TRATADO DEL PURGATORIO
Santa Catalina de Génova
Introducción
¿Pensamos en el purgatorio?... Mucho menos de lo que
convendría a nuestros hermanos que están en él, y que
debieran recibir de nosotros más frecuentes y mayores ayudas. Y mucho
menos de lo que nos convendría a nosotros mismos, pues guardaríamos
nuestra fidelidad al Señor con mucho más cuidado, si fuéramos
conscientes en la fe de que aquello que en este mundo no hayamos llegado
a purificar de nuestros pecados con la ayuda de la gracia, habrá de
ser purificado en nosotros solamente por Dios en la otra vida, mediante las
penas del purgatorio.
¿Pero se cree en el purgatorio?... Cualquiera que va
a pasar una temporada en un país suele interesarse en leer previamente
informaciones sobre el mismo. ¿Cómo es posible, pues, que tantos
cristianos muestren tan poco interés por conocer la misteriosa realidad
del purgatorio, estado por el que probablemente pasarán muchos, antes
de gozar plenamente de Dios en el cielo?... Será que apenas creen
en él; pues decir en tema tan grave «ya nos enteraremos cuando
estemos en él» no pasa de ser una burla cínica. ¿Y
qué sabemos del purgatorio?... Sabemos poco, pero ese poco tiene extraordinaria
importancia, y podemos conocerlo con la certeza de la fe, con la fe de la
Iglesia católica.
Tres capítulos
Divido en tres capítulos la exposición presente.
-En primer lugar, el Tratado del Purgatorio de Santa Catalina de Génova
será para nosotros un estímulo ciertamente poderoso, que nos
ayudará a penetrar este alto misterio.
-Contrastaremos después la doctrina del Tratado con la enseñanza
de San Juan de la Cruz, que coincide con ella, aunque no en todo.
-Finalmente, el Catecismo de la Iglesia Católica vendrá a precisarnos
cuál es exactamente nuestra fe sobre el purgatorio.
I CAPITULO
Santa Catalina de Génova Tratado del Purgatorio
Vida de Santa Catalina (1447-1510)
De la noble familia genovesa de los Fieschi, cuna de dos papas
y de varios cardenales y obispos, nació Giacomo, que fue virrey de
Nápoles. De su matrimonio con Francesca di Negro, nació en
1447 Catalina. En la familia, compuesta de tres hermanos más y de
su hermana Limbania, le llamaban Caterinetta, y con este nombre le recordó
la piedad popular de su patria.
Muy precoz en su religiosidad, especialmente en su devoción a la pasión
de Cristo, a los trece años manifiesta Catalina su voluntad de ser
religiosa en el monasterio de Santa María de las Gracias, de Génova,
que ya había acogido a Limbania; pero por su poca edad, no la reciben.
Pocos años después, los Fieschi, que eran güelfos,
obligan a Catalina a casarse con el noble gibelino Giuliano Adorno. A sus
dieciséis años inicia así su vida conyugal con un hombre
libertino y dilapidador. Los cinco primeros años son para ella muy
dolorosos, pero cuando tiene veintiuno de edad, por la insistencia de la
familia o quizá por ganarse al marido, va entrando en la frivolidad
de aquella vida licenciosa. Ella misma dice de sí:
«Para consolarse de su dura vida, se sumergió en los placeres
del mundo, hasta el punto que en poco tiempo se vio tan abrumada de pecados
e ingratitudes, que se veía sin remedio, sin esperanza de poder salir
nunca de su estado. Y a tanto llegó que no solamente se gozaba en
el pecado, sino que de él se vanagloriaba. Todo su gusto y amor, todo
su afecto y gozo no estaban sino en las cosas terrenas, y las cosas espirituales
le resultaban sumamente amargas, pues tenía cambiado el gusto del
cielo a la tierra» (Diálogo I,6).
El 20 de marzo de 1473, cuando Catalina llevaba ya diez años
de casada y tenía veintiséis de edad, la gracia de Dios cambia
por completo su corazón, liberándola de todas las cadenas invisibles
que la esclavizaban al mundo. En ese día, visita a su hermana Limbania
en el monasterio, y le hace confidencia de sus penas e inquietudes. Aquélla
le invita a confesarse con el capellán de la comunidad, y Catalina,
de mala gana, obedece la sugerencia... Apenas arrodillada para confesar sus
pecados, un rayo del amor divino atraviesa su corazón, mostrándole
el horror de sus pecados. Tal es la conmoción sufrida, que, sin terminar
la confesión, ha de ser llevada a casa... «¡Oh, Amor,
no más pecados!», repite entre lágrimas (I,11).
Cuatro años de vida purgativa sufre Catalina, haciendo penitencia
de sus pecados con severísimas austeridades y largas oraciones. Pero
aún entonces, como cuenta su biógrafo, el Señor la consuela,
sobre todo en la oración, como en aquella ocasión en que «se
sintió atraída a inclinarse sobre el pecho de su amoroso Señor,
y alcanzó a ver un camino más suave, que descubría innumerables
secretos de un amor que, con frecuentes éxtasis, la consumaba toda.
Después fue atraída al costado del Crucificado, y allí
le fue mostrado el sagrado Corazón de Jesús, que parecía
todo él de fuego. Y finalmente fue acercada a la dulcísima
y suave boca de su Señor, y allí le fue dado un beso que la
sumergió entera en aquella dulce
divinidad, donde, perdida de sí misma interior y exteriormente, decía:
Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Vita 2).
Entre los años 1477 a 1499 (35 a 52 de su edad), Catalina
avanza rápidamente en la vía iluminativa. La comunión
eucarística diaria, entonces poco frecuente, es su fuerza y su alegría.
Durante veintitrés años guarda ayuno absoluto, con excepción
de un poco de agua con sal, durante el tiempo de Adviento y Cuaresma, manteniendo
siempre, sin embargo, una notable vitalidad. Pasa horas enteras en oración
extática, y el fuego interior de su amor por el Señor, según
muchos testigos, emana en forma admirable de su cuerpo. Parece vivir Catalina
en medio de un incendio (Vita 6,37,38). Ya de estos años proceden
sus experiencias tan profundas del estado de las almas en el purgatorio.
Este inflamado amor a Dios es el que impulsa a Catalina a trabajar
heroicamente al servicio de los pobres, y sobre todo de los enfermos. Y otros
muchos se encienden en la llama de ese mismo amor, como el notario Ettore
Vernazza, fundador en Génova de la Compañía del Divino
Amor (1497), Tommasina Fieschi o Cattaneo Marabotto, que será su confesor.
Su mismo marido, Giuliano Adorno, aceptando vivir con ella castamente, se
hace terciario franciscano, y ayuda a Catalina en el cuidado de los enfermos
hasta su muerte (1497).
Catalina, en el hospital de Pammatone, se entrega al servicio de los enfermos
en los modos más humildes y abnegados, venciendo con su dulzura la
rebeldía o la amargura de los más desgraciados. De ese hospital
es directora algunos años (1490-1496).
A partir de 1499, en plena vía unitiva, se multiplican
en Catalina los fenómenos místicos, así como los dolores
insoportables de una enfermedad que parece de origen sobrenatural. Muere,
consumada en el amor de Dios, el 15 de setiembre de 1510, a los sesenta y
tres años de edad, y su cuerpo permanece hasta hoy incorrupto. Es
canonizada por Clemente XII en 1737. Y en 1944 Pío XII la constituye
patrona secundaria de los hospitales de Italia.
Obras
Al parecer, Santa Catalina no escribió de su mano ninguna
de las obras que se le atribuyen, sino que éstas son recopilaciones
hechas por amigos y discípulos suyos. De los años 1520-25 parece
datar el códice Dx, en el que Ettore Vernazza, según se cree,
escribe o recopila al menos los primeros escritos del Opus cateriniano.
En 1551, partiendo del Dx y amplificando datos y recuerdos,
se publica en Génova el Libro de la Vita mirabile et Dottrina de la
Beata Caterinetta da Genova, nel quale si contiene una utile et catholica
dimostratione et dichiaratione del Purgatorio. Al parecer en esta obra se
unen tres escritos diferentes: Vita e Dottrina, que habría sido redactado
por Cattaneo Marabotto, recogiendo datos autobiográficos de Catalina,
así como sus enseñanzas y actos; Dialogo tra anima, corpo,
amor proprio, spirito, umanità e Dio; y el Trattato del Purgatorio.
En la presentación de esta edición princeps de la Obra cateriniana
se dice que ha sido «recopilada por devotos religiosos», concretamente
por «su confesor y un hijo suyo espiritual». En 1743 un
devoto de la santa publicó en Padua una nueva edición, en la
que se revisa y actualiza el texto.
El Tratado del Purgatorio
El redactor de la Vita termina su crónica diciendo que
en Catalina se veía el cielo, una criatura celestial, «cambiada
en todo, perdida en Dios»; y al mismo tiempo el purgatorio, un corazón,
consumido en el fuego del amor de Dios, en un cuerpo «martirizado»
(cp.42). En efecto, la enseñanza de Santa Catalina sobre el purgatorio
parte de una experiencia mística verdaderamente personal. Dios le
hizo padecer y entender las penas de las almas que están el purgatorio
con una extraordinaria clarividencia.
En todo pecado hay una culpa que hace caer sobre el pecador
dos penas: una pena ontológica, es decir, una consecuencia dejada
por el pecado como huella negativa en el alma y el cuerpo del pecador, y
una pena jurídica, por la que por justicia se hace acreedor a un castigo.
