SAN VIRILA DE LEYRE
Siglo XI d.C.
1 de octubre

San Virila de Leyre

   La historia sitúa a nuestro hombre en los primeros años del siglo X, una época en la que ya, de entrada, la historia se nos presenta bastante difuminada, perfecto caldo de cultivo para las leyendas populares. Pero a la vez tampoco hay que olvidar que muchas de estas leyendas se apoyan en hechos reales.

   Lo cierto es que en aquellos años, dicen, en el monasterio de Leyre nombraron abad a un monje que recién había llegado del monasterio gallego de Samos. La transmisión oral, y también la iconografía, lo describen como un hombre bondadoso, de incipiente barba blanca y cara rugosa, y por supuesto que dotado de una fina espiritualidad.
 
   Gustaba el abad de hacer oración paseando por el entorno natural que rodeaba, y rodea, el monasterio a su cargo. Y dicen también, que en una de aquellas salidas, ensimismado como iba en sus oraciones, sin darse cuenta se adentró en el bosque, llegando hasta una pequeña fuente de la que manaba un agua cristalina. Allí se detuvo. El paraje, el sonido del agua, y su sensibilidad espiritual, propiciaron un momento de oración que se prometía intenso. Absorto en su contemplación, Virila fue pasando por su mente, uno a uno, diversos episodios de las Sagradas Escrituras, y de allí se nos pasó a meditar sobre la eternidad, un concepto aparentemente utópico, queriendo él entender aquello de que pudiese haber una vida interminable.
Un ruiseñor se posó junto al abad Virila, y con sus trinos le hizo ensimismarse todavía más, ahondando en esa meditación en torno a la eternidad. Tanto interiorizó el clérigo que, oyendo al ruiseñor, no se dio cuenta de que iba pasando el rato, hasta llegar a perder la noción del tiempo.

   Abrió finalmente los ojos, y cual no fue su sorpresa al descubrir que era ya de noche, y que hacía mucho más frío de lo que él esperaba; así que se apresuró a volver, pensando en que en el monasterio estaría preocupados al no verle aparecer en todo el día.

No le reconocían

Nos dice la historia que, al llegar al monasterio, Virila notó que aquello estaba cambiado, que la puerta estaba en otro sitio, que algunas ventanas habían desaparecido, que… ¡Era todo tan extraño!.

Y en medio de la oscuridad de la noche llamó a la puerta del cenobio. Tuvo que aguardar un poco de tiempo, hasta que aquellos goznes chirriaron, y tras el portón apareció la figura del hermano portero.

Virila no salía de su asombro, ¿quién era aquél portero que él no conocía, y que además vestía hábito blanco?, ¿qué estaba pasando allí?, ¿porqué había cambiado todo?. Evidentemente el hermano portero no le conocía, y frente a la pregunta de qué deseaba, vino la respuesta de “yo soy el abad”.

Lógicamente al portero le faltó tiempo para avisar a sus compañeros de comunidad. “Oye, que se presenta a estas horas un barbudo, vestido de monje, y que dice ser el abad de aquí. Debe de ser algún loco”, supongo que les diría aquél lego a sus compañeros de abadía. Y allí que se presentaron todos, inclusive el verdadero abad, pensando que estaban ante alguien un poco tronado. Pero…, escuchándole, se dieron cuenta que no era un excéntrico, que hablaba sin demencia, con cordura, que conocía el monasterio legeriense a la perfección, que llevaba anillo abacial, y… lo más curioso de todo era que decía llamarse Virila, nombre este que coincidía con el de un abad que hubo tres siglos antes en el monasterio, que una tarde había salido a meditar y ya no volvió; se entendió entonces que las fieras habrían dado buena cuenta de él.

Virila se dio cuenta entonces de lo que le había pasado. Meditaba él sobre la eternidad, y el Señor se sirvió del canto de un ruiseñor, para ofrecerle una pequeña muestra de lo que podía ser aquello. Lo que él creyó que habían sido unos minutos, realmente habían sido tres siglos.

Esta es, de forma aproximada, la historia de San Virila. Hay que decir también que estamos ante una versión local de otra leyenda similar, muy extendida por toda Europa en la que el protagonista, en lugar de ser el abad de un monasterio es un ermitaño. Incluso aparece en una de las cantigas de Alfonso el Sabio. Y siempre la eternidad como telón de fondo.

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(Samuel Miranda)