SAN VICENTE FERRER
1419 d.C.
5 de abril
San Vicente, confesor, llamado
Ferrer, de la Orden de predicadores en Vannes, en la Bretaña menor,
el cual siendo poderoso en obras y en palabras convirtió a muchos
miles de infieles a Jesucristo.
Nació en 1350 en Valencia, España. Sus padres
le inculcaron desde muy pequeñito una fervorosa devoción hacia
Jesucristo y a la Virgen María y un gran amor por los pobres. Le encargaron
repartir las cuantiosas limosnas que la familia acostumbraba a dar. Así
lo fueron haciendo amar el dar ayudas a los necesitados. Lo enseñaron
a hacer una mortificación cada viernes en recuerdo de la Pasión
de Cristo, y cada sábado en honor de la Virgen Santísima. Estas
costumbres las ejercitó durante toda su vida. Se hizo religioso en
la Comunidad de los Padres Dominicos y, por su gran inteligencia, a los 21
años ya era profesor de filosofía en la universidad.
Durante su juventud el demonio lo asaltó con violentas
tentaciones y, además, como era extraordinariamente bien parecido,
varias mujeres de dudosa conducta se enamoraron de él y como no les
hizo caso a sus zalamerías, le inventaron terribles calumnias contra
su buena fama. Todo esto lo fue haciendo fuerte para soportar las pruebas
que le iban a llegar después.
Siendo un simple diácono lo enviaron a predicar a Barcelona.
La ciudad estaba pasando por un período de hambre y los barcos portadores
de alimentos no llegaban. Entonces Vicente en un sermón anunció
una tarde que esa misma noche llegarían los barcos con los alimentos
tan deseados. Al volver a su convento, el superior lo regañó
por dedicarse a hacer profecías de cosas que él no podía
estar seguro de que iban a suceder. Pero esa noche llegaron los barcos, y
al día siguiente el pueblo se dirigió hacia el convento a aclamar
a Vicente, el predicador. Los superiores tuvieron que trasladarlo a otra
ciudad para evitar desórdenes.
Vicente estaba muy angustiado porque la Iglesia Católica
estaba dividida entre dos Papas y había muchísima desunión.
De tanto afán se enfermó y estuvo a punto de morir. Pero una
noche se le apareció Nuestro Señor Jesucristo, acompañado
de San Francisco y Santo Domingo de Guzmán y le dio la orden de dedicarse
a predicar por ciudades, pueblos, campos y países. Y Vicente recuperó
inmediatamente su salud. En adelante por 30 años, Vicente recorre
el norte de España, y el sur de Francia, el norte de Italia, y el
país de Suiza, predicando incansablemente, con enormes frutos espirituales.
Los primeros convertidos fueron judíos y moros. Dicen
que convirtió más de 10,000 judíos y otros tantos musulmanes
o moros en España. Y esto es admirable porque no hay gente más
difícil de convertirse al catolicismo que un judío o un musulmán.
Las multitudes se apiñaban para escucharle, donde quiera
que él llegaba. Tenía que predicar en campos abiertos porque
las gentes no cabían en los templos. Su voz sonora, poderosa y llena
de agradables matices y modulaciones y su pronunciación sumamente
cuidadosa, permitían oírle y entenderle a más de una
cuadra de distancia.
Sus sermones duraban casi siempre más de dos horas (un
sermón suyo de las Siete Palabras en un Viernes Santo duró
seis horas), pero los oyentes no se cansaban ni se aburrían porque
sabía hablar con tal emoción y de temas tan propios para esas
gentes, y con frases tan propias de la S. Biblia, que a cada uno le parecía
que el sermón había sido compuesto para él mismo en
persona.
Antes de predicar rezaba por cinco o más horas para pedir a
Dios la eficacia de la palabra, y conseguir que sus oyentes se transformaran
al oírle. Dormía en el puro suelo, ayunaba frecuentemente y
se trasladaba a pie de una ciudad a otra (los últimos años
se enfermó de una pierna y se trasladaba cabalgando en un burrito).
En aquel tiempo había predicadores que lo que buscaban
era agradar a los oídos y componían sermones rimbombantes que
no convertían a nadie. En cambio a San Vicente lo que le interesaba
no era lucirse sino convertir a los pecadores. Y su predicación conmovía
hasta a los más fríos e indiferentes. Su poderosa voz llegaba
hasta lo más profundo del alma. En pleno sermón se oían
gritos de pecadores pidiendo perdón a Dios, y a cada rato caían
personas desmayadas de tanta emoción. gentes que siempre habían
odiado, hacían las paces y se abrazaban. Pecadores endurecidos en
sus vicios pedían confesores. El santo tenía que llevar consigo
una gran cantidad de sacerdotes para que confesaran a los penitentes arrepentidos.
Hasta 15,000 personas se reunían en los campos abiertos, para oírle.
