HISTORIA DE LA IGLESIA

EPOCA ANTIGUA (SIGLOS I-V)
TERCERA PARTE:

LA REVOLUCION CONSTANTINIANA

CAPÍTULO XXV

UNA MIRADA PANORÁMICA A LAS FUENTES

I. Importancia de las fuentes. Doble procedencia de las fuentes




   La historia no puede hacerse sin acudir a las fuentes. Estas fuentes son testimonios, y, como tales testimonios, pueden ser parciales. Para el estudio de los tres primeros siglos del cristianismo, las fuentes son escasas. Pero en este período que estudiamos —especialmente en el siglo IV— son muy numerosas. La abundancia de los escritos de este período se debe probablemente al hecho de que en él la educación retórica era tenida en grandísima consideración y permitía subir fácilmente en la escala social. Hablar hoy de retórica presenta una gran carga peyorativa, mas en aquella época no era así. De hecho, la educación que se recibía entonces se dividía en dos grandes momentos: gramática —correspondería a la escuela media— y retórica —estudios ya universitarios—. Había no sólo que decir las cosas, sino decirlas bien. Y para expresarse bien había que tener un buen conocimiento de los clásicos. Los hombres eminentes tenían la posibilidad de llegar muy alto en la escala social. Esto ocurría así hasta que, a causa de las reformas de Diocleciano y de Constantino, se impuso un orden social más estable para garantizar las ganancias fiscales.

   Naturalmente las obras de mayor interés para la historia de la Iglesia son aquéllas de carácter religioso. Mas conviene tener presente la importancia que para el mismo propósito revisten también los autores paganos: en primer lugar, ellos nos permiten conocer mejor el contexto histórico-político y cultural en el cual se desarrollan los acontecimientos de la Iglesia; en segundo lugar, a tales acontecimientos los mismos autores hacen a veces referencia, revelando así su punto de vista diverso. Cultura profana y cultura cristiana, en cambio, fueron tal vez muy cercanas entre ellas: el filósofo pagano Temistio, por ejemplo, estuvo al servicio de emperadores cristianos; y Juliano, antes de volverse pagano, había recibido una educación cristiana.

II. La historiografía


1. Historiografía cristiana

   Poco después del Edicto de Milán, Lactancio, un cristiano converso, escribía De mortibus persecutorum, con el intento de demostrar que los emperadores perseguidores habían sido castigados por Dios con muerte atroz. No es una tesis aceptable. Las pocas noticias históricas sobre Constantino que se sacan de este obra no son demasiado fiables.
 
   Aunque un poco parciales, son más numerosas sin embargo las noticias que Eusebio, obispo de Cesarea de Palestina, nos suministra sobre Constantino. Éste fue autor de dos nuevos géneros literarios: la Crónica —que es una tabla cronológica, que nos ha llegado en siriaco y en la versión latina de Jerónimo, base para la medieval crónica cristiana universal— y la Historia Eclesiástica —terminada de componer antes del concilio de Nicea—. Mas él se extiende sobre el emperador, especialmente en la Vida de Constantino, escrita en cuatro libros después del 337, y que en realidad es un panegírico, de cuya paternidad eusebiana se dudó en el pasado. Entre sus escritos de interés histórico están también el discurso para la dedicación, por parte de Constantino, de la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén (335) y la Oración de los Tricenalios, pronunciada en el 336 con ocasión del trigésimo aniversario del reinado de Constantino.
 
   En su conjunto, la figura de Constantino viene delineada por Eusebio como la de un modelo de emperador cristiano. En su Vida, se cuenta por primera vez la famosa historia de la visión tenida por Constantino antes de la batalla de Puente Milvio —aparece el símbolo del crismón y escucha unas palabras: «Con este signo vencerás»—. También debemos a Eusebio gran número de cartas y de edictos imperiales, transcritos, como parece, de copias oficiales; y, sobre todo, una narración sobre el concilio de Nicea, que es la única que nos llega por testimonio ocular, remarcando los actos oficiales: en él, sin embargo, el autor, a causa de su simpatía por el arrianismo, evita pronunciarse sobre cuestiones doctrinales.
 
