VENERABLE VIDAL GRANDIN
1902 d.C.
3 de junio
Vidal Justino Grandin nació el 8 de febrero de 1829 en
Saint-Pierre-sur-Orte, diócesis de Laval, ahora diócesis
de Le Mans, en el seno de una familia de agricultores de profunda
piedad cristiana, que le inculcaron desde niño el temor de Dios
y la práctica de las obras de misericordia. El párroco lo
admite a la Primera Comunión a la edad nueve años, cuando
hacía esperar a los demás niños hasta una edad
más tardía.
Es
sintomático que, ya en su infancia, mientras apacentaba el
ganado, rezaba el rosario, leía la vida de los santos y
contemplaba extasiado la belleza de la naturaleza.
VOCACIÓN
SACERDOTAL Y MISIONERA
Le atraía la
vida sacerdotal; pero al no poder sus padres pagarle los estudios, el
vicario parroquial, intuyendo en Vidal dotes excepcionales, se
ofreció para darle clase e iniciarlo en latín. Con la
ayuda de señoras piadosas y del secretario del obispo, pudo
ingresar en le seminario menor.
Una vez llegado al
seminario mayor, los formadores, constatando su atractivo por las
misiones, a la edad de 22 años, lo envían a París,
al Seminario de Misiones Extranjeras. Pero no considerándolo
apto para las Misiones de Oriente, tanto el Rector como su confesor le
aconsejan que abandone el seminario de misiones. En 1851 ingresa en el
noviciado de los Misioneros Oblatos. Reanuda sus estudios en Marsella y
es ordenado sacerdote en abril de 1854 para salir inmediatamente rumbo
a las misiones del Norte de Canadá.
EXPERIENCIA
DURA Y FELIZ
Llega a San
Bonifacio el 14 de agosto de 1854. Esa diócesis canadiense era
en aquel tiempo tan grande como toda Europa. Sin embargo contaba
solamente con 12 sacerdotes misioneros. Mons. Alejandro Taché,
primer oblato canadiense, lo acoge con los brazos abiertos y destina al joven
misionero a la misión de la Natividad, a orillas del lago
Athabaska, en la zona norte del territorio.
A pesar del frío
intenso, la carencia de todo (lo apodarán más tarde el Obispo Piojoso) y la enorme
dificultad para aprender las diversas lenguas de las etnias de los
amerindios a catequizar, vivió una época que siempre la
consideró como la experiencia más feliz de su vida.
OBISPO
MISIONERO
Su celo
apostólico no pasa inadvertido a los Obispo canadienses, quienes informaron
por escrito al Papa Pío IX para
que,“dignissimus inter dignos” (como el
más digno
de todos), fuese nombrado Obispo Coadjutor de San Bonifacio,
propuesta que ratificó el Papa sin más. De nada sirvieron
los mil motivos en contra que, para evitar tal nombramiento, adujo el
propio candidato. Así pues, el 30 de noviembre de 1859 en la
iglesia de la Sma. Trinidad de Marsella era ordenado por
manos de S. Eugenio, Obispo titular de aquella diócesis y
Fundador de los Oblatos.
De regreso a San
Bonifacio, a pesar de una enfermedad grave que le mermó las
fuerzas, parte de inmediato para las Misiones del Polo Norte y, tras 67
días de viaje terrestre, fluvial y atravesando lagos inmensos,
llega a destino: la localidad denominada “Ile-à-la-Crosse”.
IMPLANTANDO
NUEVAS IGLESIAS
El ardiente celo
apostólico de este Obispo misionero a favor de aquellos pueblos
indígenas, los largísimo y extenuantes viajes en medio de
la nieve y el hielo, a fin de anunciar por todas partes el Evangelio de
Cristo, no tardaron en dar fruto, hasta el punto que se juzgó
necesario dividir aquel inmenso campo en diversas Diócesis y
Vicariatos Apostólicos.
Cuando el Vicariato
de Saskatchewan se transformó en la Diócesis de San
Alberto, él fue el primer Obispo de la misma. Era admirado por
todos por su incansable labor pastoral: fundó iglesias,
construyó escuelas, hospitales, casas religiosas y seminarios.
ACTIVIDAD
FEBRIL Y CONSTANTE UNIÓN CON DIOS
Regresó
a Europa para participar en el Capítulo General de su
Congregación religiosa y aprovechó para recorrer Francia,
Bélgica, Alemania… difundiendo por doquier el espíritu
misionero que interpelaba a los jóvenes y recaudando ayudas para
las misiones.
Su intenso
apostolado había minado a tal punto sus fuerzas, que la Santa
Sede decidió nombrarle un Obispo Auxiliar. Pero él no
renunció a sus múltiples compromisos y tuvo la
satisfacción de poner la primera piedra tanto del nuevo
seminario como de la catedral.
Trabajó
incansablemente; pero también oraba. La muerte lo
sorprendería precisamente en oración. Llorado por todos y
admirado por la santidad de vida, expiró el 3 de junio de 1902,
a la edad de 73 años.