Los hombres, en efecto, al pecar contraemos muchas culpas, y atraemos sobre
nosotros muchas penas ontológicas, al mismo tiempo que nos hacemos
merecedores de no pocas penas jurídicas, castigos que nos vendrán
impuestos por Dios, por el confesor, por el prójimo o por nosotros
mismos en la mortificación penitencial.
El bautismo quita del hombre toda culpa y toda pena jurídica,
pero no elimina la pena ontológica (p.ej., un borracho lujurioso,
bautizado, sigue con su dolencia hepática y venérea). La penitencia,
sea en la ascesis o en el sacramento, borra del cristiano toda culpa, pero
no necesariamente toda pena, ontológica o jurídica; por eso
el ministro impone al penitente una pena, un castigo jurídico, procurando
que éste tenga también sentido medicinal; es decir, que venga
a sanar la pena ontológica, las malas huellas dejadas en la persona
por los pecados cometidos.
Pues bien, según esto, el alma que está en el
purgatorio ha sido ya liberada de sus culpas, pero como de ellas no hizo
en la tierra una penitencia suficiente, debe padecer ahora la pena del purgatorio,
que elimine en su ser «toda herrumbre o mancha de pecado», disponiéndole
así para la perfecta y beatífica unión con Dios.
Imaginemos un enamorado, que aunque desea de todo corazón
unirse con su amada, viéndose a sí mismo lleno de miserias
en el alma y en el cuerpo, en forma alguna quiere realizar su unión
conyugal en tanto no recupere una salud perfecta que le haga digno de ella.
La misma fuerza del amor le lleva, pues, sin vacilar, a someterse en una
clínica a tratamientos muy severos y dolorosos, psíquicos y
somáticos, con tal de librarse cuanto antes de todas las miserias
personales que hacen la unión indigna e imposible. Pues bien, después
de la muerte, el alma enamorada de Dios, que todavía ve en sí
muchas miserias no purificadas, siente la necesidad del purificatorio, y
a él se somete, agradecida a la misericordia divina, para disponerse
cuanto antes a la perfecta unión con el Señor.
Tratado del Purgatorio
Cómo Santa Catalina, por comparación con el fuego divino que
sentía en su corazón y que purificaba su alma, veía
interiormente y comprendía cómo están las almas en el
purgatorio, para purificarse antes de poder ser presentadas ante Dios en
la vida celestial [Capítulo 41 del Ms. Dx].
Experiencia del purgatorio en la tierra
1. Esta alma santa, viviendo todavía en la carne, se encontraba puesta
en el purgatorio del fuego del divino Amor, que la quemaba entera y la purificaba
de cuanto en ella había para purificar, a fin de que, pasando de esta
vida, pudiese ser presentada ante la presencia de su dulce Dios Amor. Y comprendía
en su alma, por medio de este fuego amoroso, cómo estaban las almas
de los fieles en el lugar del purgatorio para purgar toda herrumbre y mancha
de pecado, que en esta vida no hubiesen purgado.
Y así como ella, puesta en el purgatorio amoroso del
fuego divino, estaba unida a ese divino Amor, y contenta de todo aquello
que Él en ella operaba, así entendía acerca de las almas
que están en el purgatorio. Almas ajenas a todo, absortas en el amor
de Dios
2. Y decía: Las almas que están en el purgatorio, según
me parece entender, no pueden tener otra elección que estar en aquel
lugar; y esto es por la ordenación de Dios, que ha hecho esto justamente.
Ellas, reflexionando sobre sí mismas, no pueden decir: «Yo,
cometiendo tales y tales pecados, he merecido estar aquí». Ni
pueden decir: «No quisiera yo haberlos cometido, pues ahora estaría
en el Paraíso». Y tampoco pueden decirse: «Aquéllas
salen del purgatorio antes que yo», o bien «yo saldré
antes de aquél».
Y es que no pueden tener memoria alguna, en bien o en mal,
ni de sí ni de otros, sino que, por el contrario, tienen un contento
tan grande de estar cumpliendo la ordenación de Dios, y de que Él
obre en ellas todo lo que quiera y como quiera, que no pueden pensar nada
de sus cosas. Lo único que ven es la operación de la bondad
divina, que tiene tanta misericordia del hombre para conducirlo hacia Sí;
y nada reparan en sí mismas, ni de penas ni de bienes. Si en ello
pudieran fijarse, no estarían viviendo en la pura caridad.
Por lo demás, tampoco pueden ver a sus compañeras
que allí penan por sus propios pecados. Están lejos de ocuparse
en esos pensamientos. Eso sería una imperfección activa, que
no puede darse en aquel lugar, donde los pecados actuales no son ya posibles.
La causa del purgatorio que sufren la conocieron de una sola vez, al partir
de esta vida; y después ya no piensan más en ella, pues otra
cosa sería un apego de propiedad desordenada.
3. Estas almas, viviendo en la caridad, y no pudiendo desviarse de ella con
defectos actuales, por eso ya no pueden querer ni desear otra cosa que el
puro querer de la caridad. Estando en aquel fuego purgatorio, están
en la ordenación divina, que es la pura caridad, y ya no pueden desviarse
de ella en nada, pues ya no pueden actualmente ni pecar ni merecer.
Contentas de adelantar en la purificación
4. No creo que sea posible encontrar un contento comparable al de un alma
del purgatorio, como no sea en el que tienen los santos en el Paraíso.
Y este contentamiento crece cada día por el influjo de Dios en esas
almas; es decir, aumentado más y más a medida que se van consumiendo
los impedimentos que se oponen a ese influjo.
La herrumbre del pecado es impedimento, y el fuego lo va consumiendo.
Así es como el alma se va abriendo cada vez más al divino influjo.
Si una cosa que está cubierta no puede corresponder a la reverberación
del sol -no por defecto del sol, que continuamente ilumina, sino por la cobertura
que se le opone-, eliminada la cobertura, queda la cosa descubierta al sol.
Y tanto más corresponderá a la irradiación luminosa,
cuanto más se haya eliminado la cobertura.
Pues así sucede con la herrumbre del pecado, que es como
la cobertura de las almas. En el purgatorio se va consumiendo por el fuego,
y cuanto más se consuma, tanto más puede recibir la iluminación
del sol verdadero, que es Dios. Y tanto crece el contento, cuanto más
falta la herrumbre, y se descubre el alma al divino rayo. Lo uno crece y
lo otro disminuye, hasta que se termine el tiempo. Y no es que vaya disminuyendo
la pena; lo que disminuye es el tiempo de estar sufriéndola.
Y por lo que se refiere a la voluntad de esta alma, jamás
ella podrá decir que aquellas penas son penas; hasta tal punto está
conforme con la ordenación de Dios, con la cual esa voluntad se une
en pura caridad. Son penas indecibles
5. A pesar de lo dicho, sufren estas almas unas penas tan extremas, que no
hay lengua capaz de expresarlas, ni entendimiento alguno las puede comprender
mínimamente, a no ser que Dios lo mostrase por una gracia especial.
Yo creo que a mí la gracia de Dios me lo ha mostrado, aunque después
no sea yo capaz de expresarlo. Y esta visión que me mostró
el Señor nunca más se ha apartado de mi mente. Trataré
de explicarlo como pueda, y me entenderán aquéllos a quienes
el Señor se lo dé a entender.
Penas causadas por los pecados
6. El fundamento de todas las penas es el pecado, sea el original o los actuales.
Dios ha creado el alma pura, simple, limpia de toda mancha de pecado, con
un cierto instinto que le lleva a buscar en Él la felicidad. Pero
el pecado original le aleja de esa inclinación, y más aún
cuando se le añaden los pecados actuales. Y cuanto más se desvía
así de Dios, se va haciendo más maligna, y menos se le comunica
Dios. Son penas de amor
Toda la bondad que pueda haber en el hombre es por participación
de Dios. Él se comunica a las criaturas irracionales, según
su voluntad y ordenación, y nunca les falta. En cambio, al alma racional
se le comunica más o menos, según la halla purificada del impedimento
del pecado.
Por eso, cuando un alma se aproxima al estado de su primera
creación, pura y limpia, aquel instinto beatífico hacia Dios
se le va descubriendo, y se le acrecienta con tanto ímpetu y con tan
vehemente fuego de caridad -el cual la impulsa hacia su último fin-
que le parece algo imposible ser impedida. Y cuanto más contempla
ese fin, tanto más extrema le resulta la pena.
7. Siendo esto así, como las almas del purgatorio no tienen culpa
de pecado alguno, no existe entre ellas y Dios otro impedimento que la pena
del pecado, la cual retarda aquel instinto, y no le deja llegar a perfección.
Pues bien, viendo las almas con absoluta certeza cuánto importen hasta
los más mínimos impedimentos, y entendiendo que a causa de
ellos necesariamente se ve retardado con toda justicia aquel impulso, de
aquí les nace un fuego tan extremo, que viene a ser semejante al del
infierno, pero sin la culpa. Ésta es, la culpa, la que hace maligna
la voluntad de los condenados al infierno, a los cuales Dios no se comunica
con su bondad. Y por eso ellos permanecen en aquella desesperada voluntad
maligna, contrarios a la voluntad de Dios.
Infierno
8. Aquí se ve claramente que la voluntad perversa enfrentada contra
la voluntad de Dios es la que constituye la culpa y, perseverando esa mala
voluntad, persevera la culpa.