   Digna de consideración es la concepción lineal que Eusebio tiene de la historia, como preparación al cristianismo y culminando en la segunda venida de Cristo. Tal idea lineal y optimista encuentra aplicación en la Crónica y viene ampliamante desarrollada en dos obras apologéticas: Praeparatio Evangelica y Demostratio Evangelica. Sobre el reinado de Constantino, en tanto, escribía también el pagano Prassagora, cuya historia, escrita en griego, no nos ha llegado íntegra.
 
   Naturalmente, también los historiadores que escribieron después, tratando un período más largo, incluyeron la edad de Constantino. Así, ante todo, los continuadores mismos de la Historia Eclesiástica de Eusebio: ya al final del siglo, Rufino traducía al latín y actualizaba la obra eusebiana; en los primeros decenios del siglo V, Sócrates y Sozómenos, juristas de Constantinopla, y Teodoreto, obispo de Ciro, la prolongaban en griego hasta su tiempo.
 

2. Historiografía pagana


 
   Contemporáneamente se escribía historia profana. Ésta, sin embargo, a partir precisamente del siglo IV, manifiesta un declive definitivo, debido probablemente al “eclipse” de Roma y de su clase senatorial17. Hasta la mitad del siglo, de hecho, se producían breves compendios históricos en latín, como el De Caesaribus de Aurelio Vittore y el Breviarium de Eutropio. Para su brevedad, entre otras cosas, esta última obra manifiesta una tendencia anticristiana y exaltadora de los hombres paganos, y, sobre todo, una aversión de fondo hacia Constantino y una toma de posición muy marcada filojuliana: el autor había participado en la campaña persa de Juliano y había sido magister escrinii memoriae de Valente.
 
   Obras no muy grandes en tamaño, escritas también por paganos, fueron De rebus bellicis y Notitia Dignitatum, de contenido del todo singular. El autor anónimo del primero, propone a los emperadores Valentiniano y Valente una serie de invenciones militares geniales, y acusa a Constantino por sus exorbitantes gastos públicos, que habrían debilitado la defensa del Imperio. La segunda es un anuario de la burocracia imperial, cuyo núcleo más antiguo, remontándose al siglo IV, llega paso a paso actualizado hasta el siglo siguiente, y nos hace conocer los varios títulos y las diversas funciones de aquel aparato público, con el que los hombres de la Iglesia debieron tratar con frecuencia. Muchos de estos cargos, en su organización, pasan tal cual a la estructura de la Iglesia.
 
   Hasta el final del siglo IV no se dio como un revivir de la historia profana, con los Annales de Nicómaco Flaviano y las Res gestae de Ammiano Marcellino. El primero no nos ha llegado, pero sabemos —a través de algunas inscripciones de la época— que su autor, un senador pagano, se suicidó justo después de la victoria de Teodosio I sobre el usurpador Eugenio, en el 394; había considerado aquella batalla como un momento decisivo del encuentro entre cristianismo y paganismo, probablemente preconizando la supresión del cristianismo18. La segunda, escrita hacia el 390, aparece dotada de un vigor digno de la mejor tradición historiográfica. De la obra, que se remontaba a Tácito, queda tan sólo la parte que comienza con el año 354 —hasta el fin del reinado de Constancio II— y termina con la muerte de Valente en el 378. Es famoso su sarcasmo punzante contra el lujo de la clase senatorial de Roma —él era un griego de Antioquía que se habría trasladado a la capital y habría escrito en latín su obra—. Mas fue un admirador de Juliano —al que habría seguido en la desafortunada expedición persa— y, naturalmente, no tiene gran amor hacia la Iglesia cristiana, poniendo de relieve la conducta incoherente de las facciones eclesiásticas. Sin embargo, demostró una cierta ecuanimidad en criticar hasta al mismo Juliano a propósito del decreto —él lo define como “decreto cruel”— con que el emperador «prohibió la enseñanza a los maestros de retórica y de gramática cristiana, a menos que se pasaran al culto de los dioses».
 