Después de sus predicaciones lo seguían dos grandes
procesiones: una de hombres convertidos, rezando y llorando, alrededor de
una imagen de Cristo Crucificado; y otra de mujeres alabando a Dios, alrededor
de una imagen de la Santísima Virgen. Estos dos grupos lo acompañaban
hasta el próximo pueblo a donde el santo iba a predicar, y allí
le ayudaban a organizar aquella misión y con su buen ejemplo conmovían
a los demás.
Como la gente se lanzaba hacia él para tocarlo y quitarle
pedacitos de su hábito para llevarlos como reliquias, tenía
que pasar por entre las multitudes, rodeado de un grupo de hombres encerrándolo
y protegiéndolo entre maderos y tablas. El santo pasaba saludando
a todos con su sonrisa franca y su mirada penetrante que llegaba hasta el
alma.
Las gentes se quedaban admiradas al ver que después de sus
predicaciones se disminuían enormemente las borracheras y la costumbre
de hablar cosas malas, y las mujeres dejaban ciertas modas escandalosas o
adornos que demostraban demasiada vanidad y gusto de aparecer. Y hay un dato
curioso: siendo tan fuerte su modo de predicar y atacando tan duramente al
pecado y al vicio, sin embargo las muchedumbres le escuchaban con gusto porque
notaban el gran provecho que obtenían al oírle sus sermones.
Vicente fustigaba sin miedo las malas costumbres, que son la
causa de tantos males. Invitaba incesantemente a recibir los santos sacramentos
de la confesión y de la comunión. Hablaba de la sublimidad
de la Santa Misa. Insistía en la grave obligación de cumplir
el mandamiento de Santificar las fiestas. Insistía en la gravedad
del pecado, en la proximidad de la muerte, en la severidad del Juicio de
Dios, y del cielo y del infierno que nos esperan. Y lo hacía con tanta
emoción que frecuentemente tenía que suspender por varios minutos
su sermón porque el griterío del pueblo pidiendo perdón
a Dios, era inmenso.
Pero el tema en que más insistía este santo predicador
era el Juicio de Dios que espera a todo pecador. La gente lo llamaba "El
ángel del Apocalipsis", porque continuamente recordaba a las gentes
lo que el libro del Apocalipsis enseña acerca del Juicio Final que
nos espera a todos. El repetía sin cansarse aquel aviso de Jesús:
"He aquí que vengo, y traigo conmigo mi salario. Y le daré
a cada uno según hayan sido sus obras" (Apocalipsis 22,12). Hasta
los más empecatados y alejados de la religión se conmovían
al oírle anunciar el Juicio Final, donde "Los que han hecho el bien,
irán a la gloria eterna y los que se decidieron a hacer el mal, irán
a la eterna condenación" (San Juan 5, 29).
Los milagros acompañaron a San Vicente en toda su predicación.
Y uno de ellos era el hacerse entender en otros idiomas, siendo que él
solamente hablaba su lengua materna y el latín. Y sucedía frecuentemente
que las gentes de otros países le entendían perfectamente como
si les estuviera hablando en su propio idioma. Era como la repetición
del milagro que sucedió en Jerusalén el día de Pentecostés,
cuando al llegar el Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego, las
gentes de 18 países escuchaban a los apóstoles cada uno en
su propio idioma, siendo que ellos solamente les hablaban en el idioma de
Israel.
San Vicente se mantuvo humilde a pesar de la enorme fama y de
la gran popularidad que le acompañaban, y de las muchas alabanzas
que le daban en todas partes. Decía que su vida no había sido
sino una cadena interminable de pecados. Repetía: "Mi cuerpo y mi
alma no son sino una pura llaga de pecados. Todo en mí tiene la fetidez
de mis culpas". Así son los santos. Grandes ante la gente de la tierra
pero se sienten muy pequeñitos ante la presencia de Dios que todo
lo sabe.
Los últimos años, ya lleno de enfermedades, lo
tenían que ayudar a subir al sitio donde iba a predicar. Pero apenas
empezaba la predicación se transformaba, se le olvidaban sus enfermedades
y predicaba con el fervor y la emoción de sus primeros años.
Era como un milagro. Durante el sermón no parecía viejo ni
enfermo sino lleno de juventud y de entusiasmo. Y su entusiasmo era contagioso.
Murió en plena actividad misionera, el Miércoles de Ceniza,
5 de abril del año 1419. Fueron tantos sus milagros y tan grande su
fama, que el Papa lo declaró santo a los 36 años de haber muerto,
en 1455.
El santo regalaba a las señoras que peleaban mucho con
su marido, un frasquito con agua bendita y les recomendaba: "Cuando su esposo
empiece a insultarle, échese un poco de esta agua a la boca y no se
la pase mientras el otro no deje de ofenderla". Y esta famosa "agua de Fray
Vicente" producía efectos maravillosos porque como la mujer no le
podía contestar al marido, no había peleas. Ojalá que
en muchos de nuestros hogares se volviera a esta bella costumbre de callar
mientras el otro ofende. Porque lo que produce la pelea no es la palabra
ofensiva que se oye, si no la palabra ofensiva que se responde.
Oraciones a San Vicente Ferrer