Los que están en el infierno han salido de esta vida con la mala voluntad,
y por eso su culpa no ha sido perdonada, ni puede ya serlo, pues una vez
salidos de esta vida, ya no puede cambiarse su voluntad. En efecto, al salir
de esta vida el alma queda fija en el bien o en el mal, según se encuentra
entonces su libre voluntad. Está escrito, Ubi te invenero, es decir,
en la hora de la muerte, según haya voluntad de pecado o arrepentimiento
del pecado, ibi te iudicabo [donde te encuentre, allí te juzgaré;
cf. aprox. Eclesiastés 11,3]. Este juicio es irrevocable, pues más
allá de la muerte ya no hay posibilidad de cambiar la posición
de la libertad, que ha quedado fijada tal como se hallaba en el momento de
la muerte.
Los del infierno, habiendo sido hallados en el momento de la
muerte con voluntad de pecado, tienen consigo infinitamente la culpa, y también
la pena. Y la pena que tienen no es tanta como merecerían, pero en
todo caso es pena sin fin. Los del purgatorio, en cambio, tienen solo la
pena, pero como están ya sin culpa, pues les fue cancelada por el
arrepentimiento, tienen una pena finita, y que con el paso del tiempo va
disminuyendo, como ya he dicho. ¡Oh, miseria mayor que toda otra miseria,
tanto mayor cuanto más ignorada por la humana ceguera!
Penas moderadas por la misericordia de Dios
9. La pena de los condenados no es ya infinita en la cantidad, ya que la
dulce bondad de Dios hace llegar el rayo de su misericordia hasta el infierno.
Es cierto que el hombre, muerto en pecado mortal, merece pena infinita, y
padecerla en tiempo infinito. Pero la misericordia de Dios ha hecho que sólo
sea infinito el tiempo de la pena, y ha limitado la pena en la cantidad.
Podría sin duda haberles aplicado una pena mayor que aquella que les
ha dado.
¡Oh, qué peligroso es el pecado hecho con malicia!
El hombre difícilmente se arrepiente de él, y no arrepintiéndose
de él, permanece en la culpa. Y persevera el hombre en la culpa en
tanto persiste en la voluntad del pecado cometido o de cometerlo.
Conformidad en el purgatorio con la voluntad de Dios
10. En cambio, las almas del purgatorio tienen su voluntad totalmente conforme
con la voluntad de Dios. Por eso Dios, a esa voluntad conforme, corresponde
con su bondad, y ellas permanecen contentas, en cuanto a la voluntad, ya
que es purificada del pecado original y actual.
Y en cuanto a la culpa, aquellas almas permanecen tan puras
como cuando Dios las creó, ya que han salido de esta vida arrepentidas
de todos los pecados cometidos, y con voluntad de nunca más cometerlos.
Con este arrepentimiento, Dios perdona inmediatamente la culpa, y así
no les queda sino la herrumbre y la deformidad del pecado, las cuales se
purifican después en el fuego con la pena.
Y así, purificadas de toda culpa y unidas a Dios por
la voluntad, estas almas ven a Dios claramente, según el grado en
que Él se les manifiesta; y ven también cuánto importa
gozar de Dios, y entienden que las almas han sido creadas para este fin.
Esta conformidad atrae el alma hacia Dios por instinto natural con tal fuerza,
que no pueden expresarse razones, ni figuras o ejemplos que sean suficientes
para decirlo, tal como la mente siente en efecto y comprende por sentimiento
interior. No obstante, yo intentaré con un ejemplo expresar algo de
lo que mi mente entiende.
El ejemplo del pan único
11. Imaginemos que en todo el mundo no hubiera sino un solo pan; supongamos
que con él hubiese de quitarse el hambre a todos los hombres, y que
éstos, solamente con verlo, quedaran saciados. Pues bien, habiendo
el hombre por naturaleza, cuando está sano, instinto de comer, si
no comiese, y no pudiese enfermar ni morir, tendría cada vez más
hambre; pues el instinto de comer nunca se le quita. Y si el hombre supiera
entonces que sólo aquel pan puede saciarle, al no tenerlo, no podría
quitársele el hambre.
Y esto es el infierno que sienten los que tienen hambre, ya
que cuanto más se acercan a este pan sin poder verlo, tanto más
se les enciende el deseo natural; pues éste, por instinto, se dirige
a este pan en el que consiste todo su contentamiento. Y si estuviese cierto
de no ver más ese pan, en eso consistiría el infierno que tienen
todas las almas condenadas, privadas de toda esperanza de nunca jamás
ver ese pan, que es el verdadero Dios Salvador.
Las almas del purgatorio, en cambio, padecen esa hambre, porque
no ven el pan que podría saciarles, pero tienen la esperanza de verlo
y de saciarse de él completamente; y así padecen tanta pena
cuando de ese pan no pueden saciarse.
El alma que se va al infierno
12. Otra cosa que veo claramente es que así como el espíritu
limpio y puro no encuentra otro lugar sino Dios para su reposo, pues para
ello ha sido creado, del mismo modo el alma en pecado no tiene para sí
otro lugar que el infierno, que Dios le ha asignado como su lugar propio.
Por eso, en el instante en que el espíritu se separa de Dios, el alma
va a su lugar correspondiente, sin otra guía que la que tiene la naturaleza
del pecado. Y esto sucede cuando el alma sale del cuerpo en pecado mortal.
Y si el alma en aquel momento no encontrara aquella ordenación
que procede de la justicia de Dios, sufriría un infierno mayor de
lo que el infierno es, por hallarse fuera de aquella ordenación que
participa de la misericordia divina, que no da al alma tanta pena como merece.
Y por eso, no hallando lugar más conveniente, ni de menores males
para ella, se arrojaría allí dentro, como a su lugar propio.
El alma que se va al purgatorio
13. Así sucede por lo que se refiere al purgatorio. El alma separada
del cuerpo, cuando no se halla en aquella pureza en la que fue creada, viéndose
con tal impedimento, que no puede quitarse sino por medio del purgatorio,
al punto se arroja en él, y con toda voluntad.
Y si no encontrase tal ordenación capaz de quitarle ese
impedimento, en aquel instante se le formaría un infierno peor de
lo que es el purgatorio, viendo ella que no podía unirse, por aquel
impedimento, a Dios, su fin. Este fin le importa tanto que, en comparación
de él, el purgatorio le parece nada, aunque ya se ha dicho que se
parece al infierno.
El alma que se va al cielo
Y todavía he de decir que, según veo, el paraíso
no tiene por parte de Dios ninguna puerta, sino que allí entra quien
allí quiere entrar, porque Dios es todo misericordia, y se vuelve
a nosotros con los brazos abiertos para recibirnos en su gloria.
Y veo también perfectamente que aquella divina esencia
es de tal pureza y claridad, mucho más de lo que el hombre pueda imaginar,
que el alma que en sí tuviera una imperfección que fuera como
una mota de polvo, se arrojaría al punto en mil infiernos, antes de
encontrarse ante la presencia divina con aquella mancha mínima.
Y entendiendo que el purgatorio está precisamente dispuesto
para quitar esa mancha, allí se arrojaría, como ya he dicho,
pareciéndole hallar una gran misericordia, capaz de quitarle ese impedimento.
Importancia del purgatorio
15. La importancia que tiene el purgatorio es algo que ni lengua humana puede
expresar, ni la mente comprender. Yo veo en él tanta pena como en
el infierno. Y veo, sin embargo, que el alma que se sintiese con tal mancha,
lo recibiría como una misericordia, como ya he dicho, no teniéndolo
en nada, en cierto sentido, en comparación de aquella mancha que le
impide unirse a su amor.
Me parece ver que la pena de las almas del purgatorio consiste
más en que ven en sí algo que desagrada a Dios, y que lo han
hecho voluntariamente, contra tanta bondad de Dios, que en cualesquieras
otras penas que allí puedan encontrarse. Y digo esto porque, estando
ellas en gracia, ven la verdadera importancia del impedimento que no les
deja acercarse a Dios.
Conocimientos inexpresables
16. Y así me ratifico en esto que he podido comprender incluso en
esta vida, la cual me parece de tanta pobreza que toda visión de aquí
abajo, toda palabra, todo sentimiento, toda imaginación, toda justicia,
toda verdad, me parece más mentira que verdad. Y de cuanto he logrado
decir me quedo yo más confusa que satisfecha. Pero si no me expreso
en términos mejores, es porque no los encuentro.
Todo lo que aquí se ha dicho, en comparación
de lo que capta la mente, es nada. Yo veo una conformidad tan grande de Dios
con el alma, que, cuando Él la ve en aquella pureza en que la creó,
le da en cierto modo atractivo un amor fogoso, que es suficiente para aniquilarla,
aunque ella sea inmortal. Y esto hace que el alma de tal manera se transforme
en el Dios suyo, que no parece sino que sea Dios.
Él continuamente la va atrayendo y encendiendo en su
fuego, y no le deja ya nunca, hasta que le haya conducido a aquel su primigenio
ser, es decir, a aquella perfecta pureza en la que fue creada.
El tormento de un amor retardado
17. Cuando el alma, por visión interior, se ve así atraída
por Dios con tanto fuego de amor, que redunda en su mente, se siente toda
derretir en el calor de aquel amor fogoso de su dulce Dios. Y ve que Dios,
solamente por puro amor, nunca deja de atraerla y llevarla a su total perfección.
Cuando el alma ve esto, mostrándoselo Dios con su luz;
cuando encuentra en sí misma aquel impedimento que no le deja seguir
aquella atracción, aquella mirada unitiva que Dios le ha dirigido
para atraerla; y cuando, con aquella luz que le hace ver lo que importa,
se ve retardada para poder seguir la fuerza atractiva de aquella mirada unitiva,
se genera en ella la pena que sufren los que están en el purgatorio.