   En los primeros decenios del siglo siguiente, Zósimo, un pagano de Constantinopla, escribe en griego la Historia Nueva —desde Augusto hasta el 410—; en ella Constantino era acusado de todas las desgracias arrojadas sobre el Imperio en aquel tiempo. Mas con Zósimo nos encontramos ya en esa fase de la historiografía que refleja de manera ostentosa la contraposición entre paganos y cristianos. Su obra, de hecho, se puede considerar una respuesta a la Historiae adversus paganos que en el 417-418 había escrito Orosio, presbítero hispano y alumno de san Agustín: después del saqueo de Roma (410) por parte de Alarico, se había lanzado contra los cristianos la grave acusación de haber causado, con sus ultrajes a los dioses antiguos, el desastre; por eso Orosio asume la defensa del cristianismo, componiendo a tal punto su obra en clave apologética: sostenía la visión providencialista de la historia, y la reconducción del mal a la culpa del hombre y al castigo de Dios —es la considerada historia de los “juicios de Dios”—.
 
   Sobre otro plano, el gran tema del sentido de la historia venía trazado por Agustín en De civitate Dei, una obra de profunda e iluminada meditación, solicitada también ella por la necesidad de explicar por qué Dios habría permitido el saqueo de Roma. No es propiamente un libro de historia, sino una reflexión sobre la historia.


III. Otros géneros


    Distintos son los otros géneros literarios que prosperan paralelamente a la historiografía en el siglo IV y en los primeros decenios del V. En la producción de libelos —no son propiamente obras históricas, sino ensayos polémicos— ocupó un puesto singular el mismo emperador Juliano el Apóstata, componiendo en griego, entre otros, una sátira titulada Los Césares —contra Constantino—, una invectiva contra “los Galileos”, un himno al dios Sol, un opúsculo titulado El odiador del aburrimiento —con el que se defendía de las críticas de los Antioquenos—, y una famosa Carta a los atenienses.
1. Obras poéticas y panegíricos

    Muy en voga estuvieron además las obras poéticas y, sobre todo, los panegíricos. Ausonio, poeta y rector de Burdeos, llega a prefecto del Pretorio y cónsul después de haber cubierto el encargo de tutor del futuro emperador Graciano. Sus múltiples composiciones son un ejemplo típico de cómo un intelectual de aquel período podía mantenerse equidistante entre el paganismo y el cristianismo. En Parentalia, sin embargo, Ausonio hace conocer con cuánto amor fue practicada por algunos de sus familiares la vida consagrada. Claudiano, un alejandrino de lengua griega, se traslada a Roma, compone panegíricos en latín y poemas de alabanza a Estilicón y Honorio.
 

2. Género epistolar


   Una importancia del todo singular revisten las epístolas. Conservadas en número importante, ellas son documentos inmediatos de las múltiples circunstancias del período. El voluminoso epistolario de Aurelio Símaco, por ejemplo, nos hace conocer el ambiente de los senadores bien vistos y prestigiosos. Mas es sobre todo en ámbito cristiano —Ambrosio, Jerónimo, Juan Crisóstomo y otros— donde este género literario eleva a la expresión genuina las personalidades individuales.
 

3. Autobiografías y hagiografías


    Este último aspecto emerge en manera del todo particular en las autobiografías. Juliano el Apóstata había compuesto una, en la que la narración de vivencias externas se conjugaba bien con una sincera manifestación de los sentimientos del alma. Mas fueron las Confesiones de Agustín —verdadera cumbre de la literatura mundial— las que llevaron a un primer plano la aguda introspección del corazón humano: la resistencia al reclamo de Dios, la reticencia a renunciar a la actividad sexual, el tormento de la investigación junto al amigo Alipio, la fuerza persuasiva del ejemplo de Antonio, y, por fin, la paz interior derivada de la conversión a la castidad cristiana y alegremente comunicada en el dulcísimo coloquio con su madre Mónica..., constituyen momentos elevadísimos de esta obra, que es también rica en profundas reflexiones filosóficas: sobre la memoria y la naturaleza del tiempo, por ejemplo, han mostrado la originalidad del pensamiento cristiano.
 
