DIEGO VELÁZQUEZ
Cristo contemplado por el alma cristiana
Cristo contemplado por el alma cristiana
Diego Velázquez, Hacia 1626-1632
Óleo sobre lienzo • Barroco
165,1 cm × 206,4 cm
National Gallery de Londres, Londres, Reino Unido
Cristo contemplado por el
alma cristiana tras la Flagelación es una pintura al óleo de
Diego Velázquez sobre lienzo de 165,1 x 206,4 cm, conservada en la
National Gallery de Londres desde 1883 por donación de John Savile
Lumley, quien la había adquirido en Madrid en 1858. Para José
López-Rey podría haber sido pintado entre 1626 y 1628, aunque
son mayoría los críticos que prefieren retrasar su ejecución
a 1632, tras el primer viaje de Velázquez a Italia, por apreciar influencias
de la pintura boloñesa y en especial de Guido Reni junto con la del
Caravaggio romano y una técnica pictórica cercana a la empleada
en La fragua de Vulcano pintada en Roma.
No se tienen noticias de esta pintura anteriores a la fecha
de su adquisición en Madrid en 1858 pero la crítica ha sido
unánime al aceptar su autoría. Un dibujo preparatorio de la
figura del ángel destruido en 1936, con una antigua inscripción
—«VELAZQUEZ.»— figuraba en la colección del ilustrado
Gaspar Melchor de Jovellanos. La infrecuente iconografía, con el acento
puesto en la figura infantil a la que dirige Cristo la mirada, y su honda
emotividad, rara en la obra de Velázquez, hizo pensar a Carl Justi
que pudiera tratarse de una pintura votiva con motivo de la muerte de su
hija menor, Ignacia.
En la figura de Cristo a la columna, para la que se han sugerido
modelos tomados de la estatuaria clásica —Galo moribundo– y una anatomía
cercana a la del Cristo de la Minerva de Miguel Ángel, Velázquez
siguió las indicaciones iconográficas de su suegro Francisco
Pacheco para el tema del Cristo recogiendo sus vestiduras, iconografía
muy repetida en la pintura española del siglo XVII, combinándolas
en una creación original.
Pacheco se ocupó de la iconografía del Cristo
recogiendo sus vestiduras, nacida en Alemania o en Flandes en el siglo anterior
y difundida a través de estampas, en una carta dirigida a Fernando
de Córdoba, fechada en 1609, a propósito de una pintura suya
de este asunto hoy perdida. Siguiendo las revelaciones de Santa Brígida
en la imagen del Cristo escarnecido y citando la obra de Alfonso Paleotti,
Iesu Christi Crucifixi Stigmata Sacrae Sindone Impressa editada en Venecia
en 1606, admitía Pacheco que se pintasen, como él lo hizo,
junto con los manojos de varas (fascis) y las correas de vaca —de que, dice,
«hace memoria la antigüedad» y son los azotes que corrientemente
emplean los pintores-, el flagelo hecho con zarzas, visto en revelaciones
por un San Vicente, y «el azote de puntas o estrellas de hierro, fixas
en los cordeles, imitado del que debuxó en el libro de Paleoto del
IV de las Revelaciones de Santa Brígida». Por seguir las revelaciones
de Santa Brígida empleó también en su imagen la columna
de fuste alto y no la baja de la Basílica de Santa Práxedes
que era, al contrario, la preferida por Paleotti.
En el Cristo y el alma cristiana, los azotes que Velázquez
dispuso junto al cuerpo derrumbado de Jesús son, excepto el flagelo
de zarzas, los mismos que menciona Pacheco: un manojo de varas -y desparramados
por el suelo, minuciosamente descritos los fragmentos que de él se
han ido quebrando con los golpes-, la correa y un látigo de colas
que puede recordar el de la visión de Santa Brígida. La columna
de Velázquez es de fuste alto y, como explica también Pacheco
de la que él pintó, no se dibuja mostrando toda su altura.
Es posible de este modo imaginar que la escena está ocurriendo en
una sala grande, sin tener que mostrarla entera para no entorpecer la visión
destacada del cuerpo de Cristo, y representar al tiempo sólo una de
la vestiduras, la túnica inconsútil, «considerando que
las demás están sin orden, esparcidas por la Sala o Pretorio»
como, sigue recordando Pacheco, repiten los autores místicos que de
este pasaje se ocuparon y será así como lo hará también
Velázquez.
Y siguiendo a Pacheco, se explican también la mirada
del Cristo de Velázquez, dirigida al que contempla el cuadro (que
no ha de situarse de frente sino a un lado, «porque el encuentro della
causa grandes efectos»); la contención en las señales
dejadas por los azotes («cosa que escusan mucho los grandes pintores,
por no encubrir la perfección que tanto les cuesta, a diferencia de
los indoctos, que sin piedad arrojan azotes y sangre, con que se borra la
pintura o cubren sus defectos»), concentradas las heridas en la espalda,
donde menos dañan la figura y los autores piadosos dicen que cayeron
la mayor parte, y la propia belleza del cuerpo de Cristo, defendida también
por Pacheco.
Los otros elementos que componen el cuadro de Velázquez,
el Ángel de la Guarda y la figura infantil que encarna el alma cristiana
acompañando a Cristo tras su flagelación, podrían proceder
de algún escritor místico no identificado o derivar de propuestas
para la meditación expuestas por autores como Juan de Ávila,
cuyo Audi filia cita Pacheco, o fray Luis de Granada, quien ensalzando la
belleza corporal de Cristo, expuesta y maltrecha, exclamaba:
Mira, ánima mía, cuál estaría allí
aquél mancebo hermoso y vergonzoso... tan maltratado y tan avergonzado
y desnudo. Mira cómo aquella carne tan delicada, tan hermosa como
una flor de toda carne, es allí por todas partes abierta y despedazada.
Aunque tales ideas se encuentran abundantemente expuestas en
textos ascéticos y podían ser lugares comunes de la predicación,
en pintura el tema es sumamente infrecuente, habiéndose señalado
como precedentes únicamente dos cuadros atribuidos a Juan de Roelas,
uno en el convento de las Mercedarias Descalzas de Sanlucar de Barrameda
y el otro, de dudosa autografía, en el Monasterio de la Encarnación
de Madrid, en el que Sánchez Cantón, al darlo a conocer en
relación con la pintura de Velázquez, llegó a leer una
inscripción actualmente invisible que decía: «Alma, duélete
de mí / que tú me pusiste así».
Velázquez presenta a las tres figuras recortadas sobre
un fondo neutro, fuertemente contrastado por una iluminación intensa
que dibuja sombras oscuras en la superficie del suelo y dota a las figuras
de una poderosa tridimensionalidad, acentuando de este modo el carácter
emotivo de la escena, que tiene como eje central el cruce de miradas entre
la imagen de Cristo, derrotado aunque atlético, y la figura del niño,
que de rodillas y con las manos unidas inclina hacia Jesús su frágil
cuerpo.