SAN TRANQUILINO UBIARCO ROBLES
1928 d.C.
5 de octubre

San Tranquilino Ubiarco Robles

   Nacido, el 8 de julio de 1899, fuera de matrimonio, su niñez estuvo llena de privaciones. Inició su formación escolar en el Asilo del Salvador; de ahí pasó a la escuela oficial, donde cursó el tercer año de primaria, simultáneamente se integró al círculo vocacional y ahí nació su inquietud por el sacerdocio ministerial.

   A los diez años de edad ingresó al Seminario Auxiliar de Zapotlán el Grande, su lugar de origen, y logró su cometido el 5 de agosto de 1923, cuando se ordenó presbítero, justo en los tiempos más difíciles para el sector clerical.

   Fue trasladado a la parroquia de, Juchipila, en donde permaneció menos de un año, pues ahí lo sorprendió el enfrentamiento entre el Estado Mexicano y la Iglesia Católica, y fue nombrado vicario de la Parroquia de Lagos de Moreno, Jalisco. Se entregó con ímpetu a la acción social; en plena persecución religiosa el Padre Ubiarco se mantuvo incansable en su ministerio sacerdotal, y aunque lo ejercía con gran dificultad, celebraba la Santa Misa en las casas particulares y en los ranchos, y confesaba hasta altas horas de la noche.

     En el clímax de la persecución religiosa, el titular de la parroquia de Tepatitlán, Jalisco, se refugió fuera de la población, dejando ésta sin el amparo de un sacerdote, por lo que Tranquilino Ubiarco fue nombrado vicario ecónomo con funciones de párroco. Cuando llegó allí, la tensión era máxima. Con poco apoyo, vestido como obrero o campesino, rodeado de peligros, ejerció su ministerio durante quince meses en casas particulares, cada día en una distinta.

    En cuanto, el ejército federal quiso reprimir a la población civil que se solidarizaba con los católicos e implementó el dispositivo más cruel de que se tenga memoria; concentrar a los vecinos de rancherías, aldeas, y villas, en las cabeceras de los municipios. A Tepatitlán llegaron centenares de menesterosos; muchos de ellos fueron atendidos por la solicitud del Padre Ubiarco, quien estableció un comedor público en el que llegaron a distribuirse hasta cien raciones diarias de alimentos.

   La noche del 5 de octubre, varios soldados, guiados por el presidente municipal Arturo Peña, aprehendieron al sacerdote y lo recluyeron a un calabozo. El Padre Tranquilino, muy sereno, invitó a los otros presos a rezar el Rosario y luego a reconciliarse. Dos horas después lo hicieron comparecer ante el jefe de armas, coronel José Lacarra, quien decretó en el acto la pena de muerte.

   Camino a su suplicio, el Padre Ubiarco quiso saber cuál de los soldados le daría muerte y como nadié respondió, dijo; “Todo está dispuesto por Dios, y el que es mandado, no es culpable”. Al escuchar esto, el soldado que había recibido la orden, se declaró incapaz de cumplimentarla, por lo que su superior inmediato ordenó su arresto. Preguntó luego el prisionero con qué instrumento le darían muerte, y le mostraron una soga, que sin más bendijo. Elegida la rama de uno de aquellos árboles, lo ahorcaron.

   El cadáver fue abandonado al pie del árbol, y al día siguiente la señorita Elodia Navarro gestionó que el cuerpo fuera velado al menos unas horas. Fue insuficiente la casa para dar cabida al tumulto que concurrió, y como la sala en que se veló tenía dos puertas, se dispuso que entraran por una puerta y salieran por la otra. El sepelio congregó a tal cantidad de personas que Lacarra, previendo un tumultó, ordenó levantar barricadas para montar metrallas. Para evitar que los ánimos se exaltaran, el único familiar consanguíneo del mártir, su hermana Timotea, anticipó la inhumación.

  Cincuenta años después de su martirio, el 5 de octubre de 1978, sus restos mortales fueron trasladados por el pueblo entero, con grandes muestras de respeto, al templo parroquial, donde se le venera con particular cariño.

  El Padre Tranquilino abrigaba la gracia de morir por su fe. En repetidas ocasiones manifestó este deseo. Dos días antes de su muerte, presintiendo el holocausto, estuvo en Guadalajara, se confesó e hizo públicamente este comentario: “Ya me voy a mi parroquia, a ver qué puedo hacer, y si me toca morir por Dios, bendito sea”.

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(Samuel Miranda)