   Pero fue sobre todo en el campo de las biografías donde viene a crearse una especie de “competición” entre cristianos y paganos. Se trataba de mostrar, a través de ejemplos concretos, la eficacia “moral” de las respectivas confesiones y concepciones de la vida. Por parte de los cristianos, tal objetivo viene alcanzado con la creación del género hagiográfico: ellos, en efecto, intuyen como por instinto que tan solo en el “santo” la ejemplaridad de la vida cristiana puede ser oportunamente propuesta. Eusebio, que en la “Vida” de Constantino había probado un camino distinto, había fallado en el intento. Fue Atanasio, obispo de Alejandría en el 328, el genial iniciador de la gran tradición hagiográfica de la Iglesia, escribiendo la Vida de Antonio, el ermitaño egipcio muerto en el 356; se exaltaba la vida ascética —simbolizada por el desierto— y la capacidad del santo de concluir milagros.
 
   La Vida de Antonio, en seguida traducida al latín, fue introducida en los círculos cristianos de Roma por Jerónimo, difundiendo el conocimiento del ideal monástico —Agustín confesará haber sentido inmediatamente fascinación por él—19. Y el mismo Jerónimo componía en latín la Vida de Hilarión y la Vida de Pablo —los dos ermitaños—, y aún la Vida de Malco.
 
   Gregorio de Nisa, a su vez, escribía en griego la Vida de Macrina: hermana del mismo Gregorio y de Basilio, Macrina provenía de una familia de adinerados propietarios de tierras y había fundado una especie de comunidad religiosa en la casa de su familia en el Ponto.
 
   Una experiencia similar ocurrirá después, en el 452, contada por Geroncio en la Vida de Melania la Joven —nos ha llegado en griego y en latín—: ella, a la edad de veinte años, había persuadido a su marido, Piniano, a reunciar a sus vastas propiedades, y había fundado en Jerusalén un monasterio, muriendo en 439. Estas últimas dos vidas atestiguan la consideración —que no se encuentra en la literatura pagana— de cómo las mujeres eran consideradas en el cristianismo. Supone una revolución cultural. Estas hagiografías representan además un buen ejemplo de texto hagiográfico en el que el tema ascético —“la vida angélica”— se combina con una gran cantidad de material histórico20.
 
   Entre tanto, en los siglos IV y V, los paganos habían opuesto a los ejemplos cristianos sus propios “santos”. Ya Nicomaco Flaviano había traducido del griego al latín la Vida de Apolonio de Tiana, escrita en el siglo II por Filostrato. Otras “vidas” se compusieron, como la Vitae Sophistarum, de Eunapio. En realidad, estos héroes paganos eran más o menos escogidos entre los sabios, de los que se quería demostrar la conquista de la “vida divina” a través de la narración de maravillas: historias las más de las veces poco creíbles, sobre todo exaltaban el mérito personal y elitista, faltando el elemento que, en cambio, era esencial en las vidas de los santos, el de la iniciativa de la “gracia”, que entre otras cosas, hacía extremadamente populares los ejemplos propuestos.
4. Obras teológicas

 
   Mas el campo en el que en sumo grado reluce el genio creativo de los escritores cristianos fue el de la teología. Solicitos por la exigencia de traducir en un lenguaje científico los contenidos de la fe —la base es siempre la Sagrada Escritura— y de explicitar su profundo valor en las múltiples circunstancias de la vida, así como forzados por la necesidad de combatir las posiciones heréticas difundidas, varios pastores, eminentes por su santidad y doctrina, dieron vida a aquella que suele llamarse “la edad de oro de la literatura patrística”. Una riqueza que no volveremos a ver ya más en toda la historia de la Iglesia. El dogma está en formación —el dogma trinitario; el dogma cristológico; la doctrina de la gracia y del libre albedrío; se ponen las bases de la mariología...—. Y fueron latinos —como Jerónimo, Ambrosio, Agustín— y griegos —como Gregorio de Nisa, Gregorio de Nacianzo, Basilio, Juan Crisóstomo—: todos obispos y frecuentemente investidos desde el papel público de hombres de Estado.
 
   Todas estas obras teológicas le vienen bien al historiador para conocer la doctrina, pero, sobre todo, para entender cómo se forma históricamente esa doctrina.
 

