano. Gran desvelo causó
todo esto en todas las universidades, y estudiando el caso muy de propósito,
resolvieron todas, unánimes y conformes, ser válido el matrimonio,
condenando el error y resolución temeraria de Enrique, declarando que
así por derecho divino, como por humano, era constante que Su Santidad
pudo dispensar, y calificáronlo con gravísimas autoridades y
doctrinas. No fueron suficientes para Enrique tantas y tan grandes razones
y autoridades; antes al contrario, más obstinado que nunca, prosiguió
n su malvado ejemplo, dando el mayor escándalo a sus vasallos.
Después de la muerte de los Papas Julio II, León
X y Adriano VI, Clemente VII viendo que no aprovechaban con el Rey sus paternales
exhortaciones, ni las de sus antecesores, para que dejase la adúltera
Bolena, y se volviese con la Reina Doña Catalina, resolvió obligarle
y reducirle, promulgando y agravándole con censuras. Pero lo que había
de servir de enmienda fue mayor precipicio para caer en otro nuevo y pésimo
error, que fue negarle la obediencia haciéndose cabeza de toda la
Iglesia anglicana, mandando que en todo su reino como a tal le obedeciesen
y reconociesen todos. A este efecto despachó comisarios que por todas
sus provincias obligasen a las personas principales de ambos estados, eclesiástico
y secular, a que de la suerte que se hizo en el repudio de la Reina firmasen
el negar obediencia al Sumo Pontífice, y que él únicamente
fuese reconocido por cabeza; dándoles órdenes tan rigurosas
y severas, que los que se resistiesen fueran al punto apremiados con tormentos
crueles, y si perseverasen renitentes, se les castigase con pena de muerte.
¡Oh qué de mártires ganó en esta ocasión
el cielo por no querer firmar, eligiendo por más suave y glorioso
tormento derramar su sangre que aprobar la conducta del depravado Rey!.
No se escaparon de esta borrasca los hijos de San Bruno, aún
estando en sus retiros y desterrados en los desiertos de la población
común. Llegaron los comisarios al monasterio de la Salutación
de la Virgen, distante dos leguas de Londres, y con grande estruendo y desacato
llamaron a la portería para que saliese el Padre Prior, que lo era
el Reverendo Padre Don Juan Houthon. Era éste tan docto como Santo,
su edad hasta 48 años, blanco, rubio y muy guapo; su estatura no era
de las mayores. Salió a recibirles, y los pérfidos ejecutores,
habiendo propuesto que venían con la órden de que firmara ser
legítimo el repudio de la Reina, le mandaron que hiciesen lo mismo
los más graves y doctos religiosos de aquella comunidad, so pena de
incurrir en la desgracia de su Príncipe y de otras que tenían
reservadas a su arbitrio, con potestad para ejecutarlas a la medida de su
antojo contra los rebeldes. Bien descuidados de todo esto y de lo que
pasaba estaban los santos monjes; pero quiso Dios con aquella persecución
prevenirles la corona del martirio, la cual admitieron con mucho gusto, ofreciendo
sus vidas en defensa de la Religión y obediencia a la Silla apostólica.
Respondió a los ministros con mucha benignidad y humildad rendida al
santo Prior, que su Instituto era muy contrario a la proposición; que
por no saber nada del mundo habían huido del siglo a las soledades
y desiertos, y que sólo se ocupaban él y sus monjes en dar alabanzas
a su Creador, gastando en ella la mayor parte del día y de la noche;
y por lo tanto, les suplicaba por sí y en nombre de toda aquella religiosa
casa los excusasen de tales suscripciones.
Ha obrado el Señor por la intercesión de estos
Santos muchos y grandes milagros.