Y no es que hagan consideración de su pena, aunque en
realidad sea grandísima, sino que estiman sobre todo la oposición
que en sí encuentran contra la voluntad de Dios, al que ven claramente
encendido de un extremado y puro amor hacia ellos. Él les atrae tan
fuertemente con aquella su mirada unitiva, como si no tuviera otra cosa que
hacer sino esto.
Por eso el alma que esto ve, si hallase otro purgatorio mayor
que el purgatorio, para poder quitarse más pronto aquel impedimento,
allí se lanzaría dentro, por el ímpetu de aquel amor
que hace conformes a Dios y al alma.
Amor divino que purifica y aniquila
18. Y veo más todavía. Veo proceder de aquel amor divino hacia
el alma ciertos rayos y fulguraciones ígneas, tan penetrantes y tan
fuertes, que parecieran ser capaces de aniquilar no sólo el cuerpo,
sino también el alma, si esto fuera posible.
Dos operaciones realizan estos tales rayos en el alma: primero
la purifican, y segundo la aniquilan. Sucede en esto como con el oro que,
cuanto más lo funden, de mejor calidad resulta; y tanto podría
ser fundido, que llegara a verse aniquilado en toda su perfección.
Éste es el efecto del fuego en las cosas materiales. El alma, en cambio,
no puede ser aniquilada en Dios, pero sí en ella misma; y cuanto más
sea purificada, tanto más viene a ser aniquilada en sí misma,
mientras que permanece en Dios como alma purificada.
El oro, cuando es purificado hasta los veinticuatro quilates,
ya después no se consuma más, por mucho fuego que le apliquen,
pues no puede consumarse sino la imperfección de ese oro. Así
es, pues, como obra en el alma el fuego divino. Dios le aplica tanto fuego,
que consuma en ella toda imperfección y la conduce a la perfección
de veinticuatro quilates -cada uno en su grado de perfección-.
Y cuando el alma está purificada, permanece toda en Dios,
sin nada propio en sí misma, ya que la purificación del alma
consiste precisamente en la privación de nosotros en nosotros. Nuestro
ser está ya en Dios. El cual, cuando ha conducido a Sí mismo
el alma de este modo purificada, la deja ya impasible, pues no queda ya en
ella nada por consumar.
Y si entonces fuese esta alma purificada mantenida al fuego,
no le sería ya penoso, sino que sólo vendría a ser para
ella fuego de divino amor, que le daría vida eterna, sin contrariedad
alguna, como las almas bienaventuradas, pero ya en esta vida, si esto fuera
posible estando en el cuerpo. Aunque no creo que nunca Dios tenga en la tierra
almas que estén así, como no sea para realizar alguna gran
obra divina.
Purificación pasiva última, obra de Dios
19. El alma ha sido creada con toda la perfección de que ella era
capaz, viviendo según la ordenación de Dios, sin contaminarse
de mancha alguna de pecado. Pero una vez que ella se ha contaminado por el
pecado original, y después por los pecados actuales, pierde sus dones
y la gracia, queda muerta, y no puede ser resucitada sino por Dios. Ya resucitada
por el bautismo, queda en ella la mala inclinación, que la inclina
y conduce, si ella no se resiste, al pecado actual, y vuelve así a
morir.
Dios vuelve a resucitarla con otra gracia especial, pero ella
queda tan ensuciada y convertida hacia sí misma, que para volverla
a su primer estado, a aquel en el que Dios la creó, serán precisas
todas estas operaciones divinas, sin las que el alma nunca podría
volver a la perfección del estado primero, en el que Dios la creó.
Y cuando esta alma se halla en trance de recuperar su primer
estado, es tal la inflamación de su deseo para transformarse en Dios,
que ése es su purgatorio. Y no es que ella vea el purgatorio como
purgatorio, sino que aquella inclinación encendida e impedida es lo
que resulta para ella purgatorio.
Este último estado del amor es el que hace esta obra
sin el hombre, porque se encuentran en el alma tantas imperfecciones ocultas,
que si el hombre las viese, se hundiría en la desesperación.
Pero este último estado del amor las va consumando todas, y Dios le
muestra ésta su operación divina, la cual es la que causa en
ella aquel fuego de amor que le va consumando todas aquellas imperfecciones
que deben ser eliminadas.
Imperfección congénita de todo lo humano
20. Aquello que el hombre juzga como perfección, ante Dios es deficiencia.
En efecto, todas aquellas cosas que el hombre realiza, según como
él las ve, las siente, las entiende y las quiere, incluso aquéllas
que tienen apariencia de perfección, todas ellas están manchadas.
Para que esas obras sean completamente perfectas, es necesario que dichas
operaciones sean realizadas en nosotros sin nosotros, y que la operación
divina sea en Dios sin el hombre.
Y éstas tales operaciones son aquéllas que Dios,
Él solo, hace en esa última operación del amor puro
y limpio. Y son estas obras para el alma tan penetrantes e inflamadas que
el cuerpo, que está con ella, parece que está enrrabiado, como
si estuviese puesto en un gran fuego, que no le dejase nunca estar tranquilo,
hasta la muerte.
A la vez, gran gozo y gran dolor
Verdad es que el amor de Dios, que redunda en el alma, según
entiendo, le da un gozo tan grande que no se puede expresar; pero este contentamiento,
al menos a las almas que están en el purgatorio, no les quita su parte
de pena. Y es aquel amor, que está como retardado, el que causa esa
pena; una pena que es tanto más cruel cuanto es más perfecto
el amor de que Dios la hace capaz. Así pues, gozan las almas del purgatorio
de un contento grandísimo, y sufren al mismo tiempo una grandísima
pena; y una cosa no impide la otra.
Hasta el último céntimo
21. Si las almas del purgatorio pudieran purificarse por la sola contrición,
en un instante pagarían la totalidad de su deuda. En efecto, el ímpetu
de su contrición es grande, por la clara luz que les hace ver la importancia
de aquel impedimento. Pero éste ha de ser pagado íntegramente,
y Dios no lo condona ni en una mínima parte, pues así viene
exigido por su justicia.
Olvidadas de sí, abandonadas en Dios Por parte del alma, ésta
no tiene ya elección propia, y ya no alcanza a ver sino lo que Dios
quiere; y no quiere tampoco ver más, sino lo que así está
establecido.
22. Y esas almas, si los que están en el mundo ofrecen alguna limosna
para que disminuya el tiempo de su prueba, no están en condiciones
de volverse hacia ellas con afecto, sino que dejan en todo hacer a Dios,
el cual responde como quiere. Si ellas pudieran volverse, esto sería
un apego desordenado, que les quitaría del querer divino, lo que para
ellas sería un infierno.
Están, pues, las almas del purgatorio completamente abandonadas
a todo lo que Dios les dé, sea de gozo o de pena; y ya nunca más
pueden volverse hacia sí mismas, tan profundamente están las
almas transformadas en la voluntad de Dios, y lo que ésta disponga
eso es lo que les contenta.
Toda la pena que sea precisa
23. Y si fuera presentada ante Dios un alma que aún tuviera una hora
por purgar, se le infligiría con ello un gran daño, todavía
más cruel que el purgatorio, pues no podría soportar aquella
suprema justicia y suma bondad. Y además sería algo inconveniente
por parte de Dios.
Esta pena intolerable afligiría al alma cuando viese
que la satisfacción suya ofrecida a Dios no era plena, aunque sólo
le faltara un abrir y cerrar de ojos de purgación. En efecto, antes
que estar en la presencia de Dios no del todo purificada, preferiría
arrojarse al instante en mil infiernos, si pudiera tomar esta elección.
Miseria de la ceguera humana ante estas verdades
24. Ahora que veo claramente estas cosas en la luz divina, me vienen ganas
de gritar con un grito tan fuerte, que pudiera espantar a todos los hombres
del mundo, diciéndoles: ¡Oh, miserables! ¿por qué
os dejáis cegar así por las cosas de este mundo, que para una
necesidad tan importante, como en la que os habéis de encontrar, no
tomáis previsión alguna? Estáis todos amparados bajo
la esperanza de la misericordia de Dios, que ya dije es tan grande; pero
¿no véis que tanta bondad de Dios va a seros juicio, por haber
actuado contra su voluntad? Su bondad debería obligaros a hacer todo
lo que Él quiere, pero no debe daros la esperanza de cometer el mal
impunemente. La justicia de Dios no puede fallar, y es preciso que sea satisfecha
de un modo u otro plenamente.
No te confíes, pues, diciendo: yo me confesaré
y conseguiré después la indulgencia plenaria, y al momento
me veré purificado de todos mis pecados. Piensa que esta confesión
y contrición, que es precisa para recibir la indulgencia plenaria,
es cosa tan difícil de conseguir que, si lo supieras, tú temblarías
con gran temor, y estarías más cierto de no tenerla que de
poderla conseguir.
Paz y gozo en la purificación
25. Yo veo que las almas del purgatorio entienden estar sujetas a dos operaciones.
La primera es que padecen voluntariamente aquellas penas, conscientes de
que Dios ha tenido con ellas mucha misericordia, teniendo en cuenta lo que
merecían, siendo Dios quien es. Si su inmensa bondad no atemperase
con la misericordia la justicia, que se satisface con la sangre de Jesucristo,
un solo pecado hubiera merecido mil infiernos perpetuos. Y por eso padecen
esa pena con tanto voluntad, que no quisieran les fuera reducida ni en un
gramo, tan convencidos están de que la merecen justamente, y de que
está bien dispuesta. Así que, en cuanto a la voluntad, tanto
se pueden quejar de Dios como si estuvieran en la vida eterna.
La otra operación es la del gozo que experimentan al
ver la ordenación de Dios, dispuesta con tanto amor y misericordia
hacia las almas. Y estas dos visiones las imprime Dios en aquellas mentes
en un instante. Ellas, como están en gracia, pueden entenderlas según
su capacidad; y ello les da un gran contentamiento que no viene a faltarles
nunca, sino que va acrecentándose a medida que se acercan a Dios.
Y estas visiones no las tienen las almas en sí mismas,
ni por sus propias fuerzas, sino que las ven en Dios, en el cual tienen su
atención mucho más fija que en las penas que están padeciendo,
y de las que no hacen mayor caso. Y la razón es que por mínima
que sea la visión que se tenga de Dios, ella excede a toda pena o
gozo que el hombre pueda captar; y aunque exceda, no le quita sin embargo
nada en absoluto de ese contentamiento.
Yo vivo en la tierra el purgatorio
26. Esta forma purificativa que veo en las almas del purgatorio, es la misma
que estoy sintiendo yo en mi mente, sobre todo desde hace dos años;
y cada día la siento, y cada vez más claramente. Veo que mi
alma está en su cuerpo como en un purgatorio, de modo semejante al
verdadero purgatorio, en la medida, sin embargo, en que el cuerpo lo pueda
soportar sin morir; y esto siempre va creciendo hasta la muerte.
Yo veo al espíritu abstraído de todas aquellas
cosas, incluso de las espirituales, que le podrían dar alimento, como
sería alegría y consolación. Y es que ya no está
en disposición de gustar alguna cosa espiritual, ni por voluntad,
ni por inteligencia, ni por memoria, de modo que pueda decir: «me da
más contento esto que aquello otro».
Ayuno en el interior
Mi interior se encuentra de tal modo asediado, que todas aquellas
cosas que mantenían la vida espiritual y corporal le han sido quitadas
poco a poco. Al serle quitadas ha conocido que no eran sino unas ayudas,
y al reconocerlas como tales, de tal modo las va menospreciando que todas
ellas se van desvaneciendo, sin que nada las retenga. Y es que el espíritu
tiene ya en sí el instinto de quitar todo lo que pueda impedir su
perfección, y está dispuesto a obrar con tal crueldad que se
dejaría poner en el infierno con tal de conseguir su intento.
Y así va quitándole al hombre interior todas las
cosas que podrían alimentarle, y lo asedia tan sutilmente que no le
deja pasar la más mínima imperfección, sin que al punto
sea descubierta y aborrecida.
Y ese mismo asedio hace que mi espíritu tampoco pueda
soportar que aquellas personas que me son próximas, y que van al parecer
hacia la perfección, se sustenten en criatura alguna. Cuando los veo
cebados en cosas que yo he menospreciado ya, no puedo sino apartarme para
no verlo, y más aún cuando son personas especialmente próximas
a mí.
Ayuno en el exterior
28. El hombre exterior, por su parte, se ve tan desasistido por el espíritu,
que ya no encuentra cosa sobre la tierra que pueda recrearle, según
su instinto humano. Ya no le queda otra confortación que Dios, que
va obrando todo esto por amor y con gran misericordia para satisfacer su
justicia. Y entender que esto es así le da una gran alegría
y una gran paz.
Sin embargo, no por esto sale de su prisión, ni tampoco
lo intenta, hasta que Dios haga lo que sea necesario. Su alegría está
en que Dios esté satisfecho, y nada le sería más penoso
que salir fuera de la ordenación de Dios, tan justa la ve, y tan misericordiosa.
Todas estas cosas las veo y las toco, pero no sé encontrar
las palabras convenientes para expresar lo que querría decir. Lo que
yo he dicho, lo siento obrar dentro de mí espiritualmente.
Mundo-cárcel, cuerpo-cadena
29. La prisión en la cual me parece estar es el mundo, y la cadena
que a él me sujeta es el cuerpo. Y el alma, iluminada por la gracia,
es la que conoce la importancia de estar privado, o al menos retardado, por
algún impedimento que no le permite conseguir su fin. Ella es tan
delicada, y recibe ciertamente tal dignidad de Dios por la gracia, que viene
a hacerse semejante y participante de Él, que la hace una cosa consigo
por la participación de su bondad.
Y así como es imposible que venga Dios a sufrir alguna
pena, así les sucede a aquellas almas que se aproximan a Él,
y tanto más cuanto más se le aproximan, pues más participan
de sus propiedades. Ahora bien, el retardo que el alma sufre le causa una
pena, y esta pena y retardo le hacen disconforme de aquella propiedad que
ella tiene por naturaleza.
Y no pudiendo gozar de ella, siendo de ella capaz, sufre una
pena tan grande cuanto en ella es grande el conocimiento y el amor de Dios.
Y cuanto está más sin pecado, más le conoce y estima,
y el impedimento se hace más cruel, sobre todo porque el alma permanece
toda ella recogida en Dios y, al no tener ningún impedimento externo,
conoce sin error.
La santa ordenación de Dios
30. Así como el hombre que se deja matar antes que ofender a Dios,
siente el morir y le da sufrimiento, pero la luz de Dios le da un celo seguro
que le hace estimar el honor de Dios más que la muerte corporal; así
el alma que conoce la ordenación de Dios, tiene más en cuenta
esa ordenación que todos los tormentos, por terribles que puedan ser,
interiores o exteriores. Y esto es así porque Dios, por el que se
hacen estas obras, excede a toda cosa que pueda imaginarse o sentirse.
Todas estas cosas que he ido exponiendo, el alma no las ve,
ni de ellas habla, ni conoce de ellas con propiedad o daño; sino que
las conoce en un instante, y no las ve en sí misma, porque aquella
atención que Dios le da de sí mismo, por pequeña que
sea, de tal modo absorbe al alma que excede a todas las cosas, de las que
ya no hace caso.
En fin, Dios hace perder aquello que es del hombre, y en el purgatorio lo
purifica.
Síntesis de la doctrina de Santa Catalina.
1.- En la muerte, al verse el alma separada del cuerpo, se arroja allí
donde le corresponde estar: cielo, infierno o purgatorio. Concretamente,
si todavía queda en ella algo que purificar, experimenta la necesidad
del purgatorio, es decir, del purificatorio.
2.- Al purgatorio va el alma que carece ya de culpa, pero que todavía
no ha eliminado totalmente las huellas malas dejadas en su ser por el pecado.
Éstas, al no estar suficientemente borradas en esta vida por la penitencia,
constituyen la pena temporal que debe ser purgada, pues son el impedimento
que retarda, que hace aún imposible, la unión con Dios en el
cielo.
3.- Aunque con relativa frecuencia alude Catalina a la necesidad de que se
cumpla la justicia divina, el purgatorio, en su descripción, se manifiesta
más como una exigencia ontológica del propio ser del alma,
que como una pena jurídica, merecida a causa de los pecados.
4.- El alma pierde toda atención de sí misma o de sus compañeras
de purificación, absorta en el amor de Dios y, ajena a todo valor
de tiempo o espacio, vive abandonada a las operaciones divinas que la van
purificando. Más abajo precisaremos este punto con ayuda del Catecismo.
5.- El fuego del amor de Dios es lo que precisamente va consumiendo en el
alma toda herrumbre o mancha de pecado. El sufrimiento del purgatorio es,
pues, ante todo la pena de daño, mucho más que la pena de sentido,
es decir, mucho más que «cualesquiera otras penas que allí
puedan encontrarse» (15b). En efecto, lo más terrible para el
alma es el desgarramiento interior producido por un amor que, a causa de
esos impedimentos aún no del todo aniquilados, se ve retardado en
el ansia de su perfecta posesión de Dios. Y cuanta más purificación,
más intenso el amor y más cruel el dolor. Amor y dolor parecen
crecer así en el purgatorio en acelerada progresión. El purgatorio
es, pues, un crescendo de amor y dolor que conduce al cielo, a la felicidad
perfecta.
6.- Hay en las almas del purgatorio un gozo inmenso, parecido al del cielo,
y un dolor inmenso, semejante al del infierno; y el uno no quita el otro.
II CAPITULO
Purificación y purgatorio en San Juan de la Cruz
Busquemos ahora brevemente en San Juan de la Cruz (1542-1591)
posibles confirmaciones o aclaraciones de la doctrina de Santa Catalina.
Aunque el Doctor carmelita no trató directamente del purgatorio, sin
embargo, como veremos, hizo sobre él algunas consideraciones breves
del más alto interés.
Purificación y plena unión con Dios
Pocos maestros espirituales cristianos han mostrado con tanta
claridad como San Juan de la Cruz la necesidad de la purificación
del hombre, y los modos en que la gracia la produce, hasta hacer posible
la perfecta unión amorosa con Dios. Es éste el esquema fundamental
que inspira todos sus escritos (Cf. J. Rivera - J.M. Iraburu, Síntesis
de espiritualidad católica, Pamplona, Fundación GRATIS DATE
19944, 307-337).
«Todas las afecciones [desordenadas] que tiene [la persona]
en la criatura son delante de Dios puras tinieblas, de las cuales estando
el alma vestida no tiene capacidad para ser ilustrada y poseída de
la pura y sencilla luz de Dios, si primero [con la gracia de Cristo] no las
desecha de sí» (1Subida 4,1). Por eso, «es una suma ignorancia
del alma pensar que podrá pasar a este alto estado de unión
con Dios si primero no vacía el apetito de todas las cosas naturales
y sobrenaturales que le pueden impedir» (5,2). En efecto, estas malas
afecciones no solamente crean en el cuerpo deformidades e indisposiciones
para la plena unión con Dios, sino también y más aún
en el alma, pues son apetitos que «cansan el alma y la atormentan y
oscurecen y la ensucian y enflaquecen» (6,5).
¿Cómo en tales condiciones de alma y cuerpo podrá
el hombre ser deificado por Dios?... Ésta será la obra sanante
y elevante de la gracia de Cristo, que tan maravillosamente describe San
Juan de la Cruz en sus Noches oscuras, primero activas, después pasivas.
Purificaciones activas
La gracia de Cristo, en la ascética, al modo humano,
va transformando la persona por el ejercicio de las virtudes (purificaciones
activas). Las tres virtudes teologales son las que, activadas por el Espíritu
de Jesús, realizan esta maravilla con el concurso del hombre:
«Las cuales tres virtudes todas hacen vacío en
las potencias: la fe en el entendimiento, vacío y oscuridad de entender;
la esperanza hace en la memoria vacío de toda posesión; y la
caridad vacío en la voluntad y desnudez de todo afecto y gozo de todo
lo que no es Dios» (2Subida 6,2). Y no es que las almas con esto queden
aleladas, desmemoriadas o volitivamente inertes, en absoluto, «porque
el espíritu de Dios las hace saber lo que han de saber, e ignorar
lo que conviene ignorar, y acordarse de lo que se han de acordar, y olvidar
lo que es de olvidar, y las hace amar lo que han de amar y no amar lo que
no es en Dios. Y así, todos los primeros movimientos de la potencias
de las tales almas son divinos; y no hay que maravillarse de que los movimientos
y operaciones de estas potencias sean divinos, pues están transformadas
en ser divino» (3Subida 2,9).
Purificaciones pasivas
Esta transformación, sin embargo, no podrá darse
plenamente hasta que el cristiano, llevado por el Espíritu, se adentre
en la vida mística. En efecto, la gracia de Cristo, en la mística,
al modo divino, va deificando la persona por los dones del Espíritu
Santo (purificaciones pasivas). Quedan todavía en los cristianos,
también en los más adelantados, no pocas miserias (1Noche 2-7).
Como nos ha dicho Santa Catalina, hasta las obras de éstos que parecen
más perfectas, «todas ellas están manchadas. Y para que
esas obras sean completamente perfectas, es necesario que dichas operaciones
sean realizadas en nosotros sin nosotros (in noi sensa noi), y que la operación
divina sea en Dios sin el hombre (in Dio sensa homo)» (20).
Es la mística pasiva, cuya necesidad encarece tan vivamente
San Juan de la Cruz:
«Por más que el alma se ayude, no puede ella activamente
[al modo humano, en ejercicio de virtudes] purificarse de manera que esté
dispuesta en la menor parte para la divina unión de perfección
de amor, si Dios no toma la mano y la purifica en aquel fuego oscuro para
ella» (1Noche 3,3). «Por más que el principiante en mortificar
en sí ejercite todas estas sus acciones y pasiones, nunca del todo
ni con mucho puede [llegar a la unión], hasta que Dios lo hace en
él, habiéndose él pasivamente» (7,5).
Purificación perfecta en esta vida
La purificación activa y pasiva del hombre, obrada por
la gracia de Cristo, puede producir en esta vida una plena deificación,
de tal modo que lleve directamente tras la muerte al cielo. Es el caso de
un San Juan de la Cruz, que poco antes de morir dice, en seguida «estaré
yo delante de Dios Nuestro Señor diciendo maitines»... Es la
obra consumada, perfecta, de la gracia sanante y elevante. Aquéllos
en los que se ha cumplido, «esos pocos que son, por cuanto ya por el
amor están purgadísimos, no entran en el Purgatorio»
(2Noche 20,5).
Es ésta, como hemos visto, la deificación plena
obrada por Dios en el hombre ya en esta vida, la cual «no es otra cosa
sino alumbrarle el entendimiento con la lumbre sobrenatural, de manera que
de entendimiento humano se haga divino unido con el divino; y, ni más
ni menos, informarle la voluntad de amor divino, de manera que no sea voluntad
menos que divina, no amando menos que divinamente, hecha y unida en uno con
la divina voluntad y amor; y la memoria, ni más ni menos; y también
las afecciones y apetitos todos mudados y vueltos según Dios, divinamente.
Y así esta alma será ya alma del cielo celestial y más
divina que humana» (2Noche 13,11).
Purgatorio
¿Pero qué ocurre cuando esta purificación
deificadora no se cumple plenamente en esta vida? Sucede que se consuma en
la otra vida, en el purgatorio, donde solamente obra Dios en el hombre, habiéndose
éste pasivamente bajo el fuego del amor divino, que le sigue disponiendo
para la plena unión transformante del cielo.
Del purgatorio habla San Juan de la Cruz explícitamente
en varios lugares de su obra: 1Subida 4,3; 8,5; 2Noche 6,6; 7,7; 10,5; 12,1;
20,5; Llama 1,21; 1,24; 1, 29-34; 2,25 (Cf. Urbano Barrientos, Purificación
y purgatorio, Madrid, Espiritualidad 1960). Reproduciré aquí
solamente algunos de esos textos, y algún otro no explícito,
bien porque confirman especialmente la doctrina de Santa Catalina, bien porque
implican alguna diferencia significativa.
Coincidencias y diferencias entre Catalina y Juan
Así como Catalina, aunque está lejos de ser teóloga,
intenta describir la purificación en la otra vida, San Juan de la
Cruz trata solamente de la purificación en esta vida, y únicamente
trata del purgatorio en varios textos muy valiosos, pero breves y escritos
al paso. La coincidencia fundamental entre ellos está en la continuidad
que afirman entre purificación en esta vida y purgatorio en la otra.
Señalo además algunos otros puntos de acuerdo o de diferencia.
-Coincidencias
1. Purificación pasiva. Fray Juan enseña que el hombre necesita,
para la plena unión con Dios, de una última purificación
pasiva, que es aquella en la «que el alma no hace nada, sino que Dios
la obra en ella, y ella se ha como paciente» (1Subida 13,1). Catalina
dice, de modo semejante, que obra Dio sensa homo, in noi sensa noi (20; +19e).
Esto que ocurre en la tierra, sucede también en el purgatorio, si
es necesario.
2. El Amor divino purifica. Según Juan, «la misma sabiduría
amorosa [de Dios] que purga los espíritus bienaventurados, ilustrándoles
[en el purgatorio], es la que aquí purga al alma y la ilumina»
(2Noche 5,1). Es la misma doctrina de Catalina (18a, 19, 20).
3. Mientras hay imperfección. Afirma Juan que, en los que están
en el purgatorio, «el fuego no tendría en ellos poder, aunque
se les aplicase, si ellos no tuviesen imperfecciones que padecer, que son
la materia en que allí prende el fuego; la cual acabada, no hay más
que arder; como aquí, acabadas las imperfecciones, se acaba el penar
del alma y queda el gozar» (2Noche 10,5). Catalina enseña lo
mismo (18).
-Diferencias
1. Fuego material. San Juan de la Cruz enseña que «esta oscura
noche de fuego amoroso, así como a oscuras va purgando, así
a oscuras va al alma inflamando. Y echaremos de ver también cómo,
así [como] se purgan los espíritus en la otra vida con fuego
tenebroso material, en esta vida se purgan y limpian con fuego amoroso espiritual
tenebroso. Porque ésta es la diferencia, que allá se limpian
con fuego, y acá se limpian e iluminan sólo con amor»
(2Noche 12,1). Catalina, sin embargo, no habla de fuego material en el purgatorio,
aunque no parece que lo excluya («otras penas», 15b). En todo
caso, ella centra sin duda la purificación de la otra vida en el fuego
del amor divino.
2. Esperanza de salvación. San Juan afirma que, aquí abajo,
en lo más oscuro de la Noche oscura, «viene el alma a creer
que todos los bienes están acabados para siempre... Esta creencia
tan confirmada se causa en el alma de la actual aprehensión del espíritu,
que aniquila en él todo lo que a ella es contrario» (2Noche
7,6). Es el sentimiento abismal de abandono del Padre que sufre Cristo en
la cruz (Mt 27,46). Y entiende que lo mismo sucederá en la purificación
pasiva de la otra vida: «ésta es la causa por que los que yacen
en el Purgatorio padecen grandes dudas de que han de salir de allí
jamás y de que se han de acabar sus penas... Como se ven privados
de Él, puestos en miserias, paréceles que tienen muy bien [merecido]
en sí por qué ser aborrecidos y desechados de Dios con mucha
razón para siempre» (7,7). Por el contrario, Santa Catalina
estima que las almas del purgatorio tienen esperanza cierta y continua del
cielo, y «ello les da un gran contentamiento que no viene a faltarles
nunca» (25b; +11c), un contento que sólo es comparable al «que
tienen los santos en el paraíso» (4a).
Entre Catalina y Juan, San Buenaventura había enseñado
que las almas de los justos en el purgatorio «son afligidas menos gravemente
que en el infierno, y más que en este mundo, si bien no tan gravemente
que dejen de esperar un instante o ignoren que no están en el infierno,
aunque, acaso por el rigor de las penas, no adviertan esto algunas veces»
(Breviloquio VII,2,2). En efecto, «como los que así son purificados
se mantienen en gracia, la cual, ciertamente, nunca jamás pueden perder,
no cabe que sean devorados del todo por la tristeza, ni pueden ni quieren
incurrir en desesperación..., sabiendo además con toda certeza
que su estado es distinto del estado en que se hallan quienes, sin remedio,
penan atormentados en el infierno» (VII,2,5). Es posible que San Juan
de la Cruz no quisiera decir más que esto.
3. Revelaciones privadas y razones teológicas. Esta diferencia es
importante. Fray Juan de la Cruz no trata expresamente del purgatorio, sino
que alude a él solamente al paso, tratando de la purificación
del hombre en esta vida, y lo hace siguiendo razones teológicas de
conveniencia. Santa Catalina, por el contrario, trata expresamente del purgatorio,
y ajena completamente a teologías, lo hace ateniéndose a revelaciones
privadas que afirma haber recibido del Señor. «Yo veo (vedo,
veggio)»...
La purificación del purgatorio, dice, «es la misma
que estoy sintiendo yo en mi mente, sobre todo desde hace dos años;
y cada día la siento, y cada vez más claramente, veo que mi
alma está en su cuerpo como en un purgatorio, de modo semejante al
verdadero purgatorio» (26a; +1). Y esto, a su juicio, no se trata de
una ilusión: «Yo creo que a mí la gracia de Dios me lo
ha mostrado, aunque después no sea yo capaz de expresarlo» (5;
+10, 16, 20c, 24a, 28c).
Las almas del purgatorio interceden por nosotros
En nuestro intento de precisar la doctrina de Santa Catalina
sobre el purgatorio, conviene que recordemos también que, a diferencia
de lo que ella enseña (2, 22a), es sentencia común entre los
teólogos que los fieles difuntos pueden en el purgatorio interceder
por nosotros ante Dios, pues están muy ardientes en la caridad, y
pueden conocer, quizá sólo de modo general, nuestras necesidades.
El mismo Catecismo de la Iglesia Católica enseña que nuestras
oraciones por las almas del purgatorio «puede no sólo ayudarles,
sino hacer eficaz su intercesión en nuestro favor» (958). «En
la comunión de los santos «existe entre los fieles -tanto entre
quienes ya son bienaventurados, como entre los que expían en el purgatorio
o los que peregrinan todavía en la tierra- un constante vínculo
de amor y un abundante intercambio de todos los bienes» (Pablo VI)»
(1475).
San Francisco de Sales y el «Tratado del Purgatorio»
El Tratado del Purgatorio ha tenido siempre muchos admiradores.
En una de las etapas del proceso de canonización de Catalina, bajo
el pontificado de Inocencio XI (1676-1689), sus escritos son revisados y
aprobados por la Sagrada Congregación de Ritos. El consultor que presenta
el informe, aun reconociendo que en sus páginas «se encuentran
algunas cosas oscuras», declara finalmente que su doctrina espiritual,
«habiéndole sido evidentemente dictada por el Espíritu
Santo... bastaría, en defecto de otras pruebas, para establecer incontestablemente
su santidad».
Uno de los mayores admiradores del Tratado del Purgatorio ha
sido, sin duda, el Doctor de la Iglesia San Francisco de Sales (1567-1622),
que hubo de mantener con protestantes, precisamente acerca del purgatorio,
no pocas controversias. Mons. Juan-Pedro Camus, amigo íntimo del santo,
y consagrado por éste obispo de Belley, en su obra publicada en París
1639, refiere:
«Reprendía a los predicadores católicos que, al hablar
del purgatorio, sólo lo presentaban al pueblo por el lado de los tormentos
y de las penas que en él sufren las almas, sin hablar de su perfecto
amor a Dios y, por consiguiente, del firme contento de que están colmadas
a causa de su completa unión con la voluntad de Dios, unión
tal y tan invariable, que no les es posible sentir el menor movimiento de
impaciencia ni de enojo, ni querer otra cosa que ser lo que son, mientras
así plazca a Dios, aunque sea hasta la consumación de los siglos.
«Acerca del particular aconsejaba mucho la lectura del admirable y
casi seráfico Tratado del Purgatorio, escrito, por inspiración
divina, por Santa Catalina de Génova» (El espíritu de
San Francisco de Sales, p.15, sect.36: Barcelona, Balmes 1948, III, 280).
III CAPITULO
Catecismo de la Iglesia Católica
Vamos, finalmente, a buscar en el Catecismo de la Iglesia Católica
lo que ella quiere que todos los fieles creamos y vivamos acerca del purgatorio.
Para facilitar la lectura de los números que aquí traigo, elimino
las citas que van incluidas en los mismos textos, y las doy al final. Los
subrayados normalmente son míos, así como las fechas dadas
entre corchetes.
Los tres estados de la Iglesia
1022 Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su
retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo,
bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente
en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para
siempre.
954 «Hasta que el Señor venga en su esplendor con todos sus
ángeles y, destruida la muerte, tenga sometido todo, sus discípulos
unos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican; mientras
otros están glorificados, contemplando claramente a Dios mismo, uno
y trino, tal cual es» (Vat.II).
«Todos, sin embargo, aunque en grado y modo diversos, participamos
en el mismo amor a Dios y al prójimo, y cantamos el mismo himno de
alabanza a nuestro Dios. En efecto, todos los de Cristo, que tienen su Espíritu,
forman una misma Iglesia y están unidos entre sí en Él»
(Vat.II).
955 «La unión de los miembros de la Iglesia peregrina con los
hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe.
Más aún, según la constante fe de la Iglesia, se refuerza
con la comunicación de los bienes espirituales» (Vat.II).
El purgatorio
1030 Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente
purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren
después de la muerte una purificación, a fin de obtener la
santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo.
1031 La Iglesia llama purgatorio a esta purificación final de los
elegidos, que es completamente distinta del castigo de los condenados. La
Iglesia ha formulado la doctrina de la fe relativa al purgatorio sobre todo
en los concilios de Florencia [1439] y de Trento [1563]. La tradición
de la Iglesia, haciendo referencia a ciertos textos de la Escritura -por
ejemplo, 1 Corintios 3,15; 1 Pedro 1,7-, habla de un fuego purificador:
«Respecto a ciertas faltas ligeras, es necesario creer
que, antes del juicio, existe un fuego purificador, según lo que afirma
Aquél que es la Verdad, al decir que si alguno ha pronunciado una
blasfemia contra el Espíritu Santo, esto no le será perdonado
en este siglo, ni en el futuro (Mt 12,31). En esta frase podemos entender
que algunas faltas pueden ser perdonadas en este siglo, pero otras en el
siglo futuro» (San Gregorio Magno [+604]).
Ayudas a las almas del purgatorio Diversos modos de ayudarles
1032 Esta enseñanza se apoya también en la práctica
de la oración por los difuntos, de la que ya habla la Escritura: «Por
eso mandó [Judas Macabeo] hacer este sacrificio expiatorio en favor
de los muertos, para que quedaran liberados del pecado» (2Mac 12,46).
Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos,
y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico,
para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica
de Dios. La Iglesia recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras
de penitencia en favor de los difuntos:
«Llevémosles socorros y hagamos su conmemoración.
Si los hijos de Job fueron purificados por el sacrificio de su padre (cf.
Job 1,5), ¿por qué habríamos de dudar de que nuestras
ofrendas por los muertos les lleven un cierto consuelo? No dudemos, pues,
en socorrer a los que han partido, y en ofrecer nuestras plegarias por ellos»
(San Juan Crisóstomo [+407]).
Oraciones
958 «La Iglesia peregrina, perfectamente consciente de esta comunión
de todo el Cuerpo místico de Jesucristo, desde los primeros tiempos
del cristianismo, honró con gran piedad el recuerdo de los difuntos,
y también ofreció por ellos oraciones, «pues es una idea
santa y provechosa orar por los difuntos, para que se vean libres de sus
pecados» (2Mac 12,45)» (Vat.II). Nuestra oración por ellos
puede no solamente ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión
en nuestro favor.
Sacrificio eucarístico
1371 El sacrificio eucarístico es también ofrecido por los
fieles difuntos «que han muerto en Cristo y que todavía no están
plenamente purificados» (Trento [1562]), para que puedan entrar en
la luz y la paz de Cristo:
«Enterrad este cuerpo en cualquier parte; no os preocupe
más su cuidado. Solamente os ruego que, dondequiera que os hallareis,
os acordéis de mí ante el altar del Señor» (Santa
Mónica, antes de morir, a San Agustín [+430] y su hermano).
«A continuación oramos [en la anáfora eucarística]
por los santos padres y obispos difuntos, y en general por todos los que
han muerto antes que nosotros, creyendo que será de gran provecho
para las almas, en favor de las cuales es ofrecida la súplica, mientras
se halla presente la santa y adorable Víctima... Presentando a Dios
nuestras súplicas por los que han muerto, aunque fuesen pecadores...,
presentamos a Cristo inmolado por nuestros pecados, haciendo propicio para
ellos y para nosotros al Dios amigo de los hombres» (San Cirilo de
Jerusalén [+386]).
Indulgencias
1471 «La indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal
por los pecados ya perdonados, en cuento a la culpa, que un fiel dispuesto
y cumpliendo determinadas condiciones, consigue por mediación de la
Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye
y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los
santos».
«La indulgencia es parcial o plenaria, según libere
de la pena temporal debida por los pecados en parte o totalmente».
«Todo fiel puede lucrar para sí mismo o aplicar por los difuntos,
a manera de sufragio, las indulgencias tanto parciales como plenarias»
(Código Derecho Canónico [1983]).
1472 Para entender esta doctrina y esta práctica de la Iglesia es
preciso recordar que el pecado tiene una doble consecuencia. El pecado grave
nos priva de la comunión con Dios, y por ello nos hace incapaces de
la vida eterna, cuya privación se llama pena eterna del pecado. Por
otra parte, todo pecado, incluso venial, entraña un apego desordenado
a las criaturas, que tiene necesidad de purificación, sea aquí
abajo, sea después de la muerte, en el estado que se llama purgatorio.
Esta purificación libera de lo que se llama la pena temporal del pecado.
Estas dos penas no deben ser concebidas como una especie de
venganza, infligida por Dios desde el exterior, sino como algo que brota
de la naturaleza misma del pecado. Una conversión que procede de una
ferviente caridad puede llegar a la total purificación del pecador,
de modo que no subsistiría ninguna pena (cf. Trento [1551, 1563]).
1473 El perdón del pecado y la restauración de
la comunión con Dios entrañan la remisión de las penas
eternas del pecado. Pero las penas temporales del pecado permanecen. El cristiano,
pues, debe esforzarse, soportando pacientemente los sufrimientos y las pruebas
de toda clase y, llegado el día, enfrentándose serenamente
con la muerte, por aceptar como una gracia estas penas temporales del pecado;
y debe aplicarse, tanto mediante las obras de misericordia y de caridad,
como mediante la oración y las distintas prácticas de penitencia,
a despojarse completamente del «hombre viejo» y revestirse del
«hombre nuevo» (cf. Ef 4,24).
La comunión de los santos
1474 El cristiano que quiere purificarse de su pecado y santificarse con
la ayuda de la gracia de Dios no se encuentra solo. «La vida de cada
uno de los hijos de Dios está ligada de una manera admirable, en Cristo
y por Cristo, con la vida de todos los otros hermanos cristianos, en la unidad
sobrenatural del Cuerpo místico de Cristo, como en una persona mística»
(Pablo VI).
1475 En la comunión de los santos, por consiguiente, «existe
entre los fieles -tanto entre quienes ya son bienaventurados, como entre
los que expían en el purgatorio o los que peregrinan todavía
en la tierra- un constante vínculo de amor y un abundante intercambio
de todos los bienes» (Id.). En este intercambio admirable, la santidad
de uno aprovecha a los otros, más allá del daño que
el pecado de uno pudo causar a los demás. Así, el recurso a
la comunión de los santos permite al pecador contrito estar antes
y más eficazmente purificado de las penas del pecado.
1476 Estos bienes espirituales de la comunión de los santos los llamamos
también el tesoro de la Iglesia, «que no es suma de bienes,
como lo son las riquezas materiales acumuladas en el transcurso de los siglos,
sino que es el valor infinito e inagotable que tienen ante Dios las expiaciones
y los méritos de Cristo nuestro Señor, ofrecidos para que la
humanidad quedara libre del pecado y llegase a la comunión con el
Padre. Sólo en Cristo, Redentor nuestro, se encuentran en abundancia
las satisfacciones y los méritos de su redención (cf. Heb 7,23-25;
9,11-28)» (Id.).
1477 «Pertenecen igualmente a este tesoro el precio verdaderamente
inmenso, inconmensurable y siempre nuevo que tienen ante Dios las oraciones
y las buenas obras de la Bienaventurada Virgen María y de todos los
santos que se santificaron por la gracia de Cristo, siguiendo sus pasos,
y realizaron una obra agradable al Padre, de manera que, trabajando en su
propia salvación, cooperaron igualmente a la salvación de sus
hermanos en la unidad del Cuerpo místico» (Id.).
1478 Las indulgencias se obtienen por la Iglesia que, en virtud del poder
de atar y desatar que le fue concedido por Cristo Jesús, interviene
en favor de un cristiano, y le abre el tesoro de los méritos de Cristo
y de los santos, para obtener del Padre de la misericordia la remisión
de las penas temporales debidas por sus pecados. Por eso la Iglesia no quiere
solamente acudir en ayuda de este cristiano, sino también impulsarlo
a hacer obras de caridad, de penitencia y de caridad» (Id.; Trento
[1563]).
1479 Puesto que los fieles difuntos en vía de purificación
son también miembros de la misma Comunión de los santos, podemos
ayudarles, entre otras formas, obteniendo para ellos indulgencias, de manera
que se vean libres de las penas temporales debidas por sus pecados.
Citas
-954 Vat.II, LG 49. -955 ib. -958 LG 50. -1022 Concilios de Lyon: DS 857-858;
Florencia: 1304-1306; Trento: 1820; Benedicto XII: 1000-1001; Juan XXII:
990; Benedicto XII: 1002. -1031 Concilio de Florencia: DS 1304; Trento: 1580,
1820; S. Gregorio Magno, Dial. 4,39. -1032 Concilio de Lyon: DS 856; S. Juan
Crisóstomo, Hom. in 1Cor 41,5. -1371 Trento: DS
1743; Confessiones 9,9,27; S. Cirilo de Jerusalén, Catequesis
myst. 5,9.10. -1471 Código Derecho Canónico, can. 992-994.
-1472 Trento: DS 1712-1713; 1820. 1474 Pablo VI, const. apost. Indulgentiarum
doctrina 5. -1475 Ibid. -1476 Ibid. -1477 Ibid. -1478 Ibid.; cf. Trento:
DS 1835.
Ésta es la fe de la Iglesia sobre el purgatorio
Como es sabido, en los últimos decenios, no pocos teólogos
católicos niegan la posibilidad del alma separada del cuerpo, con
lo que se ven obligados a tratar del purgatorio en formas que no son conciliables
con la fe católica. En este error incurren por varios influjos convergentes
-teología protestante, filosofía trascendental y antropología
unitaria, que no establece entre alma y cuerpo una distinción conforme
con la razón y la fe cristiana- (Cf. José Antonio Sayés,
El tema del alma en el Catecismo de la Iglesia Católica: Pamplona,
Fundación GRATIS DATE 1994).
Pues bien, el Catecismo de la Iglesia Católica, principalmente
en los números que hemos reproducido, confiesa de nuevo la fe en el
purgatorio, donde se purifican las almas de los difuntos. «Así
pues, la liturgia y la piedad del pueblo cristiano acertaban y aciertan al
pedir a Dios que las almas de los fieles difuntos descansen en paz»
(Sayés 17).
Importancia de la fe en el purgatorio
Aunque ya ha quedado suficientemente afirmada la importancia fundamental
de la fe en el purgatorio, quiero añadir algunas observaciones.
-El amor de Dios se manifiesta en toda su grandeza cuando pensamos que su
empeño en deificarnos, iniciado en la creación de nuestra alma
y en el bautismo, si no se realiza suficientemente en esta vida, sigue obrando
en la otra, mediante el purgatorio, para transformarnos plenamente en Él.
-Para no pecar, los pecadores hemos de recordar muchas veces el purgatorio.
Hemos de guardar extrema fidelidad a la gracia de Dios, si no queremos resistirla
como malos e imbéciles con pecados que, por leves que sean, producen
en nosotros deformidades que hacen imposible la perfecta unión con
Dios.
-Para hacer penitencia, hemos de recordar los pecadores que, por mucha que
sea la misericordia de Dios y por total que haya sido la remisión
de nuestra culpa, habremos de purificarnos largamente en el purgatorio de
todas aquellas huellas de nuestros pecados de las que no nos hayamos purificado
suficientemente en este mundo por la penitencia.
-Para vivir la debida caridad hacia los hermanos difuntos es necesario que
la fe en el purgatorio esté viva y operante. De otro modo, fácilmente
se piensa que, una vez cumplidos con los enfermos graves y agonizantes todos
los deberes de la caridad -noches en vela, gastos, medicinas, auxilios morales,
etc.-, una vez muertos, «ya nada se puede hacer por ellos»; con
lo que no es raro se les deje caer en el olvido. La fe cristiana, en cambio,
nos dice que podemos y debemos hacer muchísimo en favor de nuestros
queridos hermanos difuntos. Y si no hacemos más por ellos, no es solamente
porque nos falta la caridad, sino porque somos «hombres de poca fe»
(Mt 14,31; Lc 12,28).
Antiguamente el pueblo cristiano tenía más piedad
con las almas del purgatorio, porque tenía una fe más firme
en el purgatorio y en la validez de los sufragios ofrecidos por los difuntos:
oraba diariamente por los ellos, especialmente por los familiares -el toque
«de ánimas» en las parroquias-, y ofrecía por ellos
con más frecuencia misas y penitencias personales. Hoy se considera
de mal gusto -muy «negativo»- pensar o hablar de la muerte, y
fácilmente dejamos a nuestros hermanos difuntos sin los sufragios
que por ellos deberíamos ofrecer a Dios, y que por su misericordia
son eficacísimos.
La Iglesia, sin embargo, no cesa de estimularnos a rogar y a
ofrecer sacrificios por ellos. Concretamente, cada día lo hace en
el memento de la Eucaristía por los difuntos; y cada día nos
hace pedir por ellos en la última de las preces de Vísperas.
No dejemos, pues, de hacer ahora por nuestros hermanos difuntos lo que, cuando
estemos nosotros en el purgatorio, querremos que nuestros hermanos de la
tierra hagan por nosotros.
Más aún, tengamos verdadera devoción por los
fieles difuntos, que ya están confirmados en la gracia. Ellos han
llegado ya en Cristo a la certeza de la salvación. Nosotros, en cambio,
aún estamos en camino hacia ella...