5. Discursos


   Ellos escribieron también discursos sin par, juzgados entre las máximas composiciones de retórica del tiempo de Demóstenes —famoso el pronunciado en el 379 por Gregorio de Nacianzo ante la muerte de Basilio—: la elevada educación clásica que impregnaba esta obra, sin embargo venía admirablemente transformada en sabiduría cristiana.
 

6. Fuentes jurídicas


   Tal fervor literario era, las más de las veces, expresión iluminada de una acción pastoral extremadamente concreta, desarrollada en un ambiente social que iba rápidamente —mas no siempre profundamente— cristianizándose por obra de las legislaciones favorables a la nueva religión. Frecuentemente solicitando ellos mismos —en sintonía con la temperatura espiritual de aquella época— los privilegios institucionales, los obispos se encontraban al mismo tiempo en la necesidad de guiar una grey expuesta a mil tentaciones temporales. Los beneficios que pedían comportaban también sus riesgos: había clérigos que no intentaban más que acaparar ventajas temporales. El contexto es revisable con suficiente claridad a través de las fuentes jurídicas.
 
   El Codex Theodosianus ante todo, realizado en Constantinopla entre el 429 y el 438 por iniciativa de Teodosio II —escrito en Constantinopla pero redactado en latín, lengua más apropiada que el griego para el Derecho—, transmite dos mil quinientas constituciones imperiales desde Constantino en adelante. Y otras del mismo período, escapadas a los recolectores teodosianos, venían después incluidas en el Codex Iustinianus. Siendo que el espectro de las cuestiones tratadas por tales legislaciones es evidentemente mucho más amplio que el campo relativo a las relaciones con la Iglesia —algunas leyes venían tratadas por los Códices Gregorianus y Hermogenianus, de edad diocleciana—, sin embargo, especialmente las leyes relativas a los aspectos sociales y económicos, ofrecen un cuadro —más o menos fiel— de los problemas con los que también la Iglesia debía hacer cuenta: así, por ejemplo, en la asistencia cotidiana de los humiliores y en la incansable acción moralizante contra los abusos cometidos por funcionarios y nobiles, paganos o cristianos, fueran lo que ellos fueran.


IV. Otras fuentes: numismática, inscripciones, arqueología


   Del resto, existen otras categorías de fuentes que ilustran, en términos a veces extremadamente concretos, estos mismos aspectos. Las monedas, con todo, atestiguan entre otras cosas la difusión del solidus de oro —introducido por Constantino, mas puesto en uso para varios siglos—, que se relaciona con una estructura piramidal de la sociedad. Las inscripciones, también, iluminan de varias maneras. Las honoríficas y las dedicatorias iluminan las carreras de los miembros de la clase senatorial. Las funerarias, restituidas a millares especialmente por las catacumbas, recuerdan condiciones de la vida concreta y reflejan mentalidades y valores estrechamente unidos a la fe. Esta última, por fin, se refleja también en el nuevo género de documentos epigráficos, que fueron las dedicatorias de las iglesias que se iban construyendo.
 
   Mas es la documentación arqueológica la que expresa visiblemente la situación de aquella época. Ella advierte con inmediatez algunos rasgos sobresalientes, como la comodidad de los pocos que viven en las villae y la prosperidad de ciertas áreas urbanas. Dos notas revisten un significado de interés: la primera hace entender de hecho el carácter particular que en aquella época asumía la renuncia cristiana de tantos propietarios de tierras; la segunda permite coger la vivacidad de los ambientes culturales y sociales —tanto en Alejandría como en Antioquía, en Roma como en Constantinopla, y hasta en Atenas—, que hacían de trasfondo al pensamiento y a la acción de la Iglesia. Por otra parte, la floración del arte cristiano está directamente documentada por los repertorios —basta pensar en las basílicas, no pocas ya en edad constantiniana—.
 
   Sólo tres decenios hace que uno de los máximos estudiosos de la edad tardoantigua, A.H.M. Jones, no disponía de esta documentación “material”. Hoy ésta se impone a los estudiosos como punto de referencia constante. La historia de la Iglesia se beneficia de esta renovación científica y del poder evocador dado por las imágenes.

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(Samuel